miércoles, 28 de octubre de 2015

Poemas adolescentes de Gabriel García Márquez



Si alguien llama a tu puerta, amiga mía,
Y algo en tu sangre late y no reposa
Y en su tallo de agua temblorosa
El surtidor florece su alegría.
Si alguien llama a tu puerta y todavía
Te queda tiempo para ser hermosa,
Si aún existe la arteria de la rosa
Para tomarle el pulso a la poesía.
Si alguien llama a tu puerta una mañana,
Sonora de palomas y campanas
Y aún crees en el dolor de la alegría;
Si aún la vida es verdad y el beso existe,
Si alguien llama a tu puerta y estás triste
Abre que es el amor, amiga mía.



Murió de mal de aroma
Rosa idéntica, exacta.
Subsistió a su belleza,
Sucumbió a su fragancia.
No tuvo nombre: acaso
La llamarían Rosaura,
O Rosa-fina, o Rosa
Del amor o Rosalía,
O simplemente: Rosa,
Como la nombra el agua.
Más le hubiera valido
Ser siempreviva, Dalia,
Pensamiento con luna
Como un ramo de acacia.
Pero ella será eterna:
Fue rosa y eso basta.
Dios le guarde en su reino
A la diestra del alba.



Yo he visto el mar. Pero no era
El mar retórico con mástiles
Y marineros amarrados
A una leyenda de cantares.
 
Ni el verde mar cosmopolita
—mar de Babel— de las ciudades,
que nunca tuvo unas ventanas
para el lucero de la tarde.
 
Ni el mar de Ulises que tenía
Siete sirenas musicales
Cual siete islas rodeadas
De música por todas partes.
 
Ni el mar inútil que regresa
Con una carga de paisajes
Para que siempre sea octubre
En el sueño de los alcatraces.
 
Ni el mar bohemio con un puerto
Y un marinero delirante
Que perdiera su corazón
En una partida de naipes.
 
Ni el mar que rompe contra el muelle
Una canción irremediable
Que llega al pecho de los días
Sin emoción, como un tatuaje.
 
Ni el mar puntual que siempre tiene
Un puerto para cada viaje
Donde el amor se vuelve vida
Como en el vientre de una madre.
 
Que era mi mar el  mar eterno,
Mar de la infancia, inolvidable,
Suspendido de nuestro sueño
Como una paloma en el aire.
 
Era el mar de la geografía
De los pequeños estudiantes,
Que aprendimos a navegar
En los mapas elementales.
 
Era el mar de los caracoles,
Mar prisionero, mar distante,
Que llevábamos en el bolsillo
Como un juguete a todas partes.
 
El mar azul que nos miraba,
Cuando era nuestra edad tan frágil
Que se doblaba bajo el peso
De los castillos en el aire.
 
Y era el mar del primer amor
En unos ojos otoñales.
Un día quise ver el mar
—mar de la infancia— y ya era tarde.

viernes, 23 de octubre de 2015

Taller sobre el acoso escolar


El pasado martes tuvimos el placer de contar en clase con dos jóvenes, Rosa y Laura, que aprovechan su tiempo, en tanto encuentran trabajo, dedicándolo graciosamente a los demás. En este caso, mi propuesta de la semana anterior en la clase de Valores Éticos sobre si conocían a alguien a quien no le importase venir al centro a trabajar con nosotros el tema del acoso, tuvo inmediata acogida, puesto que una de mis alumnas se ofreció a hablar con una prima suya que se dedicaba a estos menesteres. Dicho y hecho. Rosa y Laura se pusieron en contacto conmigo por correo electrónico y concertamos la visita para el martes 20.


La finalidad de nuestras invitadas era sin duda que los estudiantes tomaran conciencia de qué era con certeza el acoso, cómo detectarlo pronto y cómo enfretarse a él. Para ello dinamizaron la clase por grupos para responder a unas cuestiones prediseñadas. La actividad tuvo una acogida entusista por parte de los alumnos. El grupo ganador obtuvo una recompensa y la satisfacción de que sobre este asunto tienen más conocimientos del que creen de antemano, puesto que o lo han vivido en carne propia o conocen personas cercanas que lo han sufrido o lo sufren.
Su página web está a disposición de quien tenga interés por el tema.
La semana que viene, en este intento de acercar la calle al aula, esperamos la presencia de la abuela de otra de nuestras alumnas para tratar el asunto de la violencia doméstica. Seguro que tampoco nos defraudará.




La lectura que están haciendo ahora durante el primer trimestre de Marioneta de Beatriz Berrocal se está convirtiendo en un aliado importante. 
Es interesante escuchar este relato de Miguel Sánchez Robles, que trata el tema con gran tacto y especial sutileza.

domingo, 11 de octubre de 2015

Las manías de los grandes escritores

Mason Currey recopila en «Rituales cotidianos» las rarezas de más de 160 artistas, entre los que destacan autores como Scott Fitzgerald, Truman Capote, Philip Roth o Alice Munro

1). Scott Fitzgerald (1896-1940)

Imagen 

F. Scott Fitzgerald siempre tuvo problemas para llevar un horario normal. Durante su estancia en París en 1925 se levantaba sobre las once y solía ponerse a escribir sobre las cinco de la tarde. Seguía hasta bien entrada la madrugada, aunque muchas noches las pasaba recorriendo los cafés junto a Zelda. Su verdadera escritura tenía lugar en «breves raptos de actividad concentrada», hasta el punto de llegar a escribir 8.000 palabras del tirón. El problema es que el autor de «El Gran Gatsby» fue poco a poco convenciéndose de que el alcohol era esencial para su proceso creativo (su favorita era la ginebra sola, ya que era difícil de detectar en el aliento y su efecto era rápido).

2) Arthur Miller (1915-2005)

Imagen 

«Ojalá tuviese yo una rutina para escribir», dijo Henry Miller en una entrevista en 1999. «Me levanto por la mañana, voy a mi estudio y escribo. ¡Y luego lo rompo todo! Esa es la rutina, en realidad. Entonces, ocasionalmente, algo queda. Y eso es lo que continúo. La única imagen que me viene a la mente es la de un hombre que camina con una vara de hierro en la mano durante una tormenta de rayos».

3) Haruki Murakami (Kioto, 1949)

Imagen 

Haruki Murakami se despierta a las cuatro de la mañana y trabaja de cinco a seis horas seguidas cuando está escribiendo un libro. Entrada la tarde, el escritor japonés nada, corre, lee, escucha música y se acuesta a las nueve. Murakami ha reconocido que mantener este ritual durante el tiempo necesario para terminar una novela requiere de algo más que disciplina mental. El único problema, como el propio autor reconoció en un ensayo en 2008, es que casi debe renunciar a la vida social: «La gente se ofende cuando uno rechaza repetidamente sus invitaciones».

4) Henry James (1843-1916)

Imagen 

Henry James siempre mantuvo hábitos de trabajo regulares. Escribía todos los días. Comenzaba por la mañana, temprano, y lo dejaba cerca de la hora de comer. En sus últimos años, un dolor de muñeca hizo que abandonara su pluma y tuviera que dictar sus textos a un secretario que llegaba cada día a las nueve y media de la mañana. Por las tardes, leía, tomaba el té, salía a pasear, cenaba y pasaba la noche tomando apuntes para el trabajo del día siguiente. Tan pronto terminaba un libro comenzaba otro nuevo.

5) James Joyce (1882-1941)

Imagen 

James Joyce solía levantarse entrada la mañana y escribía por la tarde, ya que según él era cuando «la mente está en su mejor momento». Las noches las pasaba en cafés o restaurantes y con frecuencia amanecía cantando viejas canciones irlandesas en el bar (se enorgullecía de su voz de tenor). En 1914, cuando ya había empezado el «Ulises», trabajaba en el libro todos los días, aunque seguía escribiendo por las tardes y dedicando las noches a confraternizar con sus amigos. En octubre de 1921 terminó por fin la novela, después de siete años de trabajo: «Calculo que debo haber pasado casi 20.000 horas escribiendo “Ulises”».

6) Martin Amis (Swansea, 1949)

Imagen 

Martin Amis escribe de lunes a viernes en una oficina que está a poco más de un kilómetro de su domicilio londinense. Cumple con un horario de oficina, pero solo dedica una parte de ese tiempo a escribir. «Todo el mundo supone que soy una persona sistemática y uncida al yugo. Creo que la mayoría de los escritores se sentirían muy felices con dos horas de trabajo concentrado».

7) Truman Capote (1924-1984)

Imagen 

Truman Capote escribía cuatro horas al día. Revisaba su obra por las noches o a la mañana siguiente y hacía dos versiones manuscritas a lápiz antes de mecanografiar una copia definitiva. Era muy supersticioso. Escribir en la cama era la menor de sus supersticiones. En el mismo cenicero no podía haber tres colillas al mismo tiempo y, si estaba en casa de alguien, metía los restos de cigarrillo en sus bolsillos para no llenar el cenicero. Los viernes no podía empezar ni terminar nada y sumaba números en su cabeza de forma compulsiva.

8) Philip Roth (Newark, 1933)

Imagen 

«Escribir no es un trabajo duro, es una pesadilla», dijo Philip Roth en 1987. En 1972 se trasladó a una casa del siglo XVIII en una parcela rural en Connecticut. Usa como estudio una antigua cabaña de huéspedes, donde va a trabajar después de desayunar y hacer algo de ejercicio. «Escribo desde alrededor de las diez hasta las seis todos los días, con una salida de una hora para el almuerzo y el periódico. Por las noches suelo leer. Eso es básicamente todo».

9) Alice Munro (Wingham, 1931)

Imagen 

En la década de los 50, Alice Munro era madre y ama de casa, por lo que solo podía escribir cuando sus tareas domésticas se lo permitían. Solía encerrarse por la tarde en su habitación para escribir, aprovechando que su hija pequeña dormía la siesta y la mayor estaba en el colegio. A principios de 1960, la premio Nobel de Literatura alquiló una oficina encima de una farmacia para escribir, pero la dejó después de cuatro meses por culpa del casero (era muy pesado y la interrumpía permanentemente).

10) Jonathan Franzen (Chicago, 1959)

Imagen 

En 2001, mientras trabajaba en «Las correcciones»Jonathan Franzen se encerraba en su estudio de Harlem con las luces apagadas y las persianas bajadas, sentado frente al ordenador, con orejeras y tapones en los oídos y los ojos vendados. Tardó cuatro años en terminar la novela y descartó miles de páginas. «Me pasaba el día puliéndolo, hasta que ya a las cuatro de la tarde no tenía más remedio que admitir que era malo. Entre las cinco y las seis, me emborrachaba con vasitos de vodka. Luego cenaba, a altas horas de la noche, consumido por una enfermiza sensación de fracaso. Me odiaba a mí mismo todo el tiempo».

Tomado de: http://www.abc.es/cultura/libros 

domingo, 4 de octubre de 2015

Luz caleidoscópica


Luz y sombras 


Dicen que el mundo es negro,

una eterna sombra caída.

Pero por muy oscuro que sea el día

el sol siempre vuelve… siempre brilla.  

Solo has de saber ver las sombras

como una ruptura con la monotonía.

Porque si solo hubiese luces

en realidad nada brillaría. 

Si solo hubiese alegrías:

¿Quién las apreciaría?

Si solo hubiese tristeza:

¿Qué sentido tendría la vida? 

Es la melancolía quien compone

los más bellos poemas.

Y es la alegría la que torna

almas vacías en vidas llenas. 
Melina Vázquez

jueves, 1 de octubre de 2015

Jorge Luis Borges: El disco




Soy leñador. El nombre no importa. La choza en que nací y en la que pronto habré de morir queda al borde del bosque. Del bosque dicen que se alarga hasta el mar que rodea toda la tierra y por el que andan casas de madera iguales a la mía. No sé; nunca lo he visto. Tampoco he visto el otro lado del bosque. Mi hermano mayor, cuando éramos chicos, me hizo jurar que entre los dos talaríamos todo el bosque hasta que no quedara un solo árbol. Mi hermano ha muerto y ahora es otra cosa la que busco y seguiré buscando. Hacia el poniente corre un riacho en el que sé pescar con la mano. En el bosque hay lobos, pero los lobos no me arredran y mi hacha nunca me fue infiel. No he llevado la cuenta de mis años. Sé que son muchos. Mis ojos ya no ven. En la aldea, a la que ya no voy porque me perdería, tengo fama de avaro pero ¿qué puede haber juntado un leñador del bosque? 
Cierro la puerta de mi casa con una piedra para que la nieve no entre. Una tarde oí pasos trabajosos y luego un golpe. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto y viejo, envuelto en una manta raída. Le cruzaba la cara una cicatriz. Los años parecían haberle dado más autoridad que flaqueza, pero noté que le costaba andar sin el apoyo del bastón. Cambiamos unas palabras que no recuerdo. Al fin dijo: 
- No tengo hogar y duermo donde puedo. He recorrido toda Sajonia. Esas palabras convenían a su vejez. Mi padre siempre hablaba de Sajonia; ahora la gente dice Inglaterra. Yo tenía pan y pescado. No hablamos durante la comida. Empezó a llover. Con unos cueros le armé una yacija en el suelo de tierra, donde murió mi hermano. Al llegar la noche dormimos. 
Clareaba el día cuando salimos de la casa. La lluvia había cesado y la tierra estaba cubierta de nieve nueva. Se le cayó el bastón y me ordenó que lo levantara. 
- ¿Por qué he de obedecerte? - le dije. 
- Porque soy un rey - contestó. 
Lo creí loco. Recogí el bastón y se lo di. 
Habló con una voz distinta. 
- Soy rey de los Secgens. Muchas veces los llevé a la victoria en la dura batalla, pero en la hora del destino perdí mi reino. Mi nombre es Isern y soy de la estirpe de Odín. 
- Yo no venero a Odín - le contesté -. Yo venero a Cristo. Como si no me oyera continuó: 
- Ando por los caminos del destierro pero aún soy el rey porque tengo el disco. ¿Quieres verlo? 
Abrió la palma de la mano que era huesuda. No había nada en la mano. Estaba vacía. Fue sólo entonces que advertí que siempre la había tenido cerrada. Dijo, mirándome con fijeza: - Puedes tocarlo. 
Ya con algún recelo puse la punta de los dedos sobre la palma. Sentí una cosa fría y vi un brillo. La mano se cerró bruscamente. No dije nada. El otro continuó con paciencia como si hablara con un niño: 
 - Es el disco de Odín. Tiene un solo lado. En la tierra no hay otra cosa que tenga un solo lado. Mientras esté en mi mano seré el rey. 
 - ¿Es de oro? - le dije. 
- No sé. Es el disco de Odín y tiene un solo lado. 
Entonces yo sentí la codicia de poseer el disco. Si fuera mío, lo podría vender por una barra de oro y sería un rey. 
Le dije al vagabundo que aún odio: 
- En la choza tengo escondido un cofre de monedas. Son de oro y brillan como el hacha. Si me das el disco de Odín, yo te doy el cofre. 
Dijo tercamente: 
 - No quiero. 
 - Entonces - dije - puedes proseguir tu camino. 
Me dio la espalda. Un hachazo en la nuca bastó y sobró para que vacilara y cayera, pero al caer abrió la mano y en el aire vi el brillo. Marqué bien el lugar con el hacha y arrastré el muerto hasta el arroyo que estaba muy crecido. Ahí lo tiré. 
Al volver a mi casa busqué el disco. No lo encontré. Hace años que sigo buscando.