domingo, 13 de septiembre de 2020

Miguel Sánchez Robles: La muchacha a la que le dolía la belleza


Hay dos  clases  de  muerte:   la muerte  de  los  que  se van  y  la muerte   de  los  que  se quedan.  Elena  María  Débora  nos  enseñó  eso muy  pronto,  demasiado   pronto,  y nos hizo viejos y culpables  a todos.

Elena   María   Débora   repetía   por  tercera   vez   bachillerato    logse.   Era  una muchacha  sincera,  desvalida  e imperdonablemente   guapa  a la que  se le amontonaban las  palabras   al  preguntar   en  clase.  La  bautizaron   así,  con  ese  nombre   múltiple   y rimbombante,  porque  sus padres  eran estetas y aburridamente  perfectos,  pero nosotros primero  la llamamos  Ojitos,  después  Culo Bonito  y finalmente  Absurdita.   Sus padres hacían yoga, tenían  impermeables   ocres y trabajos  importantes,   creían  en la redención por  el Arte,  viajaban   mucho  a Italia  y Nueva  York  y  criticaban   "Salsa  Rosa"  para darle  un  poco   más  de  sentido   a  sus  vidas.   Sin  embargo,   ella  era  triste,   turbia, complicada,  rara,  diferente,  un poco  mística  o demasiado  mística,  como  le decía  a su esposa,  para  que lo cacareara   después  en la carnicería  del barrio,  el psicólogo  al que la llevaban  los martes  por  la tarde.  Para  nosotros  era  la muchacha   de los  calcetines lilas  y de  los ojos  alucinados,   unos  preciosos  ojos verdes  que  eran  todos  los  ojos y miraban  el mundo  con mucha  compasión  o con mucho  dolor de la belleza.

Día siete mil doscientos  de mi vida:. La belleza  es verdad  sólo si duele

"Buenos  días,  tristeza,  regalo  envenenado   de  mi  vida.  Me  aburro  en  estas aulas que huelen siempre  a flor  que ya está muerta y anoto estas palabras   en mi Bloc de Escribir  Cosas  que  me  Dicen  que  Existo,  mientras  la profesora   de Lengua  nos mete  análisis   sintáctico   por   un  tubo  y  lo  dice  así  mismo:  por   un  tubo.  Querida tristeza:   Una  vez  deseé   sentarme   delante   de  Dios  para   preguntarle:     "¿Por  qué existimos   los  tristes?   ¿Qué  buscaste   o perseguiste    al  hacer   a  los  tristes  y  a  los trastornados  de verdad y al miserable  con diarrea  que se apuñala  un muslo?  Yo creo que Dios  tenía  objetivos  cuando  creó  a esa clase  de seres  o que  la Naturaleza   tenía objetivos  cuando  creó a esa clase de seres  o que La  Vida tenía objetivos  cuando  creo a  esa clase  de seres.  y creo que  uno de esos objetivos  es el de crear  belleza  entre lo igual, entre  lo efímero  y lo inútil. Belleza  de esa clase  de belleza  que puede  llegar a tener la lepra que se injerta  en la corola  de una amapola  o una rosa. A veces los raros no son ni eso:  raros.  Ni  los  trastornados,   trastornados.   Pero  la Humanidad   tiene  esa cosa grave  de  los  tristes,  ese  dolor  de  la belleza.  Si  los extraterrestres   existieran,  no tendrían  tristes.  Yo creo  que  el  Universo  no admite  la tristeza.  Ni  las  estrellas  ni las auroras  boreales  ni las galaxias  ni el polvo  cósmico  admiten  o tienen  la tristeza.  Yo creo que los tristes  somos  sólo de aquí, de este aquí que es un único aquí, el triste aquí, el bello aquí,  el pasajero   aquí. La tristeza  no saldrá  nunca  del planeta  la Tierra. No la podremos   exportar   ni  en  cohetes  de  la Nasa.  Por  eso  voy  a  misa  de  siete  algunas tardes, sola, tratando  de que Dios me explique  algo".

Elena María  Débora  era pálida  y vestía muy bien. Llevaba  siempre  pantalones  de franela,  calcetines  lila, chaquetas  de cheviot y jerséis  verdes y negros  muy ceñidos  sobre los cuales  se le notaban  exquisitamente   las clavículas.  Tenía un hermoso  cabello  oscuro que se recogía  en la nuca todas  las mañanas  durante  veinte  minutos  y se sentía  así: con la alegría  sin suerte  de un mendigo  borracho,  como una perra  estúpida  a la que se puede abandonar  en cualquier  sitio y con la alegría  sin suerte  de un mendigo  borracho,  ambas cosas revueltas  y a la vez. Eso dijo Megan,  su única y mejor  amiga,  a la que después  de su muerte  todos  le preguntamos   por  ella  en  los pasillos.  Dijo:  "Suspender,   no  ir a la universidad,   no  comprender    los  polinomios,    no  forjarse   un  futuro,   todo  eso  no  le importaba  a Ojitos,  lo que  sí le importaba  era sentirse  demasiadas   veces  así: como  un animal  triste  que no tiene  cabida,  como  un perro  callejero  en estado  de máxima  pureza al que nadie  entiende,  un mamífero  sucio  y perezoso  al que no  le gusta  lo que le tiene que gustar".

Día siete mil doscientos  nueve de mi vida.  "Señor,  ten piedad.   Cristo ten piedad" "Me  gusta  cuando  son  las  siete  de  la  tarde  y  ya  casi  es  de  muy  de  noche  y estamos  dentro  de la iglesia  unos pocos,  y  hace frío  en la calle y algunas  mujeres  con abrigo muy largo se arrodillan  y se persignan   muy bien. Me encanta  entrar y meter los dedos  ahí,  en la pila  del agua, y  hacer  esa cosa  como  de arrodillarnos   en el aire con una sola pierna   un poquito   mirando  hacia  la  Virgen que pisa  una serpiente  arriba  del altar.  Y luego  llega  el sacerdote   negro  vestido  con  ese paño  verde  que  le cubre  los hombros  y,  antes  de nada,  lo primero   que  hace,  es besar  el altar,  entonces  nos  mira sonriendo,  como alegrándose  de que unas pocas  personas  estemos  allí y dice:  "Misa de primer  viernes  de Cuaresma ". y, mientras,  yo  me doy cuenta  de que todo en la iglesia es suave y  limpio.  Me Jijo  en todo. Lo miro  todo. Las flores   de plástico   delicadamente puestas   en  los jarrones    de  color  plata.   Esas  velas  gordísimas   que  están  ardiendo siempre  para   nadie.  Los  dos  ángeles  preciosos    que  sostienen   en  los  quicios   unas lámparas  atadas  a un cordón  granate.  Las paredes  del fondo  con sus brillos  dorados y los relámpagos  pintados   en ella. El suelo de mármol.  Las palabras  del sacerdote  negro que  suenan   con   eco  como   una  cosa  que  flipa   y   me  entusiasma.   El  rojo   de  los reclinatorios  que tiene el resplandor  de la sangre  que hierve  en las películas   hardcore. En  un redondel   de  madera  que  está  colgado  en  la pared   de  la  derecha  un  romano golpea  con  un mazo  clavos  en los empeines  del Crucificado,   también  casi como  en las películas  hardcore.  Y me fijo en el que lee la carta a los gálatas y tiene cara de persona que se durmió  a los veinte  años y revivió  a los cincuenta  y tantos, y también  tiene cara de pensar  en secreto,  como piensan  Arón y mis compañeros   de clase de este curso,  que el mundo  actual  es un lugar siniestro  que afortunadamente   está llegando  a un punto  de colapso  o algo así.  Veo todas  esas cosas y me alegro  mucho  de estar allí metida.  Y me viene un sentimiento   de tranquilidad  y me doy cuenta  de que los hippies y los punkis  y los  emo  y   los   heavy   y   todos   los   demás,   buscamos    la  felicidad    en  los   lugares equivocados   o de que no sabemos  buscar  la felicidad   o de que la felicidad   no hay que buscarla.   y me  digo  a mí  misma,  en  voz  baja,  a manera  de propósito   de  enmienda, como  si estuviese  rezando  o sabiendo  responder   a las palabras   que  se  leen  en misa: "Vaya  vivir mejor.  Vaya  saber  estar bien en el mundo ". Entonces  me alegro  mucho de haber  venido  a misa,  de  no  haberme  quedado   en  casa  sentada   en  el sofá  viendo  un documental   sobre  las focas  y  me doy  cuenta  de  lo bella  que  es la liturgia,  ¿Se  llama así: Liturgia?   Y el sacerdote  lee de un libro  con las pastas  muy rojas.  Dice  "Si lo das todo menos  la vida,  has de saber  que no diste nada ". Dice:  "Señor,  ten piedad,  Cristo, ten piedad".   Dice  las cosas, pronuncia   las palabras,   como queriendo  transmitirnos  que de verdad  la vida  es algo  más  que  las  cadenas  de ácido  desoxirribonucleico    que  nos explica  en la pizarra   mi profesor  de Ciencias  Naturales.  Entonces  una mujer  a mi lado a  lo  mejor  responde:    "Señor  yo  no  soy  digna  de  que  entres  en  mi  casa,  pero   una palabra  tuya bastará para  sanarme ''. Y me acuerdo  de que Dios  está en todas partes  y de  cuando   me  tenía  que  aprender   cosas  del  catecismo   y  de  rezar  el  "Ángel  de  la Guarda"   todas  las  noches  antes  de  acostarme   cuando  era  muy pequeña.   Y también recuerdo  haber  oído  en  una película:    "Dios  es todo.  Dios  es la tristeza,  tu profesor, esos perros,... "

En su habitación de niña rica con calcetines lilas y chaquetas de cheviot sonaba el despertador o le avisaba la sirvienta y Elena María Débora tenía que levantarse a las siete como un estúpido pollito amarillo para ir al instituto y, a las ocho de la mañana, iba por la calle, como íbamos todos, con sus nueve kilos de libros y cuadernos a la espalda, mirando los gorriones volar y preguntándose a lo mejor: ¿Por qué son tan libres los pájaros y yo tengo que ir al instituto? Entonces nos daban ganas de fugarnos las clases para entrar a Mercadona a robar porciones de queso azul danés y comérnoslas allí mismo o irnos al parque para tirarle piedras a las palomas o beber en ayunas litros de cerveza. Pero éramos obedientes animalicos fieles y nos íbamos al instituto, nos sentábamos en el pupitre de la cuarta fila o de la última fila y nos aburríamos mientras que el profesor de Matemáticas nos explicaba las matrices de Raven. Entonces, toda la clase, si mirábamos a Ojitos,  notábamos en ella esa tristeza presentida de animales que un día serán cazados, y sabíamos perfectamente que en vez de tomar apuntes, ella escribía cosas en su libreta azulo  dibujaba despacio payasos pensativos con los labios muy rojos, payasos aburridos como ella o nosotros.

Día siete mil doscientos  veinte de mi vida:  Objetivo  de perro  come perro

"Para  mí la vida es como  una verdad  que consiste  sólo en algo que nos quieren hacer  creer.  El  instituto   es  como  una  verdad  que  consiste   en  algo  que  nos  quieren hacer  creer.  Los  libros  son  como  una  verdad  que  consiste   en  algo  que  nos  quieren hacer  creer.  El psicólogo   de los martes  consiste  en algo  que  es como  una verdad  que nos quieren  hacer  creer. El Universo  mismo  es como  una verdad  que nos quieren  hacer creer y estar  viva  es cumplir  un objetivo  de perro  come perro.  El profesor  de Ciencias Naturales  nos pone  de actividad  explicar  los glaciares,  pero  a mí me gustaría  que me pidiesen    explicar   qué  es  un  objetivo   de perro   come  perro.   Entonces   respondería: "Hemos  venido   aquí  donde  somos   mortales  y  a  veces  si  no  eres  Cínica no puedes sobrevivir  en esta sociedad  hipócrita  en la que la gente  quiere  cosas  tan simples  como éxito y libertad para  tener mucho  dinero,  la gente  no quiere esa pena  desnuda  del dolor en  nosotros,   la  gente   miente,   mastica,   devora,   sobrevive,   escupe,   se  convierte   en súbdita   de  una  cosa  general,   la  gente  se  viste  de  baturro,   transita  por   las  calles, compra  la mismas  cosas, porque   estamos  metidos  en un mecanismo   de idioteces perro come perro.  Cuando  me aburro  mucho  en clase,  escribo  en mi libreta palabras   que no deberían  existir.  Escribo:  El mejor,  el peor,  nunca,  siempre .. O cuando  el profesor   de Sociales  explica  lo llana  que  es Holanda,   me acuerdo  de mi abuela  muerta  hace  tres meses  y  de  cómo  la vi por  última  vez  tras  un cristal  muy  limpio  en  el  Tanatorio  de MAFRE  con extraños  algodones   blancos  metidos  en las narices,  vestida  para  siempre con un traje de chaqueta  gris  oscuro  y con las manos  cruzadas  con dulzura  de momia sobre su pecho  de abuela  corpore  in sepulto.  También sé que a los profesores   les gusta mucho  ver a los alumnos  callados  y  atentos,  hipnotizados  para  la obediencia,   cuanto más  hipnotizados   para  la  obediencia   mejor,  y  algunas  veces  me  dan pena  y  atiendo como hipnotizada  a las palabras   del profesor   que explica  que Amsterdam   tiene más de mil puentes  mientras juego  a tratar  de imaginarlo  ciego,  tengo  obsesión  con los ciegos
y  con  los  ojos  de  los  ciegos,  y  sobre  todo  con  los  ciegos  que  mastican   chicle  en las esquinas   mientras    tratan   de   vender   todos   esos   cupones   que   tienen   que   vender forzosamente,    tal  vez porque   no  me  gustaría  por  nada  en  el mundo  quedarme   ciega desde  una vez que soñé  que me ocurría  eso. Desde  entonces  me fijo  mucho  en cómo los ciegos  caminan  siempre  muy  cerca  de la pared  y juego  a imaginarme   a los profesores ciegos mientras  hablan  de Holanda  o Inglaterra".

Un día, Elena  María  Débora  llegó  al instituto  con unas  hermosas   mallas  negras muy  ajustadas.  Descubrimos   entonces  algo  que  ocultaban  sus planchados   y cotidianos pantalones  de franela:  la silueta  perfecta  de sus piernas  y nalgas,  la volumetría   sublime con que se le ajustaban  a su carne  inalcanzable  y núbil. Ese día supimos  como nunca en qué  consistía  de verdad  la auténtica  belleza  y el dolor  de no poder  poseerla.   Y, como intentando    reparar    o   estropear    algo   para   siempre,   Jeaanfransuá,     el   hijo   de   un funcionario    de   la  embajada    belga   que   no   comprendía    bien   aún   nuestro   idioma, Jeanfransuá   un chico vago y sobrealimentado   que sabía decir muy bien  diecisiete  mil y décimo   sexto  en  nuestro   idioma,   pero  no  otras  palabras   más  complejas,   comenzó   a llamarla   Culo  Bonito.  Ese  mismo  día  el profesor   de Religión,   al  iniciar  la clase,  nos habló a todos  como  si supiera  algo nuevo  de Dios, como  si fuese  a decir  algo distinto  a lo  que  pone  en  la  Biblia  y  en  los  catecismos,   y  estuvimos   especialmente    atentos  y expectantes,   pero  cuando  llevaba  quince  minutos  hablando  todos  nos  dimos  cuenta  de que no había  nada  nuevo.  Entonces,  Culo Bonito,  levantó  la mano  para  pedir  la palabra y  dijo:  "Es precioso   en  las  películas   cuando  los  hijos  discuten   con  papá  sobre  cómo debe  ser el mundo,  sin embargo  yo no he discutido  con nadie  sobre  cómo  debe  ser el mundo.  ¿Cómo  cree  usted  que  debe  ser  el mundo?".   Por  supuesto,   el profesor  no  le respondió  y todos  la miramos  con compasión  y como  a una  perra  o un ángel  enfermos de tristeza  a los que se puede  abandonar  en cualquier  sitio.

Día siete mil doscientos  treinta y cinco  de mi vida: ¡¿Ah, sí?! "Querida  tristeza:  La  mayoría  de las personas   tienen  el récord  guiness  de la vaciedad  al hablar.  Mis padres  y  la gente  mayor  que  conozco  dicen:  ¿ ah, sí?, y dicen nada  más  que  ¿ ah,  sí?,  cuando  les  cuentas  algo  que  sea  complicado   o distinto.  Los padres  en general  no creen  en las cosas  complicadas  ni en que a una niña con acné le puedan   gustar   mucho   los  cuadros   de  Caravaggio  y  esté  enamorada   un poco   de  su profesor   de Ética  o de  Sociales.   Cuando  los profesores   hablan  en  línea  recta  me da asco.  Don  David   Cea,  ese profesor   calvo  que  elogia  los  dúplex  y  nos  da  las  cosas masticaícas,   es el que  más  en línea  recta  habla.  Casi  todos  los profesores   hablan  del mismo  modo y  dicen  lo  mismo,  una  cosa  que ya  es triste y  antigua,  a lo mejor  hace tiempo  no lo fue,  pero  ya  es triste y antigua.  Sobre  todo  hay  un puñado   de profesoras de  Literatura,   Religión  y  Biología   que  son  casi  como  la  misma  profesora,   y  aunque sean  materias  distintas  son  casi  las  mismas  cosas  lo  que  en  el fondo   vienen  a decir. Una vez leí que Bukowski  veía a Hemingway  como un individuo  que practicaba   ballet a escondidas,  yo  también   veo  un poco   así  a  todos  mis profesores   y  a  mis padres,   no puedo  evitarlo,  les veo  así y  creo  que muchos  muchachos  son  rebeldes  porque  les ven también  de esa manera.  Cuando  es domingo por  la mañana,  como  hoy, me asomo a la ventana  y  se  ven perros  y  ancianos  que  están  tomando  el sol y  muchachos  pequeños que juegan  con patine tes y con aros.  Uno de esos ancianos  siempre  se cuenta  los dedos de la mano.  Se  los pone  muy  cerca  de los  ojos y  se los  va  contando   uno por  uno sin prisa,  muy despacio.  A mí también  me gusta  contármelos   así. El  otro día, buscando  al Jefe de Estudios para  darle  un papel  que me ha dado mi médico  del alma  al que llevan los martes,  abrí  la puerta  de esa habitación  del  instituto  en la que  hay dos niños  con síndrome  de Down  sentados  alrededor  de  una estufa  con  un profesor   despeinado   que tiene cara de que le huela  muy mal el aliento, y me dio tristeza  como cuando  llueve  los sábados  o  le miro  las  arrugas  de  alrededor   de  la  boca  a mi  madre,  y  entonces   me acordé  de cuando  el profesor   de Historia  nos habló  del existencialismo   que tenían  los maestros  de  escuela   republicanos,   de  todo  eso  me  acordé   de  golpe.  Los profesores saben  cosas  que han leído, pero  no lo que realmente  pasa  en el mundo y ni siquiera  se imaginan para  qué nos ha inventado  Dios".

Elena María  Débora  pasaba  mucho  de nosotros.  Como repetía  curso y era mayor de edad, nos miraba  con un total desinterés  perfecto.  No parecía  importarle  saber que la llamábamos   Ojitos  o Culo Bonito.  No parecía  enterarse  de nada.  No parecía  importarle que existiésemos.   No parecía  importarle  que el Fran  escupiera  al bies y echara  chorros de  saliva   en  las  pizarras   durante   los  cambios   de  clase.   No   parecía   importarle   la profesora  de Lengua  que era una anciana  prematura  de pelo  caoba  que se había  perdido en la vida y se pasaba  las horas enteras  de clase dictando  apuntes  sobre Alvargonzález   o Don Juan Manuel  o escribiendo   con tiza en la pizarra  la definición  de Parnasianismo   y después  leyendo   un  poema  parnasianista   que  ningún   alumno   entendíamos.   Una  vez, después  de la lectura  de uno de esos poemas  cursis  e ininteligibles,   levantó  la mano  y dijo: "Señorita,  cuando  yo  era pequeña creía  que las poesías   venían  del cielo".  Y toda la clase  nos  reímos   muchísimo,   pero  no  le  importó   o no  pareció   importarle   y  debió volver a sentirse  muy sola y rara o decepcionada  de nosotros,  todos nosotros.

Día siete mil doscientos  cuarenta y ocho de mi vida: Dragones,  decepción

"A veces  me siento  sola y distinta y muy decepcionada   de todo lo que me rodea. Tan decepcionada   como mi hermano pequeño  cuando juega  siempre  solo en el jardín  y le pregunto:    "¿A  qué juegas?",   y siempre  está jugando   a cazar  dragones  a los que  le pone  trampas  que consisten  en papel  albal con tomate y jamón  de york  encima, y nunca ha cazado ninguno,  y entonces  le pregunto:   "¿Qué  vas a hacer  cuando  caces alguno?",
y él se encoge  de hombros,  no responde  nada y me mira con ojos de desengañado.  "

Un día de febrero  la profesora  de Plástica,  una mujer  rubia y moderna  a la que le duraba  mucho  el carmín  en los labios y se ponía  pañuelos  palestinos  abiertos  sobre  los hombros,    organizó    un   carnaval.    Elena    María    Débora    se   presentó    vestida    de espermatozoide   gigante  y no supo qué hacer  ni cómo  comportarse   para  la ocasión.  Ese día no supimos  qué pensar  ni qué decir de ella apoyada  con esa pinta  de espermatozoide malgastado  o algo  así en el último  rincón  del aula de Dibujo,  aburrida  y patética,  como fuera del mundo.  Ese día estuvo  más triste  y desubicada  que nunca.  Ese día comenzó  a no  encajar  muy  bien  en  todo  aquello  y  a partir  de  entonces   se  volvió  un  poco  más corrosiva  y rebelde.

Día siete mil doscientos  cincuenta y tres de mi vida: Made  in tristeza

"...No hay suficiente  de nada mientras  vivimos y yo suelo siempre pensar  mucho en  cosas   amigas   de   la  melancolía    que   la  Medicina    llama  pequeñas    obsesiones patológicas,  porque  tengo una soledad  asumida y movimientos  sísmicos  en mi alma que el psicólogo   llama  trastorno  bipolar, porque   a mí no me importa  lo que  me  tiene  que importar y no me gusta jugar,  ni ver la tele, ni aprenderme   lo llana  que es Holanda,  y tampoco  me gusta  el  "ragut"  de ternera  que Elisa,  la sirvienta  peruana,   ha cocinado hoy. En casa, hoy, comiendo,  mi madre  me ha gritado  un poco para  que me termine  mi plato.  Mi padre   está  en  Bruselas.   Elisa  me  ha pelado   una  naranja.   Mi  hermano   ha pedido  más zumo.  Ha habido  un atentado  y en la televisión  hemos  visto a una locutora bellísima   decir:   sentimiento    de  máxima   consternación,    y  yo   he  notado   que   esas palabras   son poco,   que  la  locutora  quería  decir  otra  cosa,  me  gustaría   que  hubiese otras palabras  que dijesen  algo más, pero  no las hay, y he sentido  que no hay suficiente de nada mientras  vivimos y que a veces se rompen  o se quiebran  mis ganas  cada día de vivir un día más ".

Algún  tiempo después, en  la  semana   cultural   de  nuestro   instituto,   todos  los alumnos  de bachillerato   asistimos  en el salón  de actos  múltiples   a una  conferencia.   El conferenciante   era ... "uno  de esos catedráticos  profesionales del habla  que han hecho de la Historia  una cosa  estancada  y muerta  para  ejercicios  de retórica  y palabrería,  uno de esos  intelectuales   rancios  que  todavía  fingen  importarles   cosas  como  la duda  de si La Regenta  llegó o no llegó a consumar  con don Fermín  de Pas o cómo  Senaquerib  mandó edificar Nínive u Odoacro asoló el  imperio Romano de Occidente, uno de esos catedráticos que viven de afirmar conclusiones que   pueden    deducirse    de   ciertas curvaturas  de  los cráneos.  Puso  diapositivas. Sentí piedad  por  él, por  cómo  trataba  de contar  esas cosas  que luego  no le importan  a nadie.  Sentí piedad  también  por toda esta costumbre  de la hipervelocidad de mierda  que estamos viviendo,  por  la pérdida  de una brújula  moral,  por esa ansiedad  de cosa para nadie que está invadiéndolo   todo y porque la cultura  y la educación  parezcan  estar hechas  por gestos  de un viejo oficio  que todavía debemos  soportar.  También   sentí  piedad  por  mí. Lo veía  hablar  y le notaba  como  un riesgo  genético  de muerte  súbita,  y me acordé  de unos versos  de Gonzalo  Rojas  que sé de  memoria,   que  muchas   veces,  sin  querer,  cuando  escucho   a  gente  muy  importante hablando  en el nombre  de toda  la Humanidad   sensible  y civilizada,   los  recito  en voz baja:  "Lo prostituyen   todo/  con su ánimo  gastado  en circunloquios.!   Lo  explican  todo. Monologan/    como   máquinas    llenas   de   aceite.!   Lo   manchan    todo   con   su   baba metafísica.!   Yo los quisiera  ver en los mares  del sur/  una noche  de viento  real,  con la cabeza  vaciada  en  el frío,!   oliendo  la soledad  del  mundo,!  sin  luna,!  sin  explicación posible,! fumando   en el terror del desamparo".   Me hubiese  gustado  haberle  preguntado: "Señor   catedrático, ¿qué   cree  usted   que  es  peor:   ser  cruel   o  ser  estándar?".   Pero pregunté  otra  cosa ..." ...al final  de la conferencia  Elena  María  Débora  levantó  la mano como  siempre  para  intervenir  y preguntó:   "¿Qué  hacen  esos  ángeles  de piedra  en las agujas  góticas  de  las  catedrales   donde  nadie  puede   verlos?  Me  parece   absurdo".   El conferenciante   miró a izquierda  ya  derecha  y dijo: "Bueno,  ahí están".  Y se echó a reír. Todos  nos pusimos  a reír  estrepitosamente.    Una  risa  convulsa  y monstruosa.   Una  risa estúpida   e hiriente   en  cuyos  intervalos   podía  escucharse:   "[Absurdita,   Absurdita!   Ha preguntado  Absurdita.  Siempre  pregunta  Absurdita".

Día siete mil doscientos  sesenta y cuatro de mi vida:  Vomitando  agua de lluvia

"Querida   tristeza,   me  cuesta  mucho  estar  viva.  Cada  día  más.  Cada  vez  me siento  más sola y más estúpida.  Para sobrevivir  necesito  escribir  en este bloc cosas que me ayudan  a soportarlo  todo: Diez minutos para  recogerme  los cabellos  sobre  la nuca. Sabores  de proteínas   en polvo.   El  viento  de las calles  en marzo  o en abril.  La  hostia blanca  que  se  deshace   en  la  boca.  La  alegría  de  cuando  yo  era pequeña   y jugaba descalza.   Un  angioma   bonito   en  mi pómulo    izquierdo.   Los   niños   en  la  comunión cuando  los visten  con  chaqueta  azul marina  cruzada  y  escapulario   del NUlo Jesús  de Praga.  Cuando  me pregunto    a  mí  misma  enfrente   del  espejo:   "¿Sólo  existe  lo  que ocurre?".   Inventar   una flor   o ser  un  niño  que  se  ha  escapado   de  misa para   tirarle piedras  a las palomas.   Disfrutar  muchos  ocho de agosto y vomitar  agua de lluvia, debe ser bonito vomitar  agua de lluvia o leer un cuento ruso y lleno de rabia  en el que poder quedarme  a vivir.  Tuya siempre:  Absurdita.  "

Elena  María  Débora  se quitó  la vida tres días después  de este  apunte  en su bloc de escribir  pensamientos   que te dicen  que existes  y que ahora,  once  años  después,  han colgado  en la página  web del instituto  a iniciativa  de sus padres  que no sabían muy bien qué hacer con él en casa. Elena  María Débora  terminó  con su vida  una mañana  lluviosa de   domingo  encerrada   en  su  cuarto  de baño  y cortándose   las  venas  con  el  cutter  de Plástica  en la bañera  llena  de agua caliente  para  sangrar  mejor,  para  sangrar  mejor. Nos enteramos  porque  el director  entró  a clase a decírnoslo  al día siguiente.  Todos  fuimos  a su entierro.  Todos  pagamos  parte  de sus coronas  de flores.  Todos  supimos,  desde aquel día y para  siempre,  que  es verdad  que hay mujeres  que arrastran   maletas  cargadas  de lluvia o algo así y que hay dos clases  de muerte:  la muerte  de los que se van y la muerte de los que nos  quedamos.   Desde  ese día, todos  fuimos  más  viejos  para  siempre.  Pero Dios  es  azul  y  lame  nuestra   angustia,   esta  alegre  amargura   de  vivir  un  día  más  que tenemos  aquellos  que la quisimos  tanto y no supimos  nunca  hacérselo  saber.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Virginia Woolf: La casa encantada



A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.
«Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba ella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les despertaremos.»
Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped.
Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de la ventana reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el vidrio. Si ellos se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su cara amarilla. Sin embargo, en el instante siguiente, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiente del techo… ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo cruzó la alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su burbuja de sonido. «A salvo, a salvo, a salvo…», latía suavemente el pulso de la casa. «El tesoro está enterrado; el cuarto…», el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoro enterrado?
El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá. Rayos de luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela. Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de duendes busca su alegría.
Un momento después, la luz se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles tejían penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, frescamente hundido bajo la superficie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del vidrio. Muerte era el vidrio; muerte mediaba entre nosotros; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. Él lo dejó allí, él la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del sur; buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. «A salvo, a salvo, a salvo», latía alegremente el pulso de la casa. «El tesoro es tuyo.» «Aquí dormimos», dice ella. Y él añade: «Besos sin número.» «El despertar por la mañana…» «Plata entre los árboles…» «Arriba…» «En el jardín…» «Cuando llegó el verano…» «En la nieve invernal…» Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latido de un corazón. Se acercan más; cesan en el pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. Nuestros ojos se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora alguna extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la linterna. Con un suspiro, él dice: «Míralos, profundamente dormidos, con el amor en los labios.»
«A salvo, a salvo, a salvo», late con orgullo el corazón de la casa. «Tantos años…», suspira él. «Me has vuelto a encontrar.» «Aquí», murmura ella, «dormida; en el jardín leyendo; riendo, dándoles la vuelta a las manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos nuestro tesoro…» Al inclinarse, su luz levanta mis párpados. «¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!», late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito: «¿Es este el tesoro enterrado de ustedes? La luz en el corazón.»
Inclinados, sosteniendo la linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. Larga es su espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de luna cruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados; los rostros que consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan su dicha oculta.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

Ítalo Calvino: LA AVENTURA DE UNA MUJER CASADA


LA SEÑORA STEFANIA R. volvía a su casa a las seis de la mañana. Era la primera vez.
      El coche no se había detenido delante del portal sino un poco antes, en la esquina. Ella misma le había rogado a Fornero que la dejase allí, porque no quería que la portera viese que mientras su marido estaba de viaje ella volvía a casa al alba acompañada de un muchacho. Fornero, apenas apagado el motor, intentó rodearle los hombros con un brazo. Stefania R. se echó atrás, como si la cercanía de su casa lo cambiara todo. Con repentina prisa salió del coche, se inclinó para indicar a Fornero que pusiera el motor en marcha, que se fuera, y echó a andar con sus pasos cortos y rápidos, la cara hundida en las solapas. ¿Era una adúltera?
      El portal estaba todavía cerrado. Stefania R. no se lo esperaba. No tenía la llave. Justamente había pasado la noche fuera porque no tenía la llave. Toda la cuestión radicaba en eso: habría habido mil maneras de hacerse abrir la puerta, hasta cierta hora, o mejor dicho: hubiera debido pensar antes que no tenía la llave; pero no, nada, como si lo hubiera hecho a propósito. Había salido por la tarde sin la llave porque pensaba regresar para la cena, en cambio se había dejado arrastrar por aquellas amigas que hacía tanto que no veía, y por aquellos muchachos amigos de ellas, toda una panda, primero a cenar y después a tomar unas copas y a bailar en casa de uno y de otro. Es lógico que a las dos de la mañana fuese demasiado tarde para recordar que no tenía la llave. Todo porque se había enamorado un poco de ese muchacho, Fornero. ¿Se había enamorado? Se había enamorado un poco. Había pasado la noche con él, es cierto: pero esa expresión era demasiado fuerte, realmente no correspondía emplearla; había esperado en compañía de aquel muchacho que llegase la hora en que se abría el portal. Eso era todo. Creía que abrían a las seis, y a las seis se había apresurado a volver. También para que la asistenta que iba a la casa a las siete no descubriera que había pasado la noche fuera. Además, aquel día regresaba su marido.
      Ahora encontraba el portal cerrado, estaba allí sola, en la calle desierta, en la luz de la primera mañana, más transparente que a cualquier otra hora del día, en la que todo parecía visto a través de una lente. Sintió una punzada de temor y el deseo de estar en su cama durmiendo desde hacía muchas horas, con el sueño profundo de todas las mañanas, el deseo de la cercanía del marido, aún más, de su protección. Pero fue cosa de un instante, quizá ni siquiera: quizá sólo había esperado sentir ese temor y en realidad no lo había experimentado. Que la portera todavía no hubiese abierto la puerta era un fastidio, un gran fastidio, pero había algo en el aire de la primera mañana, en ese estar allí sola a aquella hora, que le removió la sangre de un modo no desagradable. Ni siquiera lamentó haber despachado a Fornero: con él hubiera estado un poco nerviosa; sola, en cambio, sentía un desasosiego diferente, un poco como cuando era muchacha, pero de una manera completamente distinta.
      Tenía que reconocerlo: no le causaba ningún remordimiento haber pasado la noche fuera. Tenía la conciencia tranquila. ¿Pero estaba tranquila justamente porque había dado el salto, porque finalmente había dejado de lado sus deberes conyugales, o bien al contrario, porque había resistido, porque a pesar de todo se había mantenido fiel? Stefania se lo preguntaba, y esa incertidumbre, esa inseguridad en cuanto a lo que fuesen realmente las cosas, unida a la frescura de la mañana, era lo que le producía un ligero estremecimiento. En una palabra: ¿debía considerarse una adúltera o no? Dio unos pasos arriba y abajo, las manos metidas en las mangas del largo abrigo. Stefania R. se había casado hacía un par de años y nunca había pensado en traicionar a su marido. Había, sí, en su vida de mujer casada algo como una espera, la conciencia de que le faltaba todavía algo. Era casi una continuación de su espera de muchacha soltera, como si ella todavía no hubiese salido del todo de la minoría de edad y que ahora tuviera incluso que salirse de otra nueva, la minoría ante el marido, para ser finalmente iguales ante el mundo. ¿Era el adulterio lo que esperaba? Y el adulterio, ¿era Fornero?
      Vio que, a un par de manzanas de distancia, en la otra acera, el bar había levantado la cortina metálica. Necesitaba un café caliente, en seguida. Cruzó. Fornero era un chico. No se podía pensar en él con grandes palabras. La había paseado en su cochecito toda la noche, habían dado vueltas por la colina arriba y abajo, por la orilla del río, hasta despuntar el alba. En cierto momento se quedaron sin gasolina, tuvieron que empujar el coche, despertar al encargado de una gasolinera. Había sido una noche de muchachos. En tres o cuatro ocasiones las tentativas de Fornero pasaron a ser más peligrosas y una vez la llevó hasta la pensión donde vivía y se plantó allí, con obstinación: «Vamos, déjate de historias y sube conmigo». Stefania no había subido. ¿Era justo proceder así? ¿Y qué? Ahora no quería pensarlo, había pasado la noche en blanco, tenía sueño. O mejor: todavía no sentía que tenía sueño porque su estado de ánimo era fuera de lo corriente, pero apenas se acostara se dormiría instantáneamente. Escribiría en la pizarra de la cocina, para la asistenta, que no la despertase. Tal vez la despertara su marido, más tarde, al llegar. ¿Todavía quería a su marido? Claro, le tenía afecto. ¿Y entonces? No se preguntaba nada. Estaba un poco enamorada de ese Fornero. Un poco. Pero, ¿cuándo abrirían ese maldito portal?
      En el bar las sillas estaban apiladas, el suelo cubierto de serrín. Sólo había un camarero en el mostrador. Stefania entró; no se sentía nada incómoda, allí, a esa hora insólita. ¿Quién iba a saberlo? Podía acabar de levantarse, podía ir rumbo a la estación, o haber llegado en ese momento. En todo caso, allí no tenía que rendir cuentas a nadie. Pensó que le gustaba sentirse así.
      –Un café cargado, doble, bien caliente —dijo al camarero. Le había salido un tono de confianza, de seguridad en sí misma como si hubiera una vieja familiaridad entre ella y el hombre del bar, donde en realidad no entraba nunca.
      –Sí, señora, un momento que calentamos la máquina y lo hacemos en seguida —dijo el camarero. Y añadió—: Por la mañana tardo más en calentarme yo que en calentar la máquina.
      Stefania sonrió, metió la cara entre las solapas e hizo:
      –Brrr…
      Había otro hombre en el bar, un cliente, de pie, mirando hacia afuera por la vidriera. Se giró al oír el estremecimiento de Stefania y sólo entonces ella lo vio, y como si la presencia de los dos hombres le devolviera de pronto la conciencia de sí misma, se miró con atención en el cristal detrás del mostrador. No, no se veía que había pasado la noche por ahí; estaba sólo un poco pálida. Sacó del bolso el neceser, se empolvó.
      El hombre se había acercado al mostrador. Llevaba un abrigo oscuro con una bufanda de seda blanca y debajo un traje azul.
      –A esta hora —dijo, sin dirigirse a nadie—, los que están despiertos se dividen en dos categorías: los todavía y los ya.
      Stefania esbozó una sonrisa, sin detener en él la mirada. Lo había visto bien: tenía una cara un poco patética y un poco trivial, de esos hombres que a fuerza de indulgencia consigo mismos y con el mundo han llegado, sin ser viejos, a un estado entre la sabiduría y la imbecilidad.
      –…Y cuando uno ve a una mujer bonita, después de decirle «Buenos días»… —y se inclinó hacia Stefania quitándose el cigarrillo de la boca.
      –Buenos días —dijo Stefania, con un poco de ironía pero sin acritud.
      –…Uno se pregunta: ¿todavía?, ¿ya?, ¿ya?, ¿todavía? Ese es el misterio.
      –¿Cómo? —dijo Stefania, con el aire de quien ha entendido, pero no quiere seguir el juego. El hombre la miraba fijo, indiscreto, pero a Stefania no le importaba nada, aunque se viera que ella era de las despiertas «todavía».
      –¿Y usted? —dijo, maliciosa; había comprendido que el señor tenía la retórica del noctámbulo y que, si no se lo reconocía como tal a primera vista, se ofendía.
      – ¡Yo: todavía! ¡Siempre todavía! —después lo pensó—: ¿por qué? ¿No se había dado cuenta? —y le sonrió, pero sólo quería burlarse de sí mismo. Se quedó un momento tragando saliva como si tuviera la boca amarga—. La luz del día me ahuyenta, me hace buscar refugio como un murciélago —dijo distraído, como si recitase un papel.
      –Aquí está su leche, el expreso para la señora —dijo el camarero.
      El hombre se puso a soplar en el vaso, a beber muy despacio.
      –¿Está buena? —dijo Stefania.
      –Un asco —contestó. Y añadió—: Desintoxica, dicen. ¿Pero yo de qué me desintoxico a estas alturas? Si me muerde una serpiente venenosa se queda seca.
      –Mientras haya salud… —dijo Stefania. Quizá bromeaba demasiado.
      Tanto que el hombre dijo la frase:
      –El único antídoto lo conozco, si quiere que se lo diga… —quién sabe adónde iría a parar.
      –¿Cuánto es? —preguntó Stefania al camarero.
      –…Esa mujer que he buscado siempre… —continuaba el noctámbulo.
      Stefania salió a ver si habían abierto el portal. Dio unos pasos por la acera. No, seguía cerrado. Entretanto el hombre también había salido del bar con aire de querer seguirla. Stefania volvió sobre sus pasos, entró de nuevo en el bar. El hombre, que no se lo esperaba, dudó un poco, estuvo por entrar él también, después, cediendo a la resignación, siguió su camino, tosiendo.
      –¿Tiene cigarrillos? —preguntó Stefania al camarero. No le quedaban más y hubiera querido fumar uno apenas estuviera en casa. Los estancos estaban todavía cerrados.
      El camarero sacó un atado. Stefania lo tomó y pagó.
      Volvió al umbral del bar. Un perro casi se le echó encima, arrastrando por la traílla a un cazador con fusil, cartuchera, morral.
      –¡Quieta, Frisette, sentada! —exclamó el cazador. Y al camarero—: ¡Un café!
      –¡Espléndido! —dijo Stefania, acariciando al perro—. ¿Es un setter?
      –Épagneul breton —dijo el cazador—. Hembra. —Era joven, un poco brusco, pero más por timidez que otra cosa.
      –¿Cuántos años tiene?
      –Va a cumplir diez meses. Quieta, Frisette, muy bien.
      –Entonces, ¿esas perdices? —dijo el camarero.
      –Oh, es sólo para hacer correr al perro… —dijo el cazador.
      –¿Lejos? —preguntó Stefania.
      El cazador dijo el nombre de un lugar que no quedaba lejos.
      –En coche es un salto. A las diez estoy de vuelta. El trabajo…
      –Es un sitio agradable —dijo Stefania. Sin quererlo, no dejaba caer la conversación, aunque no hablaran de nada.
      –El valle es abierto, limpio, todo de matorrales bajos, de brezales, y por la mañana no hay nada de niebla, se ve bien… Si el perro levanta alguna presa…
      –Ojalá pudiera yo ir a trabajar a las diez, dormiría hasta las diez menos cuarto —dijo el camarero.
      –Bueno, a mí también me gusta dormir —dijo el cazador— y sin embargo estar allá mientras todos los demás duermen todavía, no sé, me atrae, es una pasión…
      Stefania sentía que con ese aire de justificarse, el joven ocultaba un orgullo mordaz, un encono contra la ciudad dormida a su alrededor, la obstinación de sentirse diferente.
      –No se ofenda, pero para mí ustedes los cazadores están locos —dijo el camarero—. Aunque sólo sea por esa manía de levantarse a semejantes horas.
      –En cambio yo lo comprendo —dijo Stefania.
      –Bueno, ¿quién sabe? —decía el cazador—. Una pasión como cualquier otra. —Ahora miraba a Stefania y la poca convicción que había puesto antes cuando hablaba de la caza parecía haberse perdido, y era como si la presencia de Stefania le hiciese sospechar que toda su forma de pensar estaba equivocada, que tal vez la felicidad era algo distinto de lo que él andaba buscando.
      –De veras, lo comprendo, una mañana como ésta… —dijo Stefania.
      Por un instante el cazador se quedó como quien tiene ganas de hablar pero no sabe qué decir.
      –Cuando el tiempo está así, seco y fresco, el perro puede trabajar bien —dijo.
      Había bebido el café, había pagado, el perro tironeaba para salir y él seguía allí, vacilante. Dijo torpemente:
      –Dígame, ¿y por qué no viene usted también, señora?
      Stefania sonrió.
      –Digamos que otra vez que nos encontremos quedamos en algo, ¿eh?
      El cazador hizo:
      –Eh… —Echó otra vez una mirada alrededor para ver si encontraba otro pretexto para seguir conversando. Después dijo—: Bueno, me voy. Buenos días. —Se saludaron y él se dejó arrastrar por el perro.
      Había entrado un obrero. Pidió un aguardiente.
      –A la salud de todos los que madrugan —dijo alzando el vaso—, sobre todo de las mujeres bonitas. —Era un hombre no demasiado joven, de aire alegre.
      –A su salud —dijo Stefania, amable.
      –Por la mañana temprano te sientes dueño del mundo —dijo el obrero.
      –¿Y por la noche no? —preguntó Stefania.
      –Por la noche tienes demasiado sueño —contestó— y no piensas en nada. Si no, cuidado…
      –Yo por la mañana suelto tantas maldiciones una tras otra —dijo el camarero.
      –Porque antes de trabajar hay que salir a dar una vuelta. Si hiciera como yo, que voy a la fábrica en velomotor, y el aire frío que da en la cara…
      –El aire barre las preocupaciones —dijo Stefania.
      –La señora me comprende —dijo el obrero—. Y ya que me comprende debería beberse una grapita conmigo.
      –No, gracias, no bebo, de veras.
      –Por la mañana es lo que se necesita. Dos grapitas, jefe.
      –No bebo, en serio, beba usted a mi salud, por favor.
      –¿No bebe nunca?
      –A veces, por la noche.
      –¿Ve? Ahí se equivoca.
      –Una se equivoca tanto…
      –A su salud —y el obrero se bebió un vasito y después el otro—. Uno y dos. Mire, le voy a explicar…
      Stefania estaba sola, allí, entre esos hombres, esos hombres diferentes, y conversaba con ellos. Estaba tranquila, segura de sí misma, no había nada que la turbara. Este era el hecho nuevo de esa mañana.
      Salió del bar para ver si habían abierto el portal. El obrero también salió, montó en el velomotor, se calzó los mitones.
      –¿No tiene frío? —preguntó Stefania. El obrero se golpeó el pecho; se oyó ruido de periódicos.
      –Llevo la coraza puesta. —Y añadió en dialecto—: Adiós, señora. —También Stefania saludó en dialecto, y él partió.
      Stefania comprendió que había sucedido algo y que ya no podía volver atrás.
      Esta manera nueva de estar entre los hombres, el noctámbulo, el cazador, el obrero, la cambiaba. Había sido éste su adulterio, estar sola entre ellos, así, de igual a igual. De Fornero ni siquiera se acordaba ya.
      El portal estaba abierto. Stefania R. entró en su casa muy de prisa. La portera no la vio.

lunes, 7 de septiembre de 2020

Jorge Luis Borges: El evangelio según Marcos



El hecho sucedió en la estancia Los Álamos, en el partido de Junín, hacia el sur, en los últimos días del mes de marzo de 1928. Su protagonista fue un estudiante de medicina, Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora como uno de tantos muchachos porteños, sin otros rasgos dignos de nota que esa facultad oratoria que le había hecho merecer más de un premio en el colegio inglés de Ramos Mejía y una casi ilimitada bondad. No le gustaba discutir; prefería que el interlocutor tuviera razón y no él. Aunque los azares del juego le interesaban, era un mal jugador, porque le desagradaba ganar. Su abierta inteligencia era perezosa; a los treinta y tres años le faltaba rendir una materia para graduarse, la que más lo atraía. Su padre, que era librepensador, como todos los señores de su época, lo había instruido en la doctrina de Herbert Spencer, pero su madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que todas las noches rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo largo de los años no había quebrado nunca esa promesa. No carecía de coraje; una mañana había cambiado, con más indiferencia que ira, dos o tres puñetazos con un grupo de compañeros que querían forzarlo a participar en una huelga universitaria. Abundaba, por espíritu de aquiescencia, en opiniones o hábitos discutibles: el país le importaba menos que el riesgo de que en otras partes creyeran que usamos plumas; veneraba a Francia, pero menospreciaba a los franceses; tenía en poco a los americanos, pero aprobaba el hecho de que hubiera rascacielos en Buenos Aires; creía que los gauchos de la llanura son mejores jinetes que los de las cuchillas o los cerros. Cuando Daniel, su primo, le propuso veranear en Los Álamos, dijo inmediatamente que sí, no porque le gustara el campo sino por natural complacencia y porque no buscó razones válidas para decir que no.
El casco de la estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias del capataz, que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: el padre, el hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta paternidad. Eran altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y de caras aindiadas. Casi no hablaban. La mujer del capataz había muerto hace años.
Espinosa, en el campo, fue aprendiendo cosas que no sabía y que no sospechaba. Por ejemplo, que no hay que galopar cuando uno se está acercando a las casas y que nadie sale a andar a caballo sino para cumplir con una tarea. Con el tiempo llegaría a distinguir los pájaros por el grito.
A los pocos días, Daniel tuvo que ausentarse a la capital para cerrar una operación de animales. A lo sumo, el negocio le tomaría una semana. Espinosa, que ya estaba un poco harto de las bonnes fortunes de su primo y de su infatigable interés por las variaciones de la sastrería, prefirió quedarse en la estancia, con sus libros de texto. El calor apretaba y ni siquiera la noche traía un alivio. En el alba, los truenos lo despertaron. El viento zamarreaba las casuarinas. Espinosa oyó las primeras gotas y dio gracias a Dios. El aire frío vino de golpe. Esa tarde, el Salado se desbordó.
Al otro día, Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos anegados, pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa, aunque Hudson había dejado escrito que el mar nos parece más grande, porque lo vemos desde la cubierta del barco y no desde el caballo o desde nuestra altura. La lluvia no cejaba; los Gutres, ayudados o incomodados por el pueblero, salvaron buena parte de la hacienda, aunque hubo muchos animales ahogados. Los caminos para llegar a la estancia eran cuatro: a todos los cubrieron las aguas. Al tercer día, una gotera amenazó la casa del capataz; Espinosa les dio una habitación que quedaba en el fondo, al lado del galpón de las herramientas. La mudanza los fue acercando; comían juntos en el gran comedor. El diálogo resultaba difícil; los Gutres, que sabían tantas cosas en materia de campo, no sabían explicarlas. Una noche, Espinosa les preguntó si la gente guardaba algún recuerdo de los malones, cuando la comandancia estaba en Junín. Le dijeron que sí, pero lo mismo hubieran contestado a una pregunta sobre la ejecución de Carlos Primero. Espinosa recordó que su padre solía decir que casi todos los casos de longevidad que se dan en el campo son casos de mala memoria o de un concepto vago de las fechas. Los gauchos suelen ignorar por igual el año en que nacieron y el nombre de quien los engendró.
En toda la casa no había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los Núñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones, antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y no llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una guitarreada.
Espinosa, que se había dejado crecer la barba, solía demorarse ante el espejo para mirar su cara cambiada y sonreía al pensar que en Buenos Aires aburriría a los muchachos con el relato de la inundación del Salado. Curiosamente, extrañaba lugares a los que no iba nunca y no iría: una esquina de la calle Cabrera en la que hay un buzón, unos leones de mampostería en un portón de la calle Jujuy, a unas cuadras del Once, un almacén con piso de baldosa que no sabía muy bien dónde estaba. En cuanto a sus hermanos y a su padre, ya sabrían por Daniel que estaba aislado -la palabra, etimológicamente, era justa- por la creciente.
Explorando la casa, siempre cercada por las aguas, dio con una Biblia en inglés. En las páginas finales los Guthrie -tal era su nombre genuino- habían dejado escrita su historia. Eran oriundos de Inverness, habían arribado a este continente, sin duda como peones, a principios del siglo diecinueve, y se habían cruzado con indios. La crónica cesaba hacia mil ochocientos setenta y tantos; ya no sabían escribir. Al cabo de unas pocas generaciones habían olvidado el inglés; el castellano, cuando Espinosa los conoció, les daba trabajo. Carecían de fe, pero en su sangre perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista y las supersticiones del pampa. Espinosa les habló de su hallazgo y casi no escucharon.
Hojeó el volumen y sus dedos lo abrieron en el comienzo del Evangelio según Marcos. Para ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían algo, decidió leerles ese texto después de la comida. Le sorprendió que lo escucharan con atención y luego con callado interés. Acaso la presencia de las letras de oro en la tapa le diera más autoridad. Lo llevan en la sangre, pensó. También se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota. Recordó las clases de elocución en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas.
Los Gutres despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el Evangelio.
Una corderita que la muchacha mimaba y adornaba con una cintita celeste se lastimó con un alambrado de púa. Para parar la sangre, querían ponerle una telaraña; Espinosa la curó con unas pastillas. La gratitud que esa curación despertó no dejó de asombrarlo. Al principio, había desconfiado de los Gutres y había escondido en uno de sus libros los doscientos cuarenta pesos que llevaba consigo; ahora, ausente el patrón, él había tomado su lugar y daba órdenes tímidas, que eran inmediatamente acatadas. Los Gutres lo seguían por las piezas y por el corredor, como si anduvieran perdidos. Mientras leía, notó que le retiraban las migas que él había dejado sobre la mesa. Una tarde los sorprendió hablando de él con respeto y pocas palabras. Concluido el Evangelio según Marcos, quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. Espinosa sintió que eran como niños, a quienes la repetición les agrada más que la variación o la novedad. Una noche soñó con el Diluvio, lo cual no es de extrañar; los martillazos de la fabricación del arca lo despertaron y pensó que acaso eran truenos. En efecto, la lluvia, que había amainado, volvió a recrudecer. El frío era intenso. Le dijeron que el temporal había roto el techo del galpón de las herramientas y que iban a mostrárselo cuando estuvieran arregladas las vigas. Ya no era un forastero y todos lo trataban con atención y casi lo mimaban. A ninguno le gustaba el café, pero había siempre una tacita para él, que colmaban de azúcar.
El temporal ocurrió un martes. El jueves a la noche lo recordó un golpecito suave en la puerta que, por las dudas, él siempre cerraba con llave. Se levantó y abrió: era la muchacha. En la oscuridad no la vio, pero por los pasos notó que estaba descalza y después, en el lecho, que había venido desde el fondo, desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola palabra; se tendió junto a él y estaba temblando. Era la primera vez que conocía a un hombre. Cuando se fue, no le dio un beso; Espinosa pensó que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Urgido por una íntima razón que no trató de averiguar, juró que en Buenos Aires no le contaría a nadie esa historia.
El día siguiente comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa, que era librepensador pero que se vio obligado a justificar lo que les había leído, le contestó:
-Sí. Para salvar a todos del infierno.
Gutre le dijo entonces:
-¿Qué es el infierno?
-Un lugar bajo tierra donde las ánimas arderán y arderán.
-¿Y también se salvaron los que le clavaron los clavos?
-Sí -replicó Espinosa, cuya teología era incierta.
Había temido que el capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con su hija. Después del almuerzo, le pidieron que releyera los últimos capítulos. Espinosa durmió una siesta larga, un leve sueño interrumpido por persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia el atardecer se levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta:
-Las aguas están bajas. Ya falta poco.
-Ya falta poco -repitió Gutre, como un eco.
Los tres lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Espinosa entendió lo que le esperaba del otro lado de la puerta. Cuando la abrieron, vio el firmamento. Un pájaro gritó; pensó: es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz.

sábado, 5 de septiembre de 2020

Augusto Monterroso: El mono que quiso ser escritor satírico



En la selva vivía una vez un Mono que quiso ser escritor satírico.
Estudió mucho, pero pronto se dio cuenta de que para ser escritor satírico le faltaba conocer a la gente y se aplicó a visitar a todos y a ir a los cócteles y a observarlos por el rabo del ojo mientras estaban distraídos con la copa en la mano.
Como era de veras gracioso y sus ágiles piruetas entretenían a los otros animales, en cualquier parte era bien recibido y él perfeccionó el arte de ser mejor recibido aún.
No había quien no se encantara con su conversación y cuando llegaba era agasajado con júbilo tanto por las Monas como por los esposos de las Monas y por los demás habitantes de la Selva, ante los cuales, por contrarios que fueran a él en política internacional, nacional o doméstica, se mostraba invariablemente comprensivo; siempre, claro, con el ánimo de investigar a fondo la naturaleza humana y poder retratarla en sus sátiras.
Así llegó el momento en que entre los animales era el más experto conocedor de la naturaleza humana, sin que se le escapara nada. Entonces, un día dijo voy a escribir en contra de los ladrones, y se fijó en la Urraca, y principió a hacerlo con entusiasmo y gozaba y se reía y se encaramaba de placer a los árboles por las cosas que se le ocurrían acerca de la Urraca; pero de repente reflexionó que entre los animales de sociedad que lo agasajaban había muchas Urracas y especialmente una, y que se iban a ver retratadas en su sátira, por suave que la escribiera, y desistió de hacerlo.
Después deseó satirizar a los laboriosos compulsivos y se detuvo en la Abeja, que trabajaba estúpidamente sin saber para qué ni para quién; pero por miedo de que sus amigos de este género, y especialmente uno, se ofendieran, terminó comparándola favorablemente con la Cigarra, que egoísta no hacía más que cantar y cantar dándoselas de poeta, y desistió de hacerlo.
Después quiso escribir sobre los oportunistas, y puso el ojo en la Serpiente, quien por diferentes medios -auxiliares en realidad de su arte adulatorio- lograba siempre conservar, o sustituir, mejorándolos, sus cargos; pero varias Serpientes amigas suyas, y especialmente una, se sentirían aludidas, y desistió de hacerlo. Después se le ocurrió escribir contra la promiscuidad sexual y enfiló su sátira contra las Gallinas adúlteras que andaban todo el día inquietas en busca de Gallitos; pero tantas de éstas lo habían recibido que temió lastimarlas, y desistió de hacerlo. Finalmente elaboró una lista completa de las debilidades y los defectos humanos y no encontró contra quién dirigir sus baterías, pues todos estaban en los amigos que compartían su mesa y en él mismo.
En ese momento renunció a ser escritor satírico y le empezó a dar por la Mística y el Amor y esas cosas; pero a raíz de eso, ya se sabe cómo es la gente, todos dijeron que se había vuelto loco y ya no lo recibieron tan bien ni con tanto gusto.

viernes, 4 de septiembre de 2020

Sergio Aguirre: La señora Pinkerton ha desaparecido (Audiolibro completo)


Edmund llega de visita y encuentra a su madre, la señora Pinkerton, fuera de control. La anciana sostiene que su nueva vecina, la señorita Larden, es una auténtica bruja.
Para probarlo, le contará a su hijo un hecho misterioso ocurrido hace más de cincuenta años en un hotel de Dorset.
Con la ayuda de Alice, su pequeña hija, Edmund intentará comprender las causas de la extraña amenaza que aterroriza a su madre.

Capítulos 1-5

   

Capítulos 6-9


Capítulos 10-13

 

Capítulos 14-15

 

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Oscar Wilde: El amigo fiel



Una mañana, la vieja rata de agua sacó la cabeza por su agujero. Tenía unos ojos redondos muy vivarachos y unos tupidos bigotes grises. Su cola parecía un largo elástico negro.
Unos patitos nadaban en el estanque semejantes a una bandada de canarios amarillos, y su madre, toda blanca con patas rojas, esforzábase en enseñarles a hundir la cabeza en el agua.
-No podréis ir nunca a la buena sociedad si no aprendéis a meter la cabeza - les decía.
Y les enseñaba de nuevo cómo tenían que hacerlo. Pero los patitos no prestaban ninguna atención a sus lecciones. Eran tan jóvenes que no sabían las ventajas que reporta la vida de sociedad.
-¡Qué criaturas más desobedientes! -exclamó la rata de agua-. ¡Merecían ahogarse verdaderamente!
-¡No lo quiera Dios! -replicó la pata-. Todo tiene sus comienzos y nunca es demasiada la paciencia de los padres.
-¡Ah! No tengo la menor idea de los sentimientos paternos -dijo la rata de agua-. No soy padre de familia. Jamás me he casado, ni he pensado en hacerlo. Indudablemente el amor es una buena cosa a su manera; pero la amistad vale más. Le aseguro que no conozco en el mundo nada más noble o más raro que una fiel amistad.
Y, dígame, se lo ruego, ¿qué idea se forma usted de los deberes de un amigo fiel? -preguntó un pardillo verde que había escuchado la conversación posado sobre un sauce retorcido.
-Sí, eso es precisamente lo que quisiera yo saber -dijo la pata, y nadando hacia el extremo del estanque, hundió su cabeza en el agua para dar buen ejemplo a sus hijos.
-¡Necia pregunta! -gritó la rata de agua-. ¡Como es natural, entiendo por amigo fiel al que me demuestra fidelidad!
-¿Y qué hará usted en cambio? -dijo la avecilla columpiándose sobre una ramita plateada y moviendo sus alitas.
-No le comprendo a usted -respondió la rata de agua.
-Permitidme que les cuente una historia sobre el asunto -dijo el pardillo.
-¿Se refiere a mí esa historia? -preguntó la rata de agua-. Si es así, la escucharé gustosa, porque a mí me vuelven loca los cuentos.
-Puede aplicarse a usted -respondió el pardillo.
Y abriendo las alas, se posó en la orilla del estanque y contó la historia del amigo fiel.
-Había una vez -empezó el pardillo- un honrado mozo llamado Hans.
-¿Era un hombre verdaderamente distinguido? -preguntó la rata de agua.
-No -respondió el pardillo-. No creo que fuese nada distinguido, excepto por su buen corazón y por su redonda cara morena y afable.
Vivía en una pobre casita de campo y todos los días trabajaba en su jardín.
En toda la comarca no había jardín tan hermoso como el suyo. Crecían en él claveles, alhelíes, capselas, saxífragas, así como rosas de Damasco y rosas amarillas, azafranadas, lilas y oro y alhelíes rojos y blancos.
Y según los meses y por su orden florecían agavanzos y cardaminas, mejoranas y albahacas silvestres, velloritas e iris de Alemania, asfódelos y claveros.
Una flor sustituía a otra. Por lo cual había siempre cosas bonitas a la vista y olores agradables que respirar.
El pequeño Hans tenía muchos amigos, pero el más allegado a él era el gran Hugo, el molinero. Realmente, el rico molinero era tan allegado al pequeño Hans, que no visitaba nunca su jardín sin inclinarse sobre los macizos y coger un gran ramo de flores o un buen puñado de lechugas suculentas o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y de cerezas, según la estación.
-Los amigos verdaderos lo comparten todo entre sí -acostumbraba decir el molinero.
Y el pequeño Hans asentía con la cabeza, sonriente, sintiéndose orgulloso de tener un amigo que pensaba tan noblemente.
Algunas veces, sin embargo, el vecindario encontraba raro que el rico molinero no diese nunca nada en cambio al pequeño Hans, aunque tuviera cien sacos de harina almacenados en su molino, seis vacas lecheras y un gran número de ganado lanar; pero Hans no se preocupó nunca por semejante cosa.
Nada le encantaba tanto como oír las bellas cosas que el molinero acostumbraba decir sobre la solidaridad de los verdaderos amigos.
Así, pues, el pequeño Hans cultivaba su jardín. En primavera, en verano y en otoño, sentíase muy feliz; pero cuando llegaba el invierno y no tenía ni frutos ni flores que llevar al mercado, padecía mucho frío y mucha hambre, acostándose con frecuencia sin haber comido más que unas peras secas y algunas nueces rancias.
Además, en invierno, encontrábase muy solo, porque el molinero no iba nunca a verle durante aquella estación.
-No está bien que vaya a ver al pequeño Hans mientras duren las nieves -decía muchas veces el molinero a su mujer-. Cuando las personas pasan apuros hay que dejarlas solas y no atormentarlas con visitas. Ésa es por lo menos mi opinión sobre la amistad, y estoy seguro de que es acertada. Por eso esperaré la primavera y entonces iré a verle; podrá darme un gran cesto de velloritas y eso le alegrará.
-Eres realmente solícito con los demás -le respondía su mujer, sentada en un cómodo sillón junto a un buen fuego de leña-. Resulta un verdadero placer oírte hablar de la amistad. Estoy segura de que el cura no diría sobre ella tan bellas cosas como tú, aunque viva en una casa de tres pisos y lleve un anillo de oro en el meñique.
-¿Y no podríamos invitar al pequeño Hans a venir aquí? -preguntaba el hijo del molinero-. Si el pobre Hans pasa apuros, le daré la mitad de mi sopa y le enseñaré mis conejos blancos.
-¡Qué bobo eres! -exclamó el molinero-. Verdaderamente, no sé para qué sirve mandarte a la escuela. Parece que no aprendes nada. Si el pequeño Hans viniese aquí, ¡pardiez!, y viera nuestro buen fuego, nuestra excelente cena y nuestra gran barrica de vino tinto, podría sentir envidia. Y la envidia es una cosa terrible que estropea los mejores caracteres. Realmente, no podría yo sufrir que el carácter de Hans se estropeara. Soy su mejor amigo, velaré siempre por él y tendré buen cuidado de no exponerle a ninguna tentación. Además, si Hans viniese aquí, podría pedirme que le diese un poco de harina fiada, lo cual no puedo hacer. La harina es una cosa y la amistad es otra, y no deben confundirse. Esas dos palabras se escriben de un modo diferente y significan cosas muy distintas, como todo el mundo sabe.
-¡Qué bien hablas! -dijo la mujer del molinero sirviéndose un gran vaso de cerveza caliente-. Me siento verdaderamente como adormecida, lo mismo que en la iglesia.
-Muchos obran bien -replicó el molinero-, pero pocos saben hablar bien, lo que prueba que hablar es, con mucho, la cosa más difícil, así como la más hermosa de las dos.
Y miró severamente por encima de la mesa a su hijo, que sintió tal vergüenza de sí mismo, que bajó la cabeza, se puso casi escarlata y empezó a llorar encima de su té.
¡Era tan joven, que bien pueden ustedes dispensarle!
-¿Ése es el final de la historia? -preguntó la rata de agua.
-Nada de eso -contestó el pardillo-. Ése es el comienzo.
-Entonces está usted muy atrasado con relación a su tiempo -repuso la rata de agua-. Hoy día todo buen cuentista empieza por el final, prosigue por el comienzo y termina por la mitad. Es el nuevo método. Lo he oído así de labios de un crítico que se paseaba alrededor del estanque con un joven. Trataba el asunto magistralmente y estoy segura de que tenía razón, porque llevaba unas gafas azules y era calvo; y cuando el joven le hacía alguna observación contestaba siempre: «¡Psé!» Pero continúe usted su historia, se lo ruego. Me agrada mucho el molinero. Yo también encierro toda clase de bellos sentimientos: por eso hay una gran simpatía entre él y yo.
-¡Bien! -dijo el pardillo brincando sobre sus dos patitas-. No bien pasó el invierno, en cuanto las velloritas empezaron a abrir sus estrellas amarillas pálidas, el molinero dijo a su mujer que iba a salir y visitar al pequeño Hans.
-¡Ah, qué buen corazón tienes! -le gritó su mujer-. Piensas siempre en los demás. No te olvides de llevar el cesto grande para traer las flores.
Entonces el molinero ató unas con otras las aspas del molino con una fuerte cadena de hierro y bajó la colina con la cesta al brazo.
-Buenos días, pequeño Hans -dijo el molinero. -Buenos días -contestó Hans, apoyándose en su azadón y sonriendo con toda su boca.
-¿Cómo has pasado el invierno? -preguntó el molinero.
-¡Bien, bien! -repuso Hans-. Muchas gracias por tu interés. He pasado mis malos ratos, pero ahora ha vuelto la primavera y me siento casi feliz... Además, mis flores van muy bien.
-Hemos hablado de ti con mucha frecuencia este invierno, Hans -prosiguió el molinero-, preguntándonos que sería de ti.
-¡Qué amable eres! -dijo Hans-. Temí que me hubieras olvidado.
-Hans, me sorprende oírte hablar de ese modo -dijo el molinero-. La amistad no olvida nunca. Eso es lo que tiene de admirable, aunque me temo que no comprendas la poesía de la amistad... Y entre paréntesis, ¡qué bellas están tus velloritas!
-Sí, verdaderamente están muy bellas -dijo Hans-, y es para mí una gran suerte tener tantas. Voy a llevarlas al mercarlo, donde las venderé a la hija del burgomaestre y con ese dinero compraré otra vez mi carretilla.
-¿Qué comprarás otra vez tu carretilla? ¿Quieres decir entonces que la has vendido? Es un acto bien necio.
-Con toda seguridad, pero el hecho es -replicó Hans- que me vi obligado a ello. Como sabes, el invierno es una estación mala para mí y no tenía ningún dinero para comprar pan. Así es que vendí primero los botones de plata de mi traje de los domingos; luego vendí mi cadena de plata y después mi flauta. Por último vendí mi carretilla. Pero ahora voy a rescatarlo todo.
-Hans -dijo el molinero-, te daré mi carretilla. No está en muy buen estado. Uno de los lados se ha roto y están algo torcidos los radios de la rueda, pero a pesar de esto te la daré. Sé que es muy generoso por mi parte y a mucha gente le parecerá una locura que me desprenda de ella, pero yo no soy como el resto del mundo. Creo que la generosidad es la esencia de la amistad, y además, me he comprado una carretilla nueva. Sí, puedes estar tranquilo... Te daré mi carretilla.
-Gracias, eres muy generoso -dijo el pequeño Hans. Y su afable cara redonda resplandeció de placer-. Puedo arreglarla fácilmente porque tengo una tabla en mi casa.
-¡Una tabla! -exclamó el molinero-. ¡Muy bien! Eso es precisamente lo que necesito para la techumbre de mi granero. Hay una gran brecha y se me mojará todo el trigo si no la tapo. ¡Qué oportuno has estado! Realmente es de notar que una buena acción engendra otra siempre. Te he dado mi carretilla y ahora tú vas a darme tu tabla. Claro es que la carretilla vale mucho más que la tabla, pero la amistad sincera no repara nunca en esas cosas. Dame en seguida la tabla y hoy mismo me pondré a la obra para arreglar mi granero.
-¡Ya lo creo! -replicó el pequeño Hans.
Fue corriendo a su vivienda y sacó la tabla.
-No es una tabla muy grande -dijo el molinero examinándola- y me temo que una vez hecho el arreglo de la techumbre del granero no quedará madera suficiente para el arreglo de la carretilla, pero claro es que no tengo la culpa de eso... Y ahora, en vista de que te he dado mi carretilla, estoy seguro de que accederás a darme en cambio unas flores... Aquí tienes el cesto; procura llenarlo casi por completo.
-¿Casi por completo? -dijo el pequeño Hans, bastante afligido porque el cesto era de grandes dimensiones y comprendía que si lo llenaba, no tendría ya flores para llevar al mercado y estaba deseando rescatar sus botones de plata.
-A fe mía -respondió el molinero-, una vez que te doy mi carretilla no creí que fuese mucho pedirte unas cuantas flores. Podré estar equivocado, pero yo me figuré que la amistad, la verdadera amistad, estaba exenta de toda clase de egoísmo.
-Mi querido amigo, mi mejor amigo -protestó el pequeño Hans-, todas las flores de mi jardín están a tu disposición, porque me importa mucho más tu estimación que mis botones de plata.
Y corrió a coger las lindas velloritas y a llenar el cesto del molinero.
-¡Adiós, pequeño Hans! -dijo el molinero subiendo de nuevo la colina con su tabla al hombro y su gran cesto al brazo.
-¡Adiós! -dijo el pequeño Hans.
Y se puso a cavar alegremente: ¡estaba tan contento de tener una carretilla!
A la mañana siguiente, cuando estaba sujetando unas madreselvas sobre su puerta, oyó la voz del molinero que le llamaba desde el camino. Entonces saltó de su escalera y corriendo al final del jardín miró por encima del muro.
Era el molinero con un gran saco de harina a su espalda.
-Pequeño Hans -dijo el molinero-, ¿querrías llevarme este saco de harina al mercado?
-¡Oh, lo siento mucho! -dijo Hans-; pero verdaderamente me encuentro hoy ocupadísimo. Tengo que sujetar todas mis enredaderas, que regar todas mis flores y que segar todo el césped.
-¡Pardiez! -replicó el molinero-; creí que en consideración a que te he dado mi carretilla no te negarías a complacerme.
-¡Oh, si no me niego! -protestó el pequeño Hans-. Por nada del mundo dejaría yo de obrar como amigo tratándose de ti.
Y fue a coger su gorra y partió con el gran saco sobre el hombro.
Era un día muy caluroso y la carretera estaba terriblemente polvorienta. Antes de que Hans llegara al mojón que marcaba la sexta milla, hallábase tan fatigado que tuvo que sentarse a descansar. Sin embargo, no tardó mucho en continuar animosamente su camino, llegando por fin al mercado.
Después de esperar un rato, vendió el saco de harina a un buen precio y regresó a su casa de un tirón, porque temía encontrarse a algún salteador en el camino si se retrasaba mucho.
-¡Qué día más duro! -se dijo Hans al meterse en la cama-. Pero me alegra mucho no haberme negado, porque el molinero es mi mejor amigo y, además, va a darme su carretilla.
A la mañana siguiente, muy temprano, el molinero llegó por el dinero de su saco de harina, pero el pequeño Hans estaba tan rendido, que no se había levantado aún de la cama.
-¡Palabra! -exclamó el molinero-. Eres muy perezoso. Cuando pienso que acabo de darte mi carretilla, creo que podrías trabajar con más ardor. La pereza es un gran vicio y no quisiera yo que ninguno de mis amigos fuera perezoso o apático. No creas que te hablo sin miramientos. Claro es que no te hablaría así si no fuese amigo tuyo. Pero, ¿de qué serviría la amistad si no pudiera uno decir claramente lo que piensa? Todo el mundo puede decir cosas amables y esforzarse en ser agradable y en halagar, pero un amigo sincero dice cosas molestas y no teme causar pesadumbre. Por el contrario, si es un amigo verdadero, lo prefiere, porque sabe que así hace bien.
-Lo siento mucho -respondió el pequeño Hans, restregándose los ojos y quitándose el gorro de dormir-. Pero estaba tan rendido, que creía haberme acostado hace poco y escuchaba cantar a los pájaros. ¿No sabes que trabajo siempre mejor cuando he oído cantar a los pájaros?
-¡Bueno, tanto mejor! -replicó el molinero dándole una palmada en el hombro-; porque necesito que arregles la techumbre de mi granero.
El pequeño Hans tenía gran necesidad de ir a trabajar a su jardín porque hacía dos días que no regaba sus flores, pero no quiso decir que no al molinero, que era un buen amigo para él.
-¿Crees que no sería amistoso decirte que tengo que hacer? -preguntó con voz humilde y tímida. -No creí nunca, a fe mía -contestó el molinero-, que fuese mucho pedirte, teniendo en cuenta que acabo de regalarte mi carretilla, pero claro es que lo haré yo mismo si te niegas.
-¡Oh, de ningún modo! -exclamó el pequeño Hans, saltando de su cama.
Se vistió y fue al granero.
Trabajó allí durante todo el día hasta el anochecer, y al ponerse el sol, vino el molinero a ver hasta dónde había llegado.
-¿Has tapado el boquete del techo, pequeño Hans? -gritó el molinero con tono alegre.
-Está casi terminado -respondió Hans, bajando de la escalera.
-¡Ah! -dijo el molinero-. No hay trabajo tan delicioso como el que se hace por otro.
-¡Es un encanto oírte hablar! -respondió el pequeño Hans, que descansaba secándose la frente-. Es un encanto, pero temo no tener yo nunca ideas tan hermosas como tú.
-¡Oh, ya las tendrás! -dijo el molinero-; pero habrás de tomarte más trabajo. Por ahora no posees más que la práctica de la amistad. Algún día poseerás también la teoría.
-¿Crees eso de verdad? -preguntó el pequeño Hans.
-Indudablemente -contestó el molinero-. Pero ahora que has arreglado el techo, mejor harás en volverte a tu casa a descansar, pues mañana necesito que lleves mis carneros a la montaña.
El pobre Hans no se atrevió a protestar, y al día siguiente, al amanecer, el molinero condujo sus carneros hasta cerca de su casita y Hans se marchó con ellos a la montaña. Entre ir y volver se le fue el día, y cuando regresó estaba tan cansado, que se durmió en su silla y no se despertó hasta entrada la mañana.
-¡Qué tiempo más delicioso tendrá mi jardín! -se dijo, e iba a ponerse a trabajar; pero por un motivo u otro no tuvo tiempo de echar un vistazo a sus flores; llegaba su amigo el molinero y le mandaba muy lejos a recados o le pedía que fuese a ayudar en el molino. Algunas veces el pequeño Hans se apuraba grandemente al pensar que sus flores creerían que las había olvidado; pero se consolaba pensando que el molinero era su mejor amigo.
-Además -acostumbraba a decirse- va a darme su carretilla, lo cual es un acto de puro desprendimiento. Y el pequeño Hans trabajaba para el molinero, y éste decía muchas cosas bellas sobre la amistad, cosas que Hans copiaba en su libro verde y que releía por la noche, pues era culto.
Ahora bien; sucedió que una noche, estando el pequeño Hans sentado junto al fuego, dieron un aldabonazo en la puerta.
La noche era negrísima. El viento soplaba y rugía en torno de la casa de un modo tan terrible, que Hans pensó al principio si sería el huracán el que sacudía la puerta.
Pero sonó un segundo golpe y después un tercero más violento que los otros.
-Será de algún pobre viajero -se dijo el pequeño Hans y corrió a la puerta.
El molinero estaba en el umbral con una linterna en una mano y un grueso garrote en la otra.
-Querido Hans -gritó el molinero-, me aflige un gran pesar. Mi chico se ha caído de una escalera, hiriéndose. Voy a buscar al médico. Pero vive lejos de aquí y la noche es tan mala, que he pensado que fueses tú en mi lugar. Ya sabes que te doy mi carretilla. Por eso estaría muy bien que hicieses algo por mí en cambio.
-Seguramente -exclamó el pequeño Hans-; me alegra mucho que se te haya ocurrido venir. Iré en seguida. Pero debías dejarme tu linterna, porque la noche es tan oscura, que temo caer en alguna zanja.
-Lo siento muchísimo -respondió el molinero-, pero es mi linterna nueva y sería una gran pérdida que le ocurriese algo.
-¡Bueno, no hablemos más! Me pasaré sin ella -dijo el pequeño Hans.
Se puso su gran capa de pieles, su gorro encarnado de gran abrigo, se enrolló su tapabocas alrededor del cuello y partió.
¡Qué terrible tempestad se desencadenaba!
La noche era tan negra, que el pequeño Hans no veía apenas, y el viento tan fuerte, que le costaba gran trabajo andar.
Sin embargo, él era muy animoso, y después de caminar cerca de tres horas, llegó a casa del médico y llamó a su puerta.
-¿Quién es? -gritó el doctor, asomando la cabeza a la ventana de su habitación.
-¡El pequeño Hans, doctor!
-¿Y qué deseas, pequeño Hans?
-El hijo del molinero se ha caído de una escalera y se ha herido y es necesario que vaya usted en seguida.
-¡Muy bien! -replicó el doctor.
Enjaezó en el acto su caballo, se calzó sus grandes botas, y, cogiendo su linterna, bajó la escalera. Se dirigió a casa del molinero, llevando al pequeño Hans a pie, detrás de él.
Pero la tormenta arreció. Llovía a torrentes y el pequeño Hans no podía ni ver por dónde iba, ni seguir al caballo.
Finalmente, perdió su camino, estuvo vagando por el páramo, que era un paraje peligroso lleno de hoyos profundos, cayó en uno de ellos el pobre Hans y se ahogó.
A la mañana siguiente, unos pastores encontraron su cuerpo flotando en una gran charca y le llevaron a su casita.
Todo el mundo asistió al entierro del pequeño Hans porque era muy querido. Y el molinero figuró a la cabeza del duelo.
-Era yo su mejor amigo -decía el molinero-; justo es que ocupe el sitio de honor.
Así es que fue a la cabeza del cortejo con una larga capa negra; de cuando en cuando se enjugaba los ojos con un gran pañuelo de hierbas.
-El pequeño Hans representa ciertamente una gran pérdida para todos nosotros -dijo el hojalatero una vez terminados los funerales y cuando el acompañamiento estuvo cómodamente instalado en la posada, bebiendo vino dulce y comiendo buenos pasteles.
-Es una gran pérdida, sobre todo para mí -contestó el molinero-. A fe mía que fui lo bastante bueno para comprometerme a darle mi carretilla y ahora no sé qué hacer de ella. Me estorba en casa, y está en tal mal estado, que si la vendiera no sacaría nada. Os aseguro que de aquí en adelante no daré nada a nadie. Se pagan siempre las consecuencias de haber sido generoso.
-Y es verdad -replicó la rata de agua después de una larga pausa.
-¡Bueno! Pues nada más -dijo el pardillo.
-¿Y qué fue del molinero? -dijo la rata de agua.
-¡Oh! No lo sé a punto fijo -contesto el pardillo y verdaderamente me da igual.
-Es evidente que su carácter de usted no es nada simpático -dijo la rata de agua.
-Temo que no haya usted comprendido la moraleja de la historia -replicó el pardillo.
-¿La qué? -gritó la rata de agua.
-La moraleja.
-¿Quiere eso decir que la historia tiene una moraleja?
-¡Claro que sí! -afirmó el pardillo.
-¡Caramba! -dijo la rata con tono iracundo-. Podía usted habérmelo dicho antes de empezar. De ser así no le hubiera escuchado, con toda seguridad. Le hubiese dicho indudablemente: «¡Psé!», como el crítico. Pero aún estoy a tiempo de hacerlo.
Gritó su «¡Psé!» a toda voz, y dando un coletazo, se volvió a su agujero.
-¿Qué le parece a usted la rata de agua? -preguntó la pata, que llegó chapoteando algunos minutos después-. Tiene muchas buenas cualidades, pero yo, por mi parte, tengo sentimientos de madre y no puedo ver a un solterón empedernido sin que se me salten las lágrimas.
-Temo haberle molestado -respondió el pardillo-. El hecho es que le he contado una historia que tiene su moraleja.
-¡Ah, eso es siempre una cosa peligrosísima! -dijo la pata.
-Y yo comparto su opinión en absoluto.