José Manuel Caballero Bonald acaba de recibir el Premio Cervantes de las Letras. Su universo literario de la Argónida recibe de esta manera el reconocimiento a una labor literaria infatigable, caracterizada por el dominio exquisito del lenguaje y su barroquismo.
Detengámonos en algunas de las curiosidades de su biografía:
* Escribió un poema de 3.000 versos sin signos de puntuación. Se llama "Entreguerras".
* Fue amante de la mujer de Cela. Es uno de los gossip más jugosos del mundo literario español. Bonald mantuvo una relación con la mujer de Camilo José Cela, Rosario Conde, durante varios años. Lo contó ella misma a Interviú en noviembre de 1989 cuando Cela ya se había ido con Marina Castaño.* Fue productor de Vainica Doble. "Yo durante algún tiempo fui productor discográfico y una de mis realizaciones, de las que estoy más contento, fue el disco de Vainica Doble Heliotropo", contó en un encuentro digital en El Mundo en 2001.
* Odia el deporte. "No soy deportista, creo que el deporte es una nociva costumbre social", dijo una vez.
* Pasó el típico año en la cama que le descubrió la literatura. "En mi adolescencia estuve un año en cama, reposando, y entonces conocí la literatura, un viejo amigo de casa, amante de los libros me prestó la antología de la poesía española que había hecho Diego y los poemas de Juan Ramón Jiménez, y entonces quise ser poeta…".
Más curiosidades aquí.
En el año 1950 consiguió el premio Platero por su poema "Mendigo", un poema con el que el personaje no es más que el reflejo de la miseria social de la época:
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Torpemente
venía cada tarde con su humildad cansada,
con sus manos heroicas de obediencia,
rebuscando una última sobra de compasión,
un residuo de hambre que ya no nos sirviese.
Sonreía a los pájaros y era nuestra su furtiva
bondad, se nos hacía nuestra su costumbre
de no tener amor, su terrible paciencia extenuada
de ir restaurando a trechos un muñón de vestido,
una leña de vida, un ademán de abyecta caridad.
Inquilino de cada humano corazón,
qué precio, y no regalo, el que iba pidiendo
en un pecho dichoso, en una puerta de madera alegre,
ahorrándonos la lástima con la que se ayudaba
al alquiler inconsolable de su vida.
venía cada tarde con su humildad cansada,
con sus manos heroicas de obediencia,
rebuscando una última sobra de compasión,
un residuo de hambre que ya no nos sirviese.
Sonreía a los pájaros y era nuestra su furtiva
bondad, se nos hacía nuestra su costumbre
de no tener amor, su terrible paciencia extenuada
de ir restaurando a trechos un muñón de vestido,
una leña de vida, un ademán de abyecta caridad.
Inquilino de cada humano corazón,
qué precio, y no regalo, el que iba pidiendo
en un pecho dichoso, en una puerta de madera alegre,
ahorrándonos la lástima con la que se ayudaba
al alquiler inconsolable de su vida.
Pasó durante muchos días
frente a nuestra miseria
y él la iba mostrando, la iba haciendo de todos,
la cambiaba por cuencos de esperanza vacíos,
por un pan para nunca (perdone usted por Dios),
por una nada que tuviésemos que darle
para hermanar lo pobre con lo pobre.
Y volvía, cada tarde volvía
como si fuese una llaga que se acerca para doler,
que viene andando mientras muda de cuerpo,
y volvía a pesar de nuestra igualdad de desvalidos,
a pesar de que teníamos un mismo préstamo para vivir,
de que éramos casi tributarios de su humana intemperie.
y él la iba mostrando, la iba haciendo de todos,
la cambiaba por cuencos de esperanza vacíos,
por un pan para nunca (perdone usted por Dios),
por una nada que tuviésemos que darle
para hermanar lo pobre con lo pobre.
Y volvía, cada tarde volvía
como si fuese una llaga que se acerca para doler,
que viene andando mientras muda de cuerpo,
y volvía a pesar de nuestra igualdad de desvalidos,
a pesar de que teníamos un mismo préstamo para vivir,
de que éramos casi tributarios de su humana intemperie.
Hasta que al fin, de pronto, no
volvió más.
Su terco cuerpo ultrajado, su inclemencia de despojo,
su bocanada de rotura comunal,
se fueron no sé dónde. Era el otoño
y no venía a pedirnos
la renta de nuestro poco de prójimos inútiles.
Quizá alguien no supo
restañar su indigencia (no hay nada, hermano,
vuelva otro día) y ya no quiso volver más,
ya no quiso enfrentarse más con esa nada ajena,
dando tumbos de gratitud mezquina entre las sombras,
rodando desde su inválida hermandad.
Su terco cuerpo ultrajado, su inclemencia de despojo,
su bocanada de rotura comunal,
se fueron no sé dónde. Era el otoño
y no venía a pedirnos
la renta de nuestro poco de prójimos inútiles.
Quizá alguien no supo
restañar su indigencia (no hay nada, hermano,
vuelva otro día) y ya no quiso volver más,
ya no quiso enfrentarse más con esa nada ajena,
dando tumbos de gratitud mezquina entre las sombras,
rodando desde su inválida hermandad.
Pero aquí se ha quedado la pobreza
que somos,
haciéndose mayor, envileciéndose de verse solitaria
como un dolor que hubiera menester de otro dolor,
y ese pan que apenas si nos sobra,
que apenas si nos vale para partir en dos lo único,
nos emplaza en la vida como reclusos perpetuos,
como condenados a padecer de algún hambre diaria,
y puede ser que el vaho de su miga anhelante
reduzca a servidumbre la escasez de consuelo
para que sí podamos compartir nuestra miseria
haciéndose mayor, envileciéndose de verse solitaria
como un dolor que hubiera menester de otro dolor,
y ese pan que apenas si nos sobra,
que apenas si nos vale para partir en dos lo único,
nos emplaza en la vida como reclusos perpetuos,
como condenados a padecer de algún hambre diaria,
y puede ser que el vaho de su miga anhelante
reduzca a servidumbre la escasez de consuelo
para que sí podamos compartir nuestra miseria