Como complemento a lo que estamos explicando en las clases y para que tengáis una guía clara para redactar un comentario sobre un texto, os he preparado un análisis del soneto VII de Garcilaso. Me gustaría que os ayudara a comprenderlo mejor.
"El romance de la pena negra", perteneciente al Romancero gitano, está dedicado a uno de los fundadores de la revista literaria Gallo en la que Lorca aportaba sus colaboraciones. Se llamaba José Navarro Pardo, arabista en la Universidad de Granada. Nuevamente se mueve dentro de la corriente neopopularista de los escritores de la Generación del 27, tomando como vehículo el octosílabo del romance con su rima asonante en los versos pares. El mundo gitano vuelve a ser protagonista. El poeta de Fuentevaqueros relata las consecuencias de la espera de Soledad Montoya tras una noche de espera trágica. La consecuencia es precisamente la Pena, o lo que es lo mismo el dolor de los gitanos. Lo confesaba el propio poeta: <<En el Romancero Gitano hay un solo personaje, que es la Pena, que se filtra por el tuétano de los huesos>>. Y Soledad, a la vez es un trasunto de la misma Pena: <<La mujer en el cante jondo se llama Pena (...). En las coplas la Pena se hace carne, toma forma humana y se acusa con una línea definida. Es una muchacha morena que quiere y no quiere porque puede querer>>. Inspirándose en la composición de los romances tradicionales, este se compone de diálogos entre Soledad Montoya y alguien a quien no se nombra, que a su vez toma la voz de narrador. Que lo disfruten.
Las piquetas de los gallos cavan buscando la aurora, cuando por el monte oscuro baja Soledad Montoya. Cobre amarillo, su carne, huele a caballo y a sombra. Yunques ahumados sus pechos, gimen canciones redondas. Soledad, ¿por quién preguntas sin compaña y a estas horas? Pregunte por quien pregunte, dime: ¿a ti qué se te importa? Vengo a buscar lo que busco, mi alegría y mi persona. Soledad de mis pesares, caballo que se desboca, al fin encuentra la mar y se lo tragan las olas. No me recuerdes el mar, que la pena negra, brota en las tierras de aceituna bajo el rumor de las hojas. ¡Soledad, qué pena tienes! ¡Qué pena tan lastimosa! Lloras zumo de limón agrio de espera y de boca. ¡Qué pena tan grande! Corro mi casa como una loca, mis dos trenzas por el suelo, de la cocina a la alcoba. ¡Qué pena! Me estoy poniendo de azabache carne y ropa. ¡Ay, mis camisas de hilo! ¡Ay, mis muslos de amapola! Soledad: lava tu cuerpo con agua de las alondras, y deja tu corazón en paz, Soledad Montoya.
*
Por abajo canta el río: volante de cielo y hojas. Con flores de calabaza, la nueva luz se corona. ¡Oh pena de los gitanos! Pena limpia y siempre sola. ¡Oh pena de cauce oculto y madrugada remota!
Hace unos días terminé de leer en clase En busca del unicornio de Juan Eslava Galán. Ya en una entrada anterior Francisco Luque hizo un comentario sobre esta novela. Ahora son otros compañeros quienes han realizado sus grabaciones para animar a la lectura de esta obra, ambientada en la Edad Media y que ha acompañado las explicaciones que sobre esta época se han ido haciendo entre el primer y el segundo trimestres.
Hoy, cuando se conmemora el centenario de Gabriel Celaya, me gustaría dejar aquí las palabras del poeta guipuzcoano en las que traza la esencia de nuestra profesión de enseñantes, con todos los deseos y aspiraciones que ponemos en el desempeño de la tarea de transmitir un poco de nuestra propia alma en cada una de las palabras que cada día vamos esparciendo por esas aulas y por esas cabezas de esos niños, de esas barcas, como dice el poeta; palabras que a veces quedan en lo más hondo de aquellos que algún día estuvieron receptivos y permeables...y siguieron tu ejemplo de maestro educador.
Va por todos los que sentimos esta profesión...Porque, al menos, NOS QUEDA LA PALABRA, como decía Blas de Otero.
Educar es lo mismo
que poner un motor a una barca
hay que medir, pesar, equilibrar...
... y poner todo en marcha.
Pero para eso,
uno tiene que llevar en el alma
un poco de marino, un poco de pirata...
un poco de poeta...
y un kilo y medio de paciencia concentrada.
Pero es consolador soñar mientras uno trabaja,
que esa barca, ese niño,
irá muy lejos por el agua.
Soñar que ese navío
llevará nuestra carga de palabras
hacia pueblos distantes, hacia islas lejanas.
Soñar que cuando un día
esté durmiendo nuestra propia barca,
en barcos nuevos seguirá nuestra bandera enarbolada.
El poema que traigo hoy es uno de los más conocidos del poeta de Fuentevaqueros, el que recrea un diálogo simbólico entre la luna y un niño que muere en una fragua, el ámbito propio de los gitanos hasta hace relativamente poco tiempo. La repetición de luna en el título, así como de vela al final del poema nos señala las reiteraciones de las canciones infantiles y nos introduce en un aparente mundo de ingenuidad, que rápidamente queda desmentido. Lorca se vale del molde estrófico del romance para crear un lenguaje lleno de símbolos, con lo que la tradición y la vanguardia se dan la mano en estos versos. La luna, trasunto de la muerte en la poesía de Lorca, emprende una danza (algo muy natural en el mundo gitano) para atraer al niño. Éste luego le advierte que los miembros de su familia se están acercando y que no la van a tratar bien. Este diálogo entre la luna-muerte y el niño es lo que realmente da el dramatismo a esta escena. Federico, como es norma en los romances, utiliza el juego de los tiempos verbales de pasado, cuando narra, y de presente cuando muestra el lado lírico. En realidad, la anécdota queda confundida en un mundo de sensaciones que nos llevan al origen, el natural miedo a la muerte. Lo que queda al final es la impresión del destino trágico, del fatum, de lo fatal.
La luna vino a la fragua con su polisón de nardos. El niño la mira mira. El niño la está mirando.
En el aire conmovido mueve la luna sus brazos y enseña, lúbrica y pura, sus senos de duro estaño.
Huye luna, luna, luna. Si vinieran los gitanos, harían con tu corazón collares y anillos blancos.
Niño déjame que baile. Cuando vengan los gitanos, te encontrarán sobre el yunque con los ojillos cerrados.
Huye luna, luna, luna, que ya siento sus caballos. Niño déjame, no pises, mi blancor almidonado.
El jinete se acercaba tocando el tambor del llano. Dentro de la fragua el niño, tiene los ojos cerrados.
Por el olivar venían, bronce y sueño, los gitanos. Las cabezas levantadas y los ojos entornados.
¡Cómo canta la zumaya, ay como canta en el árbol! Por el cielo va la luna con el niño de la mano.
Dentro de la fragua lloran, dando gritos, los gitanos. El aire la vela, vela. el aire la está velando.
El pasado 17 de febrero acompañamos a los estudiantes de 4º ESO a visitar la casa museo de Juan Ramón en Moguer, en la que pasó sus primeros años. Siete años ha pasado cerrada por trabajos de restauración. La casa de la calle Nueva, enfrente de la casa de don José el dulcero de Sevilla, data del siglo XVIII, y fue restaurada por la familia Jiménez en 1.885. Su creación como Casa-Museo se remonta al año de la concesión del Premio Nobel al poeta moguereño, y se llevó a efecto por acuerdo unánime del Ayuntamiento de Moguer y la Diputación Provincial de Huelva , previo consentimiento del matrimonio Jiménez, que colaboró en su constitución, donando gustosamente toda su biblioteca, así como los muebles y demás enseres del piso de la calle Padilla nº 38, de Madrid, depositados en el Museo Romántico al salir el matrimonio Jiménez para el exilio forzoso. Abrió sus puertas al público días después de la muerte del poeta. Actualmente su conservación depende de la Fundación Juan Ramón Jiménez.
Un refrigerio en la Plaza de las Monjas, a las puertas del convento de Santa Clara, y presidida por un monumento a Colón, nos sirvió como primera parada. La casa natal, situada en el barrio de la Ribera, fue el destino de los pasos de nuestros estudiantes para ver los arcos neomudéjares que presiden el balcón, desde el cual escucharían los oídos del niño Juan Ramón los pregones de Arreburra el aguador, que vivía en la caseta de enfrente.
Siguiente etapa, el castillo, ahora sede de la oficina de Información Turística.
El monumento a Juan Ramón en la Plaza del Cabildo sirvió de escenario para la lectura de algunos poemas; de ahí, a la Plaza de la Iglesia, desde donde se puede contemplar la torre que cuando se veía de cerca parecía una Giralda vista de lejos. La pastelería de la Victoria ayudó a los jóvenes a recuperar su nivel de glucosa.
El paseo terminó en el cementerio de Moguer para visitar la tumba que contiene los restos del escritor y de Zenobia Camprubí.
Se acaba de publicar Arte menor, uno de los proyectos Juan Ramón que no vieron la luz en forma de libro. Ahora lo hace con 42 textos inéditos de la mano de José Antonio Expósito Hernández en Ediciones Linteo.
El siglo XVII se viene a llamar Barroco. Se trata de una etapa histórica de profunda crisis en todos los órdenes, salvo en el artístico. La línea recta, el orden, la tendencia al equilibrio, se descomponen y se alteran. El gusto por la vida, el optimismo pasan a ser sustituidos por la idea de la frustración, la inutilidad de los afanes humanos y la muerte, lo que en parte ha sido considerado como una vuelta a la Edad Media. Apuntes de la Literatura del Barroco:
Puedes acceder a una entrada anterior de este blog dedicada al Barroco.
Puedes escuchar estos monólogos áureos realizados por los alumnos de Virginia: Garcilaso, Fray Luis, Cervantes, Lope, Quevedo y Góngora. Son ellos los que hablan de su vida y de su obra.
El Renacimiento impone una división entre lo natural y lo sobrenatural, frente a la Edad Media en que se mezclaban de una forma que Dios, la Virgen y los Santos intervenían en todo tipo de asuntos mundanos con apariciones y milagros. En esta nueva época, hay escritores mundanos, como Garcilaso de la Vega, y autores que únicamente expresan sentimientos religiosos, tanto en verso como en prosa. En el Renacimiento se desarrollan y manifiestan ampliamente estos sentimientos, fuertemente impulsados por la Contrarreforma, lucha contra la Reforma protestante, en la que se empeñaron la Iglesia y la Corona españolas.
La literatura religiosa puede manifestarse en tratados en prosa sobre materias espirituales (como Los nombres de Cristo, de Fray Luis de León), o bien en poemas cargados de espiritualidad (San Juan de la Cruz). De ambas maneras se expresaron las formas de vida religiosa, denominadas ascética y mística.
La ascética trata de perfeccionar a las personas incitándolas al cumplimiento estricto de las obligaciones cristianas e instruyéndolas en ello. Escritores importantes son fray Luis de Granada (1504-1588), San Juan de Ávila (1500-1569) y fray Juan de los Ángeles (1536-1609).
La mística trata de expresar los prodigios que algunos privilegiados experimentan en su propia alma al entrar en comunicación con Dios. Los místicos escriben preferentemente en verso (San Juan de la Cruz, aunque tampoco reniegan de la prosa (Santa Teresa de Jesús).
En este poema, enmarcado en su Romancero Gitano, Lorca vuelve a los amores frustrados de una muchacha, que espera a su amante asomada a una baranda, en un ambiente de ensoñación. En un cambio de escenario casi cinematográfico, como en un juego de cámara, oímos el diálogo dramático, de aire romancístico, de un joven herido con otro hombre de mayor edad. Aquél quiere encontrar a la muchacha, quiere saber dónde está, para encontrarse con ella. Además no quiere morir en el campo, sino en una cama. Pero el encuentro no parece posible.
El poema está cargado de los símbolos característicos de la poesía de Lorca, el color verde, el caballo y la luna... y, por descontado, los gitanos.
Verde que te quiero verde. Verde viento. Verdes ramas. El barco sobre la mar y el caballo en la montañ...a. Con la sombra en la cintura ella sueña en su baranda, verde carne, pelo verde, con ojos de fría plata. Verde que te quiero verde. Bajo la luna gitana, las cosas le están mirando y ella no puede mirarlas.
*
Verde que te quiero verde. Grandes estrellas de escarcha, vienen con el pez de sombra que abre el camino del alba. La higuera frota su viento con la lija de sus ramas, y el monte, gato garduño, eriza sus pitas agrias. ¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde...? Ella sigue en su baranda, verde carne, pelo verde, soñando en la mar amarga.
*
Compadre, quiero cambiar mi caballo por su casa, mi montura por su espejo, mi cuchillo por su manta. Compadre, vengo sangrando, desde los montes de Cabra. Si yo pudiera, mocito, ese trato se cerraba. Pero yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa. Compadre, quiero morir decentemente en mi cama. De acero, si puede ser, con las sábanas de holanda. ¿No ves la herida que tengo desde el pecho a la garganta? Trescientas rosas morenas lleva tu pechera blanca. Tu sangre rezuma y huele alrededor de tu faja. Pero yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa. Dejadme subir al menos hasta las altas barandas, dejadme subir, dejadme, hasta las verdes barandas. Barandales de la luna por donde retumba el agua.
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Ya suben los dos compadres hacia las altas barandas. Dejando un rastro de sangre. Dejando un rastro de lágrimas. Temblaban en los tejados farolillos de hojalata. Mil panderos de cristal, herían la madrugada.
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Verde que te quiero verde, verde viento, verdes ramas. Los dos compadres subieron. El largo viento, dejaba en la boca un raro gusto de hiel, de menta y de albahaca. ¡Compadre! ¿Dónde está, dime? ¿Dónde está mi niña amarga? ¡Cuántas veces te esperó! ¡Cuántas veces te esperara, cara fresca, negro pelo, en esta verde baranda!
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Sobre el rostro del aljibe se mecía la gitana. Verde carne, pelo verde, con ojos de fría plata. Un carámbano de luna la sostiene sobre el agua. La noche su puso íntima como una pequeña plaza. Guardias civiles borrachos, en la puerta golpeaban. Verde que te quiero verde. Verde viento. Verdes ramas. El barco sobre la mar. Y el caballo en la montaña.
Un poema que emociona por lo simple, aunque lleva a la idea de lo trascendente. Sin embargo, el autor reniega de esa trascendencia.
Nunca he tenido dioses y tampoco sentí la despiadada voluntad de los héroes. Durante mucho tiempo estuvo libre la silla de mi juez y no esperé juicio en el que rendir cuentas de mis días.
Decidido a vivir, busqué la sombra capaz de recogerme en los veranos y la hoguera dispuesta a llevarse el invierno por delante. Pasé noches de guardia y de silencio, no tuve prisa, dejé cruzar la rueda de los años. Estaba convencido de que existir no tiene trascendencia, porque la luz es siempre fugitiva sobre la oscuridad, un resplandor en medio del vacío.
Y de pronto en el bosque se encendieron los árboles de las miradas insistentes, el mar tuvo labios de arena igual que las palabras dichas en un rincón, y el viento abrió sus manos y los hoteles sus habitaciones.
Parecía la tierra más desnuda, porque la noche fue, como el vacío, un resplandor en medio de la luz.
Entonces comprendí que la inmortalidad puede cobrarse por adelantado. Una inmortalidad que no reside en plazas con estatua, en nubes religiosas o en la plastificada vanidad literaria, llena de halagos homicidas y murmullos de cóctel.
Es otra mi razón. Que no me lea quien no haya visto nunca conmoverse la tierra en medio de un abrazo.
La copa de cristal que pusiste al revés sobre la mesa, guarda un tiempo de oro detenido. Me basta con la vida para justificarme. Y cuando me convoquen a declarar mis actos, aunque sólo me escuche una silla vacía, será firme mi voz. No por lo que la muerte me prometa, sino por todo aquello que no podrá quitarme.