viernes, 31 de enero de 2020

Benito Pérez Galdós: El Don Juan


Esta no se me escapa: no se me escapa, aunque se opongan a mi triunfo todas las potencias infernales», dije yo siguiéndola a algunos pasos de distancia, sin apartar de ella los ojos, sin cuidarme de su acompañante, sin pensar en los peligros que aquella aventura ofrecía.
¡Cuánto me acuerdo de ella! Era alta, rubia, esbelta, de grandes y expresivos ojos, de majestuoso y agraciado andar, de celestial y picaresca sonrisa. Su nariz, terminada en una hermosa línea levemente encorvada, daba a su rostro una expresión de desdeñosa altivez, capaz de esclavizar medio mundo. Su respiración era ardiente y fatigada, marcando con acompasadas depresiones y expansiones voluptuosas el movimiento de la máquina sentimental, que andaba con una fuerza de caballos de buena raza inglesa. Su mirada no era definible; de sus ojos, medio cerrados por el sopor normal que la irradiación calurosa de su propia tez le producía, salían furtivos rayos, destellos perdidos que quemaban mi alma. Pero mi alma quería quemarse, y no cesaba de revolotear como imprudente mariposa en torno a aquella luz. Sus labios eran coral finísimo; su cuello, primoroso alabastro; sus manos, mármol delicado y flexible; sus cabellos, doradas hebras que las del mismo sol escurecían. En el hemisferio meridional de su rostro, a algunos grados del meridiano de su nariz y casi a la misma latitud que la boca, tenía un lunar, adornado de algunos sedosos cabellos que, agitados por el viento, se mecían como frondoso cañaveral. Su pie era tan bello, que los adoquines parecían convertirse en flores cuando ella pasaba; de los movimientos de sus brazos, de las oscilaciones de su busto, del encantador vaivén de su cabeza, ¿qué puedo decir? Su cuerpo era el centro de una infinidad de irradiaciones eléctricas, suficientes para dar alimento para un año al cable submarino.
No había oído su voz; de repente la oí. ¡Qué voz, Santo Dios!, parecía que hablaban todos los ángeles del cielo por boca de su boca. Parecía que vibraba con sonora melodía el lunar, corchea escrita en el pentagrama de su cara. Yo devoré aquella nota; y digo que la devoré, porque me hubiera comido aquel lunar, y hubiera dado por aquella lenteja mi derecho de primogenitura sobre todos los don Juanes de la tierra.
Su voz había pronunciado estas palabras, que no puedo olvidar:
–Lurenzo, ¿sabes que comería un bucadu? –Era gallega.
–Angel mío –dijo su marido, que era el que la acompañaba–: aquí tenemos el café del Siglo, entra y tomaremos jamón en dulce.
Entraron, entré; se sentaron, me senté (enfrente); comieron, comí (ellos jamón, yo… no me acuerdo de lo que comí; pero lo cierto es que comí).
Él no me quitaba los ojos de encima. Era un hombre que parecía hecho por un artífice de Alcorcón, expresamente para hacer resaltar la belleza de aquella mujer gallega, pero modelada en mármol de Paros por Benvenuto Cellini. Era un hombre bajo y regordete, de rostro apergaminado y amarillo como el forro de un libro viejo: sus cejas angulosas y las líneas de su nariz y de su boca tenían algo de inscripción. Se le hubiera podido comparar a un viejo libro de 700 páginas, voluminoso, ilegible y apolillado. Este hombre estaba encuadernado en un enorme gabán pardo con cantos de lanilla azul.
Después supe que era un bibliómano.
Yo empecé a deletrear la cara de mi bella galleguita.
Soy fuerte en la paleontología amorosa. Al momento entendí la inscripción, y era favorable para mí.
–Victoria –dije, y me preparé a apuntar a mi nueva víctima en mi catálogo. Era el número 1.003.
Comieron, y se hartaron, y se fueron.
Ella me miró dulcemente al salir. Él me lanzó una mirada terrible, expresando que no las tenía todas consigo; de cada renglón de su cara parecía salir una chispa de fuego indicándome que yo había herido la página más oculta y delicada de su corazón, la página o fibra de los celos.
Salieron, salí.
Entonces era yo el don Juan más célebre del mundo, era el terror de la humanidad casada y soltera. Relataros la serie de mis triunfos sería cosa de no acabar. Todos querían imitarme; imitaban mis ademanes, mis vestidos. Venían de lejanas tierras sólo para verme. El día en que pasó la aventura que os refiero era un día de verano, yo llevaba un chaleco blanco y unos guantes de color de fila, que estaban diciendo comedme.
Se pararon, me paré; entraron, esperé; subieron, pasé a la acera de enfrente.
En el balcón del quinto piso apareció una sombra: ¡es ella!, dije yo, muy ducho en tales lances.
Me acerqué, miré a lo alto, extendí una mano, abrí la boca para hablar, cuando de repente, ¡cielos misericordiosos! ¡cae sobre mí un diluvio!… ¿de qué? No quiero que este pastel quede, si tal cosa nombro, como quedaron mi chaleco y mis guantes.
Me llené de ira: me habían puesto perdido. En un acceso de cólera, entro y subo rápidamente la escalera.
Al llegar al tercer piso, sentí que abrían la puerta del quinto. El marido apareció y descargó sobre mí con todas sus fuerzas un objeto que me descalabró: era un libro que pesaba sesenta libras. Después otro del mismo tamaño, después otro y otro; quise defenderme, hasta que al fin una Compilatio decretalium me remató: caí al suelo sin sentido.
Cuando volví en mí, me encontré en el carro de la basura.
Levanteme de aquel lecho de rosas, y me alejé como pude. Miré a la ventana: allí estaba mi verdugo en traje de mañana, vestido a la holandesa; sonrió maliciosamente y me hizo un saludo que me llenó de ira.
Mi aventura 1.003 había fracasado. Aquélla era la primera derrota que había sufrido en toda mi vida. Yo, el don Juan por excelencia, ¡el hombre ante cuya belleza, donaire, desenfado y osadía se habían rendido las más meticulosas divinidades de la tierra!… Era preciso tomar la revancha en la primera ocasión. La fortuna no tardó en presentármela.
Entonces, ¡ay!, yo vagaba alegremente por el mundo, visitaba los paseos, los teatros, las reuniones y también las iglesias.
Una noche, el azar, que era siempre mi guía, me había llevado a una novena: no quiero citar la iglesia, por no dar origen a sospechas peligrosas. Yo estaba oculto en una capilla, desde donde sin ser visto dominaba la concurrencia. Apoyada en una columna vi una sombra, una figura, una mujer. No pude ver su rostro, ni su cuerpo, ni su ademán, ni su talle, porque la cubrían unas grandes vestiduras negras desde la coronilla hasta las puntas de los pies. Yo colegí que era hermosísima, por esa facultad de adivinación que tenemos los don Juanes.
Concluyó el rezo; salió, salí; un joven la acompañaba, «¡su esposo!», dije para mí, algún matrimonio en la luna de miel.
Entraron, me paré y me puse a mirar los cangrejos y langostas que en un restaurante cercano se veían expuestos al público. Miré hacia arriba, ¡oh felicidad! Una mujer salía del balcón, alargaba la mano, me hacía señas… Cercioreme de que no tenía en la mano ningún ánfora de alcoba, como el maldito bibliómano, y me acerqué. Un papel bajó revoloteando como una mariposa hasta posarse en mi hombro. Leí: era una cita. ¡Oh fortuna!, ¡era preciso escalar un jardín, saltar tapias!, eso era lo que a mí me gustaba. Llegó la siguiente noche y acudí puntual. Salté la tapia y me hallé en el jardín.
Un tibio y azulado rayo de luna, penetrando por entre las ramas de los árboles, daba melancólica claridad al recinto y marcaba pinceladas y borrones de luz sobre todos los objetos.
Por entre las ramas vi venir una sombra blanca, vaporosa: sus pasos no se sentían, avanzaba de un modo misterioso, como si una suave brisa la empujara. Acercose a mí y me tomó de una mano; yo proferí las palabras más dulces de mi diccionario, y la seguí; entramos juntos en la casa. Ella andaba con lentitud y un poco encorvada hacia adelante. Así deben andar las dulces sombras que vagan por el Elíseo, así debía andar Dido cuando se presentó a los ojos de Eneas el Pío.
Entramos en una habitación oscura. Ella dio un suspiro que así de pronto me pareció un ronquido, articulado por unas fauces llenas de rapé. Sin embargo, aquel sonido debía salir de un seno inflamado con la más viva llama del amor. Yo me postré de rodillas, extendí mis brazos hacia ella… cuando de pronto un ruido espantoso de risas resonó detrás de mí; abriéronse puertas y entraron más de veinte personas, que empezaron a darme de palos y a reír como una cuadrilla de demonios burlones. El velo que cubría mi sombra cayó, y vi, ¡Dios de los cielos!, era una vieja de más de noventa años, una arpía arrugada, retorcida, seca como una momia, vestigio secular de una mujer antediluviana, de voz semejante al gruñido de un perro constipado; su nariz era un cuerno, su boca era una cueva de ladrones, sus ojos, dos grietas sin mirada y sin luz. Ella también se reía, ¡la maldita!, se reía como se reiría la abuela de Lucifer, si un don Juan le hubiera hecho el amor.
Los golpes de aquella gente me derribaron; entre mis azotadores estaban el bibliómano y su mujer, que parecían ser los autores de aquella trama.
Entre puntapiés, pellizcos, bastonazos y pescozones, me pusieron en la calle, en medio del arroyo, donde caí sin sentido, hasta que las matutinas escobas municipales me hicieron levantar. Tal fue la singular aventura del don Juan más célebre del universo. Siguieron otras por el estilo; y siempre tuve tan mala suerte, que constantemente paraba en los carros que recogen por las mañanas la inmundicia acumulada durante la noche. Un día me trajeron a este sitio, donde me tienen encerrado, diciendo que estoy loco. La sociedad ha tenido que aherrojarme como a una fiera asoladora; y en verdad, a dejarme suelto, yo la hubiera destruido.

sábado, 18 de enero de 2020

Mapa conceptual de las Actividades económicas en España



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Presentación sobre las actividades económicas
Presentación sobre el sector primario
Presentación sobre el sector secundario
Presentación sobre el sector terciario

domingo, 12 de enero de 2020

Mapa conceptual sobre El texto. La lengua y sus niveles. Unidad y variedad de la lengua


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Niveles de la lengua. Ejercicio

Los niveles del lenguaje. Actividades

Niveles de la lengua

 Ejercicios interactivos sobre las variedades de la lengua (en Ciceros)

Variedades de la Lengua o registros

martes, 7 de enero de 2020

Roald Dahl: Cordero asado


La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.
Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel -estaba en el sexto mes del embarazo- había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.
Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.
Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.
-¡Hola, querido! -dijo ella.
-¡Hola! -contestó él.
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir -como siente un bañista al calor del sol- la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.
-¿Cansado, querido?
-Sí -respondió él-, estoy cansado.
Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.
Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.
-Yo te lo serviré -dijo ella, levantándose.
-Siéntate -dijo él secamente.
Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
-Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? -Le observó mientras él bebía el whisky-. Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día -dijo ella.
Él no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.
-Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.
-No -dijo él.
-Si estás demasiado cansado para comer fuera -continuó ella-, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
-Bueno -agregó ella-, te sacaré queso y unas galletas.
-No quiero -dijo él.
Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
-Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.
-No me apetece -dijo él.
-¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.
Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
-Siéntate -dijo él-, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada -. Vamos -dijo él-, siéntate.
Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. Él había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.
-Tengo algo que decirte.
-¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
Él se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.
-Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo -dijo-, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.
Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.
-Eso es todo -añadió-, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.
Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.
-Prepararé la cena -dijo con voz ahogada.
Esta vez él no contestó.
Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.
Era una pierna de cordero.
Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.
Se detuvo.
-Por el amor de Dios -dijo él al oírla, sin volverse-, no hagas cena para mí. Voy a salir.
En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.
La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.
Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.
«Bien -se dijo a sí misma-, ya lo has matado.»
Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad, sería un descanso. Pero, por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?
Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.
-Hola, Sam -dijo en voz alta. La voz sonaba rara también-. Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.
Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.
-Hola, Sam -dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.
-¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
-Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
-Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche -le dijo-. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.
-¿Quiere carne, señora Maloney?
-No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.
-¡Oh!
-No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?
-Personalmente -dijo el tendero-, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?
-¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.
-¿Nada más? -El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía-. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego?
-Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
El hombre echó una mirada a la tienda.
-¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.
-Magnífico -dijo ella-, le encanta.
Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
-Gracias, Sam. Buenas noches.
Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
«Eso es -se dijo a sí misma-, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»
Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.
-¡Patrick! -llamó-, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.
Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.
Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:
-¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
-¿Quién habla?
-La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
-¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?
-Creo que sí -gimió ella-. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.
-Iremos en seguida -dijo el hombre.
El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida -en realidad conocía a casi todos los del distrito- y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O’Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.
-¿Está muerto? -preguntó ella.
-Me temo que sí… ¿qué ha ocurrido?
Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O’Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.
Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo dela Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.
Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno -allí estaba, asándose- y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.
-¿A qué tienda ha ido usted? -preguntó uno de los detectives.
Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.
«…, parecía normal…, muy contenta…, quería prepararle una buena cena…, guisantes…, pastel de queso…, imposible que ella…»
Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.
-No -dijo ella.
No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
-Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? -preguntó Jack Nooan.
-No -dijo ella.
Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.
La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.
-Es la vieja historia -dijo él-, encontraremos el arma y tendremos al criminal.
Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
-¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? -le preguntó-. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?
-No tenemos jarrones de metal -dijo ella.
-¿Y un atizador?
-No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
La búsqueda continuó.
Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.
-Jack -dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado-, ¿me quiere servir una bebida?
-Sí, claro. ¿Quiere whisky?
-Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
-¿Por qué no se sirve usted otro? -dijo ella-; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.
-Bueno -contestó él-, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.
Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.
El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
-Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?
-¡Dios mío! -gritó ella-. ¡Es verdad!
-¿Quiere que vaya a apagarlo?
-¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.
-Jack Nooan -dijo.
-¿Sí?
-¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
-Si está en nuestras manos, señora Maloney…
-Bien -dijo ella-. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.
-Ni pensarlo -dijo el sargento Nooan.
-Por favor -pidió ella-, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.
-¿Quieres más, Charlie?
-No, será mejor que no lo acabemos.
-Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
-Bueno, dame un poco más.
-Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.
-Por eso debería ser fácil de encontrar.
-Eso es lo que a mí me parece.
-Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario. Uno de ellos eructó:
-Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
-Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.

La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.
Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel -estaba en el sexto mes del embarazo- había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.
Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.
Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.
-¡Hola, querido! -dijo ella.
-¡Hola! -contestó él.
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir -como siente un bañista al calor del sol- la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.
-¿Cansado, querido?
-Sí -respondió él-, estoy cansado.
Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.
Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.
-Yo te lo serviré -dijo ella, levantándose.
-Siéntate -dijo él secamente.
Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
-Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? -Le observó mientras él bebía el whisky-. Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día -dijo ella.
Él no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.
-Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.
-No -dijo él.
-Si estás demasiado cansado para comer fuera -continuó ella-, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
-Bueno -agregó ella-, te sacaré queso y unas galletas.
-No quiero -dijo él.
Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
-Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.
-No me apetece -dijo él.
-¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.
Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
-Siéntate -dijo él-, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada -. Vamos -dijo él-, siéntate.
Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. Él había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.
-Tengo algo que decirte.
-¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
Él se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.
-Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo -dijo-, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.
Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.
-Eso es todo -añadió-, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.
Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.
-Prepararé la cena -dijo con voz ahogada.
Esta vez él no contestó.
Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.
Era una pierna de cordero.
Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.
Se detuvo.
-Por el amor de Dios -dijo él al oírla, sin volverse-, no hagas cena para mí. Voy a salir.
En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.
La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.
Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.
«Bien -se dijo a sí misma-, ya lo has matado.»
Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad, sería un descanso. Pero, por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?
Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.
-Hola, Sam -dijo en voz alta. La voz sonaba rara también-. Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.
Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.
-Hola, Sam -dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.
-¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
-Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
-Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche -le dijo-. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.
-¿Quiere carne, señora Maloney?
-No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.
-¡Oh!
-No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?
-Personalmente -dijo el tendero-, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?
-¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.
-¿Nada más? -El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía-. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego?
-Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
El hombre echó una mirada a la tienda.
-¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.
-Magnífico -dijo ella-, le encanta.
Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
-Gracias, Sam. Buenas noches.
Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
«Eso es -se dijo a sí misma-, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»
Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.
-¡Patrick! -llamó-, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.
Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.
Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:
-¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
-¿Quién habla?
-La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
-¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?
-Creo que sí -gimió ella-. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.
-Iremos en seguida -dijo el hombre.
El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida -en realidad conocía a casi todos los del distrito- y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O’Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.
-¿Está muerto? -preguntó ella.
-Me temo que sí… ¿qué ha ocurrido?
Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O’Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.
Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo dela Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.
Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno -allí estaba, asándose- y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.
-¿A qué tienda ha ido usted? -preguntó uno de los detectives.
Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.
«…, parecía normal…, muy contenta…, quería prepararle una buena cena…, guisantes…, pastel de queso…, imposible que ella…»
Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.
-No -dijo ella.
No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
-Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? -preguntó Jack Nooan.
-No -dijo ella.
Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.
La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.
-Es la vieja historia -dijo él-, encontraremos el arma y tendremos al criminal.
Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
-¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? -le preguntó-. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?
-No tenemos jarrones de metal -dijo ella.
-¿Y un atizador?
-No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
La búsqueda continuó.
Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.
-Jack -dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado-, ¿me quiere servir una bebida?
-Sí, claro. ¿Quiere whisky?
-Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
-¿Por qué no se sirve usted otro? -dijo ella-; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.
-Bueno -contestó él-, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.
Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.
El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
-Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?
-¡Dios mío! -gritó ella-. ¡Es verdad!
-¿Quiere que vaya a apagarlo?
-¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.
-Jack Nooan -dijo.
-¿Sí?
-¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
-Si está en nuestras manos, señora Maloney…
-Bien -dijo ella-. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.
-Ni pensarlo -dijo el sargento Nooan.
-Por favor -pidió ella-, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.
-¿Quieres más, Charlie?
-No, será mejor que no lo acabemos.
-Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
-Bueno, dame un poco más.
-Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.
-Por eso debería ser fácil de encontrar.
-Eso es lo que a mí me parece.
-Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario. Uno de ellos eructó:
-Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
-Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.