miércoles, 31 de marzo de 2021

Jorge Luis Borges: Alhambra

 Un poema de Borges escrito en Granada en 1976. Borges había visitado Granada y la Alhambra cuando era adolescente. Ese año quiso volver para que María Kodama la conociera. Esta recuerda también, en una entrevista, la incomodidad que sintió ella cuando se disponían a cruzar una de las puertas de la Alhambra, al leer en una placa de cerámica la inscripción con unos versos de Francisco A. de Icaza: “que no hay en la vida nada / como la pena de ser / ciego en Granada”. El escritor, al notarlo, la tranquilizó diciéndole: “No te sientas mal. Tú me la enseñarás con los ojos de otro Oriente”, haciendo alusión a la ascendencia japonesa de Kodama.

Como decía Francisco Ayala, la luminosidad de la Alhambra está percibida por el ciego Borges por medio de los otros sentidos, especialmente el oído y el tacto. El poema evoca la última tarde del rey Boabdil en la ciudad de Granada, que, perdida para siempre, debe entregar a los reyes cristianos.
El hacedor de sueños

jueves, 25 de marzo de 2021

sábado, 20 de marzo de 2021

Leyenda japonesa anónima: El cortador de bambú y la princesa de la luna

 Una de las leyendas más longevas de Japón narra la historia de una bella mujer, proveniente de la luna, que un día llegó a la Tierra. Se trata de la más antigua y quizá la más rara de todas ellas: Taketori Monogatari, "la leyenda del cortador de bambú y la princesa de la luna". Conocida también como Kagya-hime no Monogatari, esta leyenda representa la pieza de ficción japonesa más antigua que se conserva. Está datada a finales del siglo IX o principios del X.

La leyenda del cortador de bambú y la princesa de la luna es para muchas personas una de las creaciones de ciencia ficción más antiguas.

lunes, 15 de marzo de 2021

Antón Chéjov: La calumnia

 La palabra lanzada al viento no tiene vuelta atrás. Nos hacemos esclavos de nuestra palabra, y qué difícil es reparar el entuerto...

jueves, 11 de marzo de 2021

Juan Rulfo: Anacleto Morones

 Este cuento narra lo que le ocurre a un embaucador que se aprovecha de la inocencia de la gente y más concretamente de las beatas a las que supuestamente cura con remedios milagrosos con ayuda de Lucas Lucatero, que es el narrador. Este fue su ayudante, pero no obtuvo el beneficio económico que a él le habría gustado.

Diez mujeres llegan a la casa de Lucas para llevarlo a Amula porque quieren canonizar a Anacleto Morones. Las autoridades eclesiásticas les exigen que traigan a alguien que lo hubiera conocido para que dé testimonio.
A lo largo del relato se van superponiendo las dos visiones del supuesto 'santo', la de las mujeres, que creen a pies juntillas en su beatitud; y la de quien lo conoció de cerca y participó en sus tejemanejes, Lucas Lucatero.
Es, desde luego, una narración que no deja indiferente a quien la lee.

lunes, 8 de marzo de 2021

Miguel Hernández: Vientos del pueblo

 Miguel Hernández arenga al pueblo para que se levante contra el poder que lo somete, que lo subyuga y lo convierte en sumisos ante el poder establecido. Desea que luchen por lo que le corresponde y que no se resigne a seguir sufriendo injusticias.


sábado, 6 de marzo de 2021

Luis Alberto de Cuenca: Mal de ausencia

 Luis A. de Cuenca plantea en estos versos los nefastos efectos de la ausencia y la melancolía en el alma de quien se queda.


jueves, 4 de marzo de 2021

Jorge Luis Borges: El otro

 “El otro” es el primero de los cuentos que se incluyen en El libro de arena, publicado en 1975. En él narra un acontecimiento que, afirma, lo tiene angustiado: estando él en Cambridge, en febrero de 1969, encontró sentado en un banco a un joven a quien reconoció como a él mismo, que aseguraba encontrarse en Ginebra, en 1918.

Estos dos personajes, el narrador —el Borges mayor— y “el otro” —el Borges joven—, se encuentran a orillas de un rio —que los une y los separa—: el Borges mayor está al lado del rio Charles, mientras que el joven está al lado del Ródano. El Borges mayor intenta convencer al joven de que ambos son la misma persona, aunque estén separados por medio siglo de vida. Para demostrárselo, le cuenta intimidades que sólo uno mismo puede saber y a continuación le explica lo que le acontecerá en su vida y en el mundo en los años venideros. El joven, por su parte, pretende convencerse de que este encuentro no es más que un sueño.



El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí.
Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.
Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien; mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la memoria de Álvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Álvaro. La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
—Señor, ¿usted es oriental o argentino?
—Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra —fue la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
—¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?
Me contestó que sí.
—En tal caso —le dije resueltamente— usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.
—No —me respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo del Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches de Lane con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso de la plaza Dubourg.
—Dufour —corrigió.
—Está bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?
—No —respondió—. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.
La objeción era justa. Le contesté:
—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.
—¿Y si el sueño durara? —dijo con ansiedad.
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:
—Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:
—Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejia; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: «Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente». Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito, en casa, ¿Cómo están?