-I-
¿Quién era? No
podía ser la madre del niño recién nacido, de aquel niño de piel rosada, llena
de arrugas, cuyos puñitos apretados eran los únicos puños que podían cerrarse
ante las miradas agudas de las celadoras. No podía ser la madre recién llegada,
cuyo hijo acababa casi de abrir los ojos a la luz de aquellas galerías, cuya
claridad no descubría graciosos pájaros, ni iluminaba un solo árbol, un árbol
siquiera, que pudiera contar el paso de las estaciones con su desgranar de
capullos en cada rama o su crujir de hojas secas bajo los invisibles dedos del
viento. No podía ser aquella madre nueva, cuyos labios pálidos sellaban el
camino de la libertad del marido («Podéis matarme, pero no diré por dónde se fue»).
Su cabello
apretado en rueda sobre la nuca todavía no encanecía. Sus manos alzaban al hijo
para que recibiera el rayo de sol que paseaba despacio, de doce a una, por el
patio, para que recibiera el aire delgado que a las oscuras celdas no quería
pasar. No podía ser tampoco la madre del niño doliente, que no sabía lo que era
un caballo, ni menos aún conocía la leche de la vaca mugidora, e ignoraba que
dos hileras de casas formaban una calle, y varias casas puestas en rueda forman
una plaza. El niño de piernas de alambre, que desconocía otras aves que no
fueran aquellas que cruzaban por encima del penal, con un ruido que hacía
temblar todos sus pequeños huesos.
No podía ser
tampoco la maestra. La maestra no era joven ni bella. Sus manos se habían
deformado con ropas ajenas. Había lavado en lavaderos públicos, en pilas frías,
por las cuales pasaban ropas de todas partes, pero sobre todo señaladas con un
signo (USA) que la maestra conocía muy bien; en lavaderos de hospitales,
oscuros, húmedos, acompañada a veces de algún cadáver, en espera de la noche
para ser rescatado por la tierra. Así se enclavijaron los dedos de sus manos,
mientras los niños españoles no sabían que dos y dos son cuatro. Cuando en las
batas tiesas de un hospital aparecieron unas hojitas en contra de Franco y de
los yanquis, la maestra fue puesta en cautiverio. Y ahora sus dedos torcidos
apenas pueden sostener el pedazo de lápiz que escribe, para los hijos de las
presas, cuántos días tiene un año sin leche, sin pájaros, sin juguetes, y con aquellas
grandes alas de metal norteamericano traspasando los aires… No podía ser
tampoco la maestra.
No podía ser la
anciana de los zuecos (otro beso de amor sobre un camino). Le preguntaban
«¿Dónde está tu hijo?», y ella respondía «¡Sábelo Dios!». Y ahora estaba allí,
en el día eterno de la cárcel, con sus viejos zuecos, que nadie podía
arrancarle de los pies y que producían durante todo el día un ruido seco por
las galerías y el patio, añorando las viejas piedras de la aldea. No podía ser
tampoco la vieja de los zuecos
¿Pues quién
entonces?, ¿quién era? ¿Carlota, la de los ataques; Jacinta, la Madrileña;
Pepa, la Tuerta (culpa fue del vergajazo de la funcionaria); Maruja, la Liviana
(flaca como un perro flaco, saltarina y ligera como un alambre azotado por el
vendaval); Filo, la Asturiana; Carmen; Amparo…? ¿Quién de ellas? ¿Cuál de todas
aquellas sombras de mujer era «ella»?
Seguir leyendo