domingo, 20 de octubre de 2019

Isabel Allende: De barro estamos hechos

El mes próximo se cumplen 34 años de la erupción del volcán Nevado del Ruiz el 13 de noviembre de 1985. El suceso se cobró 25.000 vidas, hizo desaparecer la ciudad de Armero y grabó en la memoria colectiva la cara de una chica: Omayra Sánchez. Hoy tendría 46 años...
En recuerdo de aquel acontecimiento Isabel Allende incluyó en su libro Cuentos de Eva Luna el relato "De barro estamos hechos".



Descubrieron la cabeza de la niña asomada en el lodazal, con los ojos abiertos, llamando sin voz. Tenía un nombre de Primera Comunión, Azucena. En aquel interminable cementerio, donde el olor de los muertos atraía a los buitres más remotos y donde los llantos de los huérfanos y los lamentos de los heridos llenaban el aire, esa muchacha obstinada en vivir se convirtió en el símbolo de la tragedia. Tanto transmitieron las cámaras la visión insoportable de su cabeza brotando del barro, como una negra calabaza, que nadie se quedó sin conocerla ni nombrarla. Y siempre que la vimos aparecer en la pantalla, atrás estaba Rolf Carlé, quien llegó al lugar atraído por la noticia, sin sospechar que allí encontraría un trozo de su pasado, perdido treinta años atrás.
Primero fue un sollozo subterráneo que remeció los campos de algodón, encrespándolos como una espumosa ola. Los geólogos habían instalado sus máquinas de medir con semanas de anticipación y ya sabían que la montaña había despertado otra vez. Desde hacía mucho pronosticaban que el calor de la erupción podía desprender los hielos eternos de las laderas del volcán, pero nadie hizo caso de esas advertencias, porque sonaban a cuento de viejas. Los pueblos del valle continuaron su existencia sordos a los quejidos de la tierra, hasta la noche de ese miércoles de noviembre aciago, cuando un largo rugido anunció el fin del mundo y las paredes de nieve se desprendieron, rodando en un alud de barro, piedras y agua que cayó sobre las aldeas, sepultándolas bajo metros insondables del vómito telúrico. Apenas lograron sacudirse la parálisis del primer espanto, los sobrevivientes comprobaron que las casas, las plazas, las iglesias, las blancas plantaciones de algodón, los sombríos bosques del café y los potreros de los toros sementales habían desaparecido. Mucho después, cuando llegaron los voluntarios y los soldados a rescatar a los vivos y sacar la cuenta de la magnitud del cataclismo, calcularon que bajo el lodo había más de veinte mil seres humanos y un número impreciso de bestias, pudriéndose en un caldo viscoso. También habían sido derrotados los bosques y los ríos y no quedaba a la vista sino un inmenso desierto de barro.
Cuando llamaron del Canal en la madrugada, Rolf Carlé y yo estábamos juntos. Salí de la cama aturdida de sueño y partí a preparar café mientras él se vestía de prisa. Colocó sus elementos de trabajo en la bolsa de lona verde que siempre llevaba, y nos despedimos como tantas otras veces. No tuve ningún presentimiento. Me quedé en la cocina sorbiendo mi café y planeando las horas sin él, segura de que al día siguiente estaría de regreso.
Fue de los primeros en llegar, porque mientras otros periodistas se acercaban a los bordes del pantano en jeeps, en bicicletas, a pie, abriéndose camino cada uno como mejor pudo, él contaba con el helicóptero de la televisión y pudo volar por encima del alud. En las pantallas aparecieron las escenas captadas por la cámara de su asistente, donde él se veía sumergido hasta las rodillas, con un micrófono en la mano, en medio de un alboroto de niños perdidos, de mutilados, de cadáveres y de ruinas. El relato nos llegó con su voz tranquila. Durante años lo había visto en los noticiarios, escarbando en batallas y catástrofes, sin que nada le detuviera, con una perseverancia temeraria, y siempre me asombró su actitud de calma ante el peligro y el sufrimiento, como si nada lograra sacudir su fortaleza ni desviar su curiosidad. El miedo parecía no rozarlo, pero él me había confesado que no era hombre valiente, ni mucho menos. Creo que el lente de la máquina tenía un efecto extraño en él, como si lo transportara a otro tiempo, desde el cual podía ver los acontecimientos sin participar realmente en ellos. Al conocerlo más comprendí que esa distancia ficticia lo mantenía a salvo de sus propias emociones.
Rolf Carlé estuvo desde el principio junto a Azucena. Filmó a los voluntarios que la descubrieron y a los primeros que intentaron aproximarse a ella, su cámara enfocaba con insistencia a la niña, su cara morena, sus grandes ojos desolados, la maraña compacta de su pelo. En ese lugar el fango era denso y había peligro de hundirse al pisar. Le lanzaron una cuerda, que ella no hizo empeño en agarrar, hasta que le gritaron que la cogiera, entonces sacó una mano y trató de moverse, pero en seguida se sumergió más. Rolf soltó su bolsa y el resto de su equipo y avanzó en el pantano, comentando para el micrófono de su ayudante que hacía frío y que ya comenzaba la pestilencia de los cadáveres.
–¿Cómo te llamas? –le preguntó a la muchacha y ella le respondió con su nombre de flor–. No te muevas, Azucena –le ordenó Rolf Carlé y siguió hablándole sin pensar qué decía, sólo para distraerla, mientras se arrastraba lentamente con el barro hasta la cintura. El aire a su alrededor parecía tan turbio como el lodo. Por ese lado no era posible acercarse, así es que retrocedió y fue a dar un rodeo por donde el terreno parecía más firme. Cuando al fin estuvo cerca tomó la cuerda y se la amarró bajo los brazos, para que pudieran izarla. Le sonrió con esa sonrisa suya que le achica los ojos y lo devuelve a la infancia, le dijo que todo iba bien, ya estaba con ella, en seguida la sacarían. Les hizo señas a los otros para que halaran, pero apenas se tensó la cuerda la muchacha gritó. Lo intentaron de nuevo y aparecieron sus hombros y sus brazos, pero no pudieron moverla más, estaba atascada. Alguien sugirió que tal vez tenía las piernas comprimidas entre las ruinas de su casa, y ella dijo que no eran sólo escombros, también la sujetaban los cuerpos de sus hermanos, aferrados a ella.
–No te preocupes, vamos a sacarte de aquí –le prometió Rolf. A pesar de las fallas de transmisión, noté que la voz se le quebraba y me sentí tanto más cerca de él por eso. Ella lo miró sin responder.
En las primeras horas Rolf Carlé agotó todos los recursos de su ingenio para rescatarla. Luchó con palos y cuerdas, pero cada tirón era un suplicio intolerable para la prisionera. Se le ocurrió hacer una palanca con unos palos, pero eso no dio resultado y tuvo que abandonar también esa idea. Consiguió un par de soldados que trabajaron con él durante un rato, pero después lo dejaron solo, porque muchas otras víctimas reclamaban ayuda. La muchacha no podía moverse y apenas lograba respirar, pero no parecía desesperada, como si una resignación ancestral le permitiera leer su destino. El periodista, en cambio, estaba decidido a arrebatársela a la muerte. Le llevaron un neumático, que colocó bajo los brazos de ella como un salvavidas, y luego atravesó una tabla cerca del hoyo para apoyarse y así alcanzarla mejor. Como era imposible remover los escombros a ciegas, se sumergió un par de vece para explorar ese infierno, pero salió exasperado, cubierto de lodo, escupiendo piedras. Dedujo que se necesitaba una bomba para extraer el agua y envió a solicitarla por radio, pero volvieron con el mensaje de que no había transporte y no podían enviarla hasta la mañana siguiente.
–¡No podemos esperar tanto! –reclamó Rolf Carlé, pero en aquel zafarrancho nadie se detuvo a compadecerlo. Habrían de pasar todavía muchas horas más antes de que él aceptara que el tiempo se había estancado y que la realidad había sufrido una distorsión irremediable.
Un médico militar se acercó a examinar a los niños y afirmó que su corazón funcionaba bien y que si no se enfriaba demasiado podría resistir esa noche.
–Ten paciencia, Azucena, mañana traerán la bomba –trató de consolarla Rolf Carlé.
–No me dejes sola –le pidió ella. –No, claro que no. Les llevaron café y él se lo dio a la muchacha, sorbo a sorbo. El líquido caliente la animó y empezó a hablar de su pequeña vida, de su familia y de la escuela, de cómo era ese pedazo de mundo antes de que reventara el volcán. Tenía trece años y nunca había salido de los límites de su aldea. El periodista, sostenido por un optimismo prematuro, se convenció de que todo terminaría bien llegaría la bomba, extraerían el agua, quitarían los escombros y Azucena sería trasladada en helicóptero a un hospital, donde se repondría con rapidez y donde él podría visitarla llevándole regalos. Pensó que ya no tenía edad para muñecas y no supo qué le gustaría, tal vez un vestido. No entiendo mucho de mujeres, concluyó divertido, calculando que había tenido muchas en su vida, pero ninguna le había enseñado esos detalles. Para engañar las horas comenzó a contarle sus viajes y sus aventuras de cazador de noticias, y cuando se le agotaron los recuerdos echó mano de la imaginación para inventar cualquier cosa que pudiera distraerla. En algunos momentos ella dormitaba, pero él seguía hablándole en la oscuridad, para demostrarle que no se había ido y para vencer el acoso de la incertidumbre.
Ésa fue una larga noche.
A muchas millas de allí, yo observaba en una pantalla a Rolf Carlé y a la muchacha. No resistí la espera en la casa y me fui a la Televisión Nacional, donde muchas veces pasé noches enteras con él editando programas. Así estuve cerca suyo y pude asomarme a lo que vivió en esos tres días definitivos. Acudí a cuanta gente importante existe en la ciudad, a los senadores de la República, a los generales de las Fuerzas Armadas, al embajador norteamericano y al presidente de la Compañía de Petróleos, rogándoles por una bomba para extraer el barro, pero sólo obtuve vagas promesas. Empecé a pedirla con urgencia por radio y televisión, a ver si alguien podía ayudarnos. Entre llamadas corría al centro de recepción para no perder las imágenes del satélite, que llegaban a cada rato con nuevos detalles de la catástrofe. Mientras los periodistas seleccionaban las escenas de más impacto para el noticiario, yo buscaba aquellas donde aparecía el pozo de Azucena. La pantalla reducía el desastre a un solo plano y acentuaba la tremenda distancia que me separaba de Rolf Carlé, sin embargo yo estaba con él, cada padecimiento de la niña me dolía como a él, sentía su misma frustración, su misma impotencia. Ante la imposibilidad de comunicarme con él, se me ocurrió el recurso fantástico de concentrarme para alcanzarlo con la fuerza del pensamiento y así darle ánimo. Por momentos me aturdía en una frenética e inútil actividad, a ratos me agobiaba la lástima y me echaba a llorar, y otras veces me vencía el cansancio y creía estar mirando por un telescopio la luz de una estrella muerta hace un millón de años.
En el primer noticiario de la mañana vi aquel infierno, donde flotaban cadáveres de hombres y animales arrastrados por las aguas de nuevos ríos, formados en una sola noche por la nieve derretida. Del lodo sobresalían las copas de algunos árboles y el campanario de una iglesia, donde varias personas habían encontrado refugio y esperaban con paciencia a los equipos de rescate. Centenares de soldados y de voluntarios de la Defensa Civil intentaban remover escombros en busca de los sobrevivientes, mientras largas filas de espectros en harapos esperaban su turno para un tazón de caldo. Las cadenas de radio informaron que sus teléfonos estaban congestionados por las llamadas de familias que ofrecían albergue a los niños huérfanos. Escaseaban el agua para beber, la gasolina y los alimentos. Los médicos, resignados a amputar miembros sin anestesia, reclamaban al menos sueros, analgésicos y antibióticos, pero la mayor parte de los caminos estaban interrumpidos y además la burocracia retardaba todo. Entretanto, el barro contaminado por los cadáveres en descomposición amenazaba de peste a los vivos.
Azucena temblaba apoyada en el neumático que la sostenía sobre la superficie. La inmovilidad y la tensión la habían debilitado mucho, pero se mantenía consciente y todavía hablaba con voz perceptible cuando le acercaban un micrófono. Su tono era humilde, como si estuviera pidiendo perdón por causar tantas molestias. Rolf Carlé tenía la barba crecida y sombras oscuras bajo los ojos, se veía agotado. Aun a esa enorme distancia pude percibir la calidad de ese cansancio, diferente a todas las fatigas anteriores de su vida. Había olvidado por completo la cámara, ya no podía mirar a la niña a través de un lente. Las imágenes que nos llegaban no eran de su asistente, sino de otros periodistas que se habían adueñado de Azucena, atribuyéndole la patética responsabilidad de encarnar el horror de lo ocurrido en ese lugar.
Desde el amanecer Rolf se esforzó de nuevo por mover los obstáculos que retenían a la muchacha en esa tumba, pero disponía sólo de sus manos, no se atrevía a utilizar una herramienta, porque podía herirla. Le dio a Azucena la taza de papilla de maíz y plátano que distribuía el Ejército, pero ella la vomitó de inmediato. Acudió un médico y comprobó que estaba afiebrada, pero dijo que no se podía hacer mucho, los antibióticos estaban reservados para los casos de gangrena. También se acercó un sacerdote a bendecirla y colgarle al cuello una medalla de la Virgen. En la tarde empezó a caer una llovizna suave, persistente.
–El cielo está llorando –murmuró Azucena y se puso a llorar también.
–No te asustes –le suplicó Rolf–. Tienes que reservar tus fuerzas y mantenerte tranquila, todo saldrá bien, yo estoy contigo y te voy a sacar de aquí de alguna manera.
Volvieron los periodistas para fotografiarla y preguntarle las mismas cosas que ella ya no intentaba responder. Entretanto llegaban más equipos de televisión y cine, rollos de cables, cintas, películas, vídeos, lentes de precisión, grabadoras, consolas de sonido, luces, pantallas de reflejo, baterías y motores, cajas con repuestos, electricistas, técnicos de sonido y camarógrafos, que enviaron el rostro de Azucena a millones de pantallas de todo el mundo. Y Rolf Carlé continuaba clamando por una bomba. El despliegue de recursos dio resultados y en la Televisión Nacional empezamos a recibir imágenes más claras y sonidos más nítidos, la distancia pareció acortarse de súbito y tuve la sensación atroz de que Azucena y Rolf se encontraban a mi lado, separados de mí por un vidrio irreductible. Pude seguir los acontecimientos hora a hora, supe cuánto hizo mi amigo por arrancar a la niña de su prisión y para ayudarla a soportar su calvario, escuché fragmentos de lo que hablaron y el resto pude adivinarlo, estuve presente cuando ella le enseñó a Rolf a rezar y cuando él la distrajo con los cuentos que yo le he contado en mil y una noches bajo el mosquitero blanco de nuestra cama.
Al caer la oscuridad del segundo día él procuró hacerla dormir con las viejas canciones de Austria aprendidas de su madre, pero ella estaba más allá del sueño. Pasaron gran parte de la noche hablando, los dos extenuados, hambrientos, sacudidos por el frío. Y entonces, poco a poco, se derribaron las firmes compuertas que retuvieron el pasado de Rolf Carlé durante muchos años, y el torrente de cuanto había ocultado en las capas más profundas y secretas de la memoria salió por fin, arrastrando a –su paso los obstáculos que por tanto tiempo habían bloqueado su conciencia. No todo pudo decírselo a Azucena, ella tal vez no sabía que había mundo más allá del mar ni tiempo anterior al suyo, era incapaz de imaginar Europa en la época de la guerra, así es que no le contó de la derrota, ni de la tarde en que los rusos lo llevaron al campo de concentración para enterrar a los prisioneros muertos de hambre. ¿Para qué explicarle que los cuerpos desnudos, apilados como una montaña de leños, parecían de loza quebradiza? ¿Cómo hablarle de los hornos y las horcas a esa niña moribunda? Tampoco mencionó la noche en que vio a su madre desnuda, calzada con zapatos rojos de tacones de estilete, llorando de humillación. Muchas cosas se calló, pero en esas horas revivió por primera vez todo aquello que su mente había intentado borrar.
Azucena le hizo entrega de su miedo y así, sin quererlo, obligó a Rolf a encontrarse con el suyo. Allí, junto a ese pozo maldito, a Rolf le fue imposible seguir huyendo de sí mismo y el terror visceral que marcó su infancia lo asaltó por sorpresa. Retrocedió a la edad de Azucena y más atrás, y se encontró como ella atrapado en un pozo sin salida, enterrado en vida, la cabeza a ras de suelo, vio juntos a su cara las botas y las piernas de su padre, quien se había quitado la correa de la cintura y la agitaba en el aire con un silbido inolvidable de víbora furiosa. El dolor lo invadió, intacto y preciso, como siempre estuvo agazapado en su mente. Volvió al armario donde su padre lo ponía bajo llave para castigarlo por faltas imaginarias y allí estuvo horas eternas con los ojos cerrados para no ver la oscuridad, los oídos tapados con las manos para no oír los latidos de su propio corazón, temblando, encogido como un animal. En la neblina de los recuerdos encontró a su hermana Katharina, una dulce criatura retardada que pasó la existencia escondida con la esperanza de que el padre olvidara la desgracia de su nacimiento. Se arrastró junto a ella bajo la mesa del comedor y allí ocultos tras un largo mantel blanco, los dos niños permanecieron abrazados, atentos a los pasos y a las voces. El olor de Katharina le llegó mezclado con. el de su propio sudor, con los aromas de la cocina, ajo, sopa, pan recién horneado y con un hedor extraño de barro podrido. La mano de su hermana en la– suya, su jadeo asustado, el roce de su cabello salvaje en las mejillas, la expresión cándida de su mirada. Katharina, Katharina… surgió ante él flotando como una bandera, envuelta en el mantel blanco– convertido en mortaja, y pudo por fin llorar su muerte y la culpa de haberla abandonado. Comprendió entonces que sus hazañas de periodista, aquellas que tantos reconocimientos y tanta fama le había dado, eran sólo un intento de mantener bajo control su miedo más antiguo, mediante la treta de refugiarse detrás de un lente a ver si así la realidad le resultaba más tolerable. Enfrentaba riesgos desmesurados como ejercicio de coraje, entrenándose de día para vencer los monstruos que lo’ atormentaban de noche. Pero había llegado el instante de la verdad y ya no pudo seguir escapando de su pasado. Él era Azucena, estaba enterrado en el barro, su terror no era la emoción remota de una infancia casi olvidada, era una garra en la garganta. En el sofoco del llanto se le apareció su madre, vestida de gris y con su cartera de piel de cocodrilo apretada contra el regazo, tal como la viera por última vez en el muelle, cuando fue a despedirlo al barco en el cual él se embarcó para América. No venía a secarle las lágrimas, sino a decirle–que cogiera una pala, porque la guerra había terminado y ahora debían enterrar a los muertos.
–No– llores. Ya no me duele nada, estoy bien –le dijo Azucena al amanecer.
–No lloro por ti, lloro por mí, que me duele todo –sonrió Rolf Carlé.
En el valle del cataclismo comenzó el tercer día con una luz pálida entre nubarrones. El Presidente de la República se trasladó a la zona y apareció en traje de campaña para confirmar que era la peor desgracia de este siglo, el país estaba de duelo, las naciones hermanas habían ofrecido ayuda, se ordenaba estado de sitio, las Fuerzas Armadas serían inclementes, fusilarían sin trámites a quien fuera sorprendido robando o cometiendo otras fechorías. Agregó que era imposible sacar todos los cadáveres ni dar cuenta de los millares de desaparecidos, de modo que el valle completo se declaraba camposanto y los obispos vendrían a celebrar una misa solemne por las almas de las víctimas. Se dirigió a las carpas del Ejército, donde se amontonaban los rescatados, para entregarles el alivio de promesas inciertas, y al improvisado hospital, para dar una palabra de aliento a los médicos y enfermeras, agotados por tantas horas de penurias.
Enseguida se hizo conducir al lugar donde estaba Azucena, quien para entonces ya era célebre, porque su imagen había dado la vuelta al planeta. La saludó con su lánguida mano de estadista y los micrófonos registraron su voz conmovida y su acento paternal, cuando le dijo que su valor era un ejemplo para la patria. Rolf Carlé lo interrumpió para pedirle una bomba y él le aseguró que se ocuparía del asunto en persona. Alcancé a ver a Rolf por unos instantes, en cuclillas junto al pozo. En el noticiario de la tarde se encontraba en la misma postura: y yo, asomada a la pantalla como una adivina ante su bola de cristal, percibí que algo fundamental había cambiado en él, adiviné que durante la noche se habían desmoronado sus defensas y se había entregado al dolor, por fin vulnerable. Esa niña tocó una parte de su alma a la cual él mismo no había tenido acceso y que jamás compartió conmigo. Rolf quiso consolarla y fue Azucena quien le dio consuelo a él.
Me di cuenta del momento preciso en que Rolf dejó de luchar y se abandonó al tormento de vigilar la agonía de la muchacha. Yo estuve con ellos, tres días y dos noches, espiándolos al otro lado de la vida. Me encontraba allí cuando ella le dijo que en sus trece años nunca un muchacho la había querido y que era una lástima irse de este mundo sin conocer el amor, y él le aseguró que la amaba más de lo que jamás podría amar a nadie, más que a su madre y a su hermana, más que a todas las mujeres que habían dormido en sus brazos, más que a mí, su compañera, que daría cualquier cosa por estar atrapado en ese pozo en su lugar, que cambiaría su vida por la de ella, y vi cuando se inclinó sobre su pobre cabeza y la besó en la frente, agobiado por un sentimiento dulce y triste que no sabía nombrar. Sentí cómo en ese instante se salvaron ambos de la desesperanza, se desprendieron del lodo, se elevaron por encima de los buitres y de los helicópteros, volaron juntos sobre ese vasto pantano de podredumbre y lamentos. Y finalmente pudieron aceptar la muerte. Rolf Carlé rezó en silencio para que ella se muriera pronto, porque ya no era posible soportar tanto dolor.
Para entonces yo había conseguido una bomba y estaba en contacto con un general dispuesto a enviarla en la madrugada del día siguiente en un avión militar. Pero al anochecer de ese tercer día, bajo las implacables lámparas de cuarzo y los lentes de cien máquinas, Azucena se rindió, sus ojos perdidos en los de ese amigo que la había sostenido hasta el final. Rolf Carlé le quitó el salvavidas, le cerró los párpados, la retuvo apretada contra su pecho por unos minutos y después la soltó. Ella se hundió lentamente, una flor en el barro.
Estás de vuelta conmigo, pero ya no eres el mismo hombre. A menudo te acompaño al Canal y vemos de nuevo los vídeos de Azucena, los estudias con atención, buscando algo que pudiste haber hecho para salvarla y no se te ocurrió a tiempo.
O tal vez los examinas para verte como en un espejo, desnudo. Tus cámaras están abandonadas en un armario, no escribes ni cantas, te queda durante horas sentado ante la ventana mirando las montañas. A tu lado, yo espero que completes el viaje hacia el interior de ti mismo y te cures de las viejas heridas. Sé que cuando regreses de tus pesadillas caminaremos otra vez de la mano, como antes.

domingo, 8 de septiembre de 2019

Esos días azules, de Nieves Herrero


La imagen puede contener: una o varias personas, texto y primer plano

Una muy buena lectura de verano esta historia novelada por Nieves Herrero acerca de la relación amorosa entre Antonio Machado y Guiomar, Pilar Valderrama, una mujer de la alta burguesía madrileña, casada, con tres hijos, pero engañada por su marido.
Han sido algo más de treinta las cartas que quedaron para dar testimonio de esa intensa, pero oculta, relación entre el poeta y Pilar, una mujer adelantada a su tiempo por su apego al conocimiento, a la cultura, con unas convicciones feministas que chocaban con sus creencias religiosas que no le permitieron separarse de su marido.
Esta relación ya era conocida gracias a Concha Espina, que publicó las cartas que recibió Guiomar del poeta, aunque ella no refirió el nombre real oculto tras el seudónimo.
Ha sido el empeño de una de sus nietas, Lucía Viladomat Martínez Valderrama, lo que ha permitido conocer una parte importante de la verdad de esta relación, que no duró una década siquiera. La otra parte, es decir, las cartas que escribió Pilar Valderrama y que estaban en poder de Machado se han perdido cuando la familia del poeta estaba apremiada por la huida a Francia ante el riesgo de ser apresados.
Un buen trabajo de documentación de la escritora Nieves Herrero que me ha permitido una lectura muy grata y muy aconsejable.

jueves, 5 de septiembre de 2019

Roald Dahl: Cuentos en verso para niños perversos (Audiolibro completo)



LA CENICIENTA "¡Si ya nos la sabemos de memoria!", diréis. Y, sin embargo, de esta historia tenéis una versión falsificada, rosada, tonta, cursi, azucarada, que alguien con la mollera un poco rancia consideró mejor para la infancia... El lío se organiza en el momento en que las Hermanastras de este cuento se marchan a Palacio y la pequeña se queda en la bodega a partir leña. Allí, entre los ratones llora y grita, golpea la pared, se desgañita: "¡Quiero salir de aquí! ¡Malditas brujas! ¡¡Os arrancaré el moño por granujas!!". Y así hasta que por fin asoma el Hada por el encierro en el que está su ahijada. "¿Qué puedo hacer por ti, Ceny querida? ¿Por qué gritas así? ¿Tan mala vida te dan esas lechuzas?". "¡Frita estoy porque ellas van al baile y yo no voy!". La chica patalea furibunda: "¡Pues yo también iré a esa fiesta inmunda! ¡Quiero un traje de noche, un paje, un coche, zapatos de charol, sortija, broche, pendientes de coral, pantys de seda y aromas de París para que pueda enamorar al Príncipe en seguida con mi belleza fina y distinguida!". Y dicho y hecho, al punto Cenicienta, en menos tiempo del que aquí se cuenta, se personó en Palacio, en plena disco, dejando a sus rivales hechas cisco. Con Ceny bailó el Príncipe rocks miles tomándola en sus brazos varoniles y ella se le abrazó con tal vigor que allí perdió su Alteza su valor, y mientras la miró no fue posible que le dijera cosa inteligible. Al dar las doce Ceny pensó: "Nena, como no corras la hemos hecho buena", y el Príncipe gritó: "¡No me abandones!", mientras se le agarraba a los riñones, y ella tirando y él hecho un pelmazo hasta que el traje se hizo mil pedazos. La pobre se escapó medio en camisa, pero perdió un zapato con la prisa. el Príncipe, embobado, lo tomó y ante la Corte entera declaró: "¡La dueña del pie que entre en el zapato será mi dulce esposa, o yo me mato!". Después, como era un poco despistado, dejó en una bandeja el chanclo amado. Una Hermanastra dijo: "¡Ésta es la mía!", y, en vista de que nadie la veía, pescó el zapato, lo tiró al retrete y lo escamoteó en un periquete. En su lugar, disimuladamente, dejó su zapatilla maloliente. En cuanto salió el Sol, salió su Alteza por la ciudad con toda ligereza en busca de la dueña de la prenda. De casa en casa fue, de tienda en tienda, e hicieron cola muchas damiselas sin resultado. Aquella vil chinela, incómoda, pestífera y chotuna, no le sentaba bien a dama alguna. Así hasta que fue el turno de la casa de Cenicienta... "¡Pasa, Alteza, pasa!", dijeron las perversas Hermanastras y, tras guiñar un ojo a la Madrastra, se puso la de más cara de cerdo su propia zapatilla en el pie izquierdo. El Príncipe dio un grito, horrorizado, pero ella gritó más: "¡Ha entrado! ¡Ha entrado! ¡Seré tu dulce esposa!". "¡Un cuerno frito!". "¡Has dado tu palabra. Principito, precioso mío!". "¿Sí? -rugió su Alteza. --¡Ordeno que le corten la cabeza!". Se la cortaron de un único tajo y el Príncipe se dijo: "Buen trabajo. Así no está tan fea". De inmediato gritó la otra Hermanastra: "¡Mi zapato! ¡Dejad que me lo pruebe!". "¡Prueba esto!", bramó su Alteza Real con muy mal gesto y, echando mano de su real espada, la descocorotó de una estocada; cayó la cabezota en la moqueta, dio un par de botes y se quedó quieta... En la cocina Cenicienta estaba quitándoles las vainas a unas habas cuando escuchó los botes, -pam, pam, pam del coco de su hermana en el zaguán, así que se asomó desde la puerta y preguntó: "¿Tan pronto y ya despierta?". El Príncipe dio un salto: "¡Otro melón!", y a Ceny le dio un vuelco el corazón. "¡Caray! -pensó-. ¡Qué bárbara es su alteza! con ese yo me juego la cabeza... ¡Pero si está completamente loco!". Y cuando gritó el Príncipe: "¡Ese coco! ¡Cortádselo ahora mismo!", en la cocina brilló la vara del Hada Madrina. "¡Pídeme lo que quieras, Cenicienta, que tus deseos corren de mi cuenta!". "¡Hada Madrina, -suplicó la ahijada-, no quiero ya ni príncipes ni nada que pueda parecérseles! Ya he sido Princesa por un día. Ahora te pido quizá algo más difícil e infrecuente: un compañero honrado y buena gente. ¿Podrás encontrar uno para mí, Madrina amada? Yo lo quiero así...". ------------------------------------------------ Y en menos tiempo del que aquí se cuenta se descubrió de pronto Cenicienta a salvo de su Príncipe y casada con un señor que hacía mermelada. Y, como fueron ambos muy felices, nos dieron con el tarro en las narices.

lunes, 12 de agosto de 2019

Pablo Neruda: Veinte poemas de amor y la canción desesperada (Audiolibro completo)


1. 
Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos, 
te pareces al mundo en tu actitud de entrega. 
Mi cuerpo de labriego salvaje te socava 
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra.
Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros 
y en mí la noche entraba en su invasión poderosa. 
Para sobrevivirme te forjé como un arma, 
como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda.
Pero cae la hora de la venganza, y te amo. 
Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme. 
Ah los vasos del pecho! Ah los ojos de ausencia! 
Ah las rosas del pubis! Ah tu voz lenta y triste!
Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia. 
Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso! 
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue, 
y la fatiga sigue, y el dolor infinito. 

2. 
En su llama mortal la luz te envuelve. 
Absorta, pálida doliente, así situada 
contra las viejas hélices del crepúsculo 
que en torno a ti da vueltas.
Muda, mi amiga, 
sola en lo solitario de esta hora de muertes 
y llena de las vidas del fuego, 
pura heredera del día destruido.
Del sol cae un racimo en tu vestido oscuro. 
De la noche las grandes raíces 
crecen de súbito desde tu alma, 
y a lo exterior regresan las cosas en ti ocultas, 
de modo que un pueblo pálido y azul 
de ti recién nacido se alimenta.
Oh grandiosa y fecunda y magnética esclava 
del círculo que en negro y dorado sucede: 
erguida, trata y logra una creación tan viva 
que sucumben sus flores, y llena es de tristeza. 

3. 
Ah vastedad de pinos, rumor de olas quebrándose, 
lento juego de luces, campana solitaria, 
crepúsculo cayendo en tus ojos, muñeca, 
caracola terrestre, en ti la tierra canta!
En ti los ríos cantan y mi alma en ellos huye 
como tú lo desees y hacia donde tú quieras. 
Márcame mi camino en tu arco de esperanza 
y soltaré en delirio mi bandada de flechas.
En torno a mí estoy viendo tu cintura de niebla 
y tu silencio acosa mis horas perseguidas, 
y eres tú con tus brazos de piedra transparente 
donde mis besos anclan y mi húmeda ansia anida.
Ah tu voz misteriosa que el amor tiñe y dobla 
en el atardecer resonante y muriendo! 
Así en horas profundas sobre los campos he visto 
doblarse las espigas en la boca del viento. 

4. 
Es la mañana llena de tempestad 
en el corazón del verano.
Como pañuelos blancos de adiós viajan las nubes, 
el viento las sacude con sus viajeras manos.
Innumerable corazón del viento 
latiendo sobre nuestro silencio enamorado.
Zumbando entre los árboles, orquestal y divino, 
como una lengua llena de guerras y de cantos.
Viento que lleva en rápido robo la hojarasca 
y desvía las flechas latientes de los pájaros.
Viento que la derriba en ola sin espuma 
y sustancia sin peso, y fuegos inclinados.
Se rompe y se sumerge su volumen de besos 
combatido en la puerta del viento del verano. 

5. 
Para que tú me oigas 
mis palabras 
se adelgazan a veces 
como las huellas de las gaviotas en las playas.
Collar, cascabel ebrio 
para tus manos suaves como las uvas.
Y las miro lejanas mis palabras. 
Más que mías son tuyas. 
Van trepando en mi viejo dolor como las yedras.
Ellas trepan así por las paredes húmedas. 
Eres tú la culpable de este juego sangriento.
Ellas están huyendo de mi guarida oscura. 
Todo lo llenas tú, todo lo llenas.
Antes que tú poblaron la soledad que ocupas, 
y están acostumbradas más que tú a mi tristeza.
Ahora quiero que digan lo que quiero decirte 
para que tú las oigas como quiero que me oigas.
El viento de la angustia aún las suele arrastrar. 
Huracanes de sueños aún a veces las tumban.
Escuchas otras voces en mi voz dolorida. 
Llanto de viejas bocas, sangre de viejas súplicas. 
Amame, compañera. No me abandones. Sígueme. 
Sígueme, compañera, en esa ola de angustia.
Pero se van tiñendo con tu amor mis palabras. 
Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas.
Voy haciendo de todas un collar infinito 
para tus blancas manos, suaves como las uvas. 

6. 
Te recuerdo como eras en el último otoño. 
Eras la boina gris y el corazón en calma. 
En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo. 
Y las hojas caían en el agua de tu alma.
Apegada a mis brazos como una enredadera, 
las hojas recogían tu voz lenta y en calma. 
Hoguera de estupor en que mi sed ardía. 
Dulce jacinto azul torcido sobre mi alma.
Siento viajar tus ojos y es distante el otoño: 
boina gris, voz de pájaro y corazón de casa 
hacia donde emigraban mis profundos anhelos 
y caían mis besos alegres como brasas.
Cielo desde un navío. Campo desde los cerros. 
Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma! 
Más allá de tus ojos ardían los crepúsculos. 
Hojas secas de otoño giraban en tu alma. 

7. 
Inclinado en las tardes tiro mis tristes redes 
a tus ojos oceánicos.
Allí se estira y arde en la más alta hoguera 
mi soledad que da vueltas los brazos como un náufrago.
Hago rojas señales sobre tus ojos ausentes 
que olean como el mar a la orilla de un faro.
Sólo guardas tinieblas, hembra distante y mía, 
de tu mirada emerge a veces la costa del espanto.
Inclinado en las tardes echo mis tristes redes 
a ese mar que sacude tus ojos oceánicos.
Los pájaros nocturnos picotean las primeras estrellas 
que centellean como mi alma cuando te amo.
Galopa la noche en su yegua sombría 
desparramando espigas azules sobre el campo. 

8. 
Abeja blanca zumbas --ebria de miel-- en mi alma 
y te tuerces en lentas espirales de humo.
Soy el desesperado, la palabra sin ecos, 
el que lo perdió todo, y el que todo lo tuvo.
Ultima amarra, cruje en ti mi ansiedad última. 
En mi tierra desierta eres la última rosa.
Ah silenciosa!
Cierra tus ojos profundos. Allí aletea la noche. 
Ah desnuda tu cuerpo de estatua temerosa.
Tienes ojos profundos donde la noche alea. 
Frescos brazos de flor y regazo de rosa.
Se parecen tus senos a los caracoles blancos. 
Ha venido a dormirse en tu vientre una mariposa de sombra.
Ah silenciosa!
He aquí la soledad de donde estás ausente. 
Llueve. El viento del mar caza errantes gaviotas.
El agua anda descalza por las calles mojadas. 
De aquel árbol se quejan, como enfermos, las hojas.
Abeja blanca, ausente, aún zumbas en mi alma. 
Revives en el tiempo, delgada y silenciosa.
Ah silenciosa! 

9. 
Ebrio de trementina y largos besos, 
estival, el velero de las rosas dirijo, 
torcido hacia la muerte del delgado día, 
cimentado en el sólido frenesí marino.
Pálido y amarrado a mi agua devorante 
cruzo en el agrio olor del clima descubierto, 
aún vestido de gris y sonidos amargos, 
y una cimera triste de abandonada espuma.
Voy, duro de pasiones, montado en mi ola única, 
lunar, solar, ardiente y frío, repentino, 
dormido en la garganta de las afortunadas 
islas blancas y dulces como caderas frescas.
Tiembla en la noche húmeda mi vestido de besos 
locamente cargado de eléctricas gestiones, 
de modo heroico dividido en sueños 
y embriagadoras rosas practicándose en mí.
Aguas arriba, en medio de las olas externas, 
tu paralelo cuerpo se sujeta en mis brazos 
como un pez infinitamente pegado a mi alma 
rápido y lento en la energía subceleste. 

10. 
Hemos perdido aun este crepúsculo. 
Nadie nos vio esta tarde con las manos unidas 
mientras la noche azul caía sobre el mundo.
He visto desde mi ventana 
la fiesta del poniente en los cerros lejanos.
A veces como una moneda 
se encendía un pedazo de sol entre mis manos.
Yo te recordaba con el alma apretada 
de esa tristeza que tú me conoces.
Entonces, dónde estabas? 
Entre qué gentes? 
Diciendo qué palabras? 
Por qué se me vendrá todo el amor de golpe 
cuando me siento triste, y te siento lejana?
Cayó el libro que siempre se toma en el crepúsculo, 
y como un perro herido rodó a mis pies mi capa.
Siempre, siempre te alejas en las tardes 
hacia donde el crepúsculo corre borrando estatuas. 

11. 
Casi fuera del cielo ancla entre dos montañas 
la mitad de la luna. 
Girante, errante noche, la cavadora de ojos. 
A ver cuántas estrellas trizadas en la charca.
Hace una cruz de luto entre mis cejas, huye. 
Fragua de metales azules, noches de las calladas luchas, 
mi corazón da vueltas como un volante loco. 
Niña venida de tan lejos, traída de tan lejos, 
a veces fulgurece su mirada debajo del cielo. 
Quejumbre, tempestad, remolino de furia, 
cruza encima de mi corazón, sin detenerte. 
Viento de los sepulcros acarrea, destroza, dispersa tu raíz soñolienta. 
Desarraiga los grandes árboles al otro lado de ella. 
Pero tú, clara niña, pregunta de humo, espiga. 
Era la que iba formando el viento con hojas iluminadas. 
Detrás de las montañas nocturnas, blanco lirio de incendio, 
ah nada puedo decir! Era hecha de todas las cosas.
Ansiedad que partiste mi pecho a cuchillazos, 
es hora de seguir otro camino, donde ella no sonría. 
Tempestad que enterró las campanas, turbio revuelo de tormentas 
para qué tocarla ahora, para qué entristecerla.
Ay seguir el camino que se aleja de todo, 
donde no esté atajando la angustia, la muerte, el invierno, 
con sus ojos abiertos entre el rocío.
12. 
Para mi corazón basta tu pecho, 
para tu libertad bastan mis alas. 
Desde mi boca llegará hasta el cielo 
lo que estaba dormido sobre tu alma.
Es en ti la ilusión de cada día. 
Llegas como el rocío a las corolas. 
Socavas el horizonte con tu ausencia. 
Eternamente en fuga como la ola.
He dicho que cantabas en el viento 
como los pinos y como los mástiles. 
Como ellos eres alta y taciturna. 
Y entristeces de pronto, como un viaje.
Acogedora como un viejo camino. 
Te pueblan ecos y voces nostálgicas. 
Yo desperté y a veces emigran y huyen 
pájaros que dormían en tu alma. 

13. 
He ido marcando con cruces de fuego 
el atlas blanco de tu cuerpo. 
Mi boca era una araña que cruzaba escondiéndose. 
En ti, detrás de ti, temerosa, sedienta.
Historias que contarte a la orilla del crepúsculo, 
muñeca triste y dulce, para que no estuvieras triste. 
Un cisne, un árbol, algo lejano y alegre. 
El tiempo de las uvas, el tiempo maduro y frutal.
Yo que viví en un puerto desde donde te amaba. 
La soledad cruzada de sueño y de silencio. 
Acorralado entre el mar y la tristeza. 
Callado, delirante, entre dos gondoleros inmóviles.
Entre los labios y la voz, algo se va muriendo. 
Algo con alas de pájaro, algo de angustia y de olvido. 
Así como las redes no retienen el agua. 
Muñeca mia, apenas quedan gotas temblando. 
Sin embargo, algo canta entre estas palabras fugaces. 
Algo canta, algo sube hasta mi ávida boca. 
Oh poder celebrarte con todas las palabras de alegría. 
Cantar, arder, huir, como un campanario en las manos de un loco. 
Triste ternura mía, qué te haces de repente? 
Cuando he llegado al vértice más atrevido y frío 
mi corazón se cierra como una flor nocturna. 

14. 
Juegas todos los días con la luz del universo. 
Sutil visitadora, llegas en la flor y en el agua. 
Eres más que esta blanca cabecita que aprieto 
como un racimo entre mis manos cada día.
A nadie te pareces desde que yo te amo. 
Déjame tenderte entre guirnaldas amarillas. 
Quién escribe tu nombre con letras de humo entre las estrellas del sur? 
Ah déjame recordarte cómo eras entonces, cuando aún no existías.
De pronto el viento aúlla y golpea mi ventana cerrada. 
El cielo es una red cuajada de peces sombríos. 
Aquí vienen a dar todos los vientos, todos. 
Se desviste la lluvia.
Pasan huyendo los pájaros. 
El viento. El viento. 
Yo sólo puedo luchar contra la fuerza de los hombres. 
El temporal arremolina hojas oscuras 
y suelta todas las barcas que anoche amarraron al cielo.
Tú estás aquí. Ah tú no huyes. 
Tú me responderás hasta el último grito. 
Ovíllate a mi lado como si tuvieras miedo. 
Sin embargo alguna vez corrió una sombra extraña por tus ojos.
Ahora, ahora también, pequeña, me traes madreselvas, 
y tienes hasta los senos perfumados. 
Mientras el viento triste galopa matando mariposas 
yo te amo, y mi alegría muerde tu boca de ciruela.
Cuanto te habrá dolido acostumbrarte a mí, 
a mi alma sola y salvaje, a mi nombre que todos ahuyentan. 
Hemos visto arder tantas veces el lucero besándonos los ojos 
y sobre nuestras cabezas destorcerse los crepúsculos en abanicos girantes.
Mis palabras llovieron sobre ti acariciándote. 
Amé desde hace tiempo tu cuerpo de nácar soleado. 
Hasta te creo dueña del universo. 
Te traeré de las montañas flores alegres, copihues, 
avellanas oscuras, y cestas silvestres de besos.
Quiero hacer contigo 
lo que la primavera hace con los cerezos. 

15. 
Me gustas cuando callas porque estás como ausente, 
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca. 
Parece que los ojos se te hubieran volado 
y parece que un beso te cerrara la boca.
Como todas las cosas están llenas de mi alma 
emerges de las cosas, llena del alma mía. 
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma, 
y te pareces a la palabra melancolía.
Me gustas cuando callas y estás como distante. 
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo. 
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza: 
déjame que me calle con el silencio tuyo.
Déjame que te hable también con tu silencio 
claro como una lámpara, simple como un anillo. 
Eres como la noche, callada y constelada. 
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.
Me gustas cuando callas porque estás como ausente. 
Distante y dolorosa como si hubieras muerto. 
Una palabra entonces, una sonrisa bastan. 
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto. 

16. 
Paráfrasis a R. Tagore
En mi cielo al crepúsculo eres como una nube 
y tu color y forma son como yo los quiero. 
Eres mía, eres mía, mujer de labios dulces, 
y viven en tu vida mis infinitos sueños.
La lámpara de mi alma te sonrosa los pies, 
el agrio vino mío es más dulce en tus labios: 
oh segadora de mi canción de atardecer, 
cómo te sienten mía mis sueños solitarios!
Eres mía, eres mía, voy gritando en la brisa 
de la tarde, y el viento arrastra mi voz viuda. 
Cazadora del fondo de mis ojos, tu robo 
estanca como el agua tu mirada nocturna.
En la red de mi música estás presa, amor mío, 
y mis redes de música son anchas como el cielo. 
Mi alma nace a la orilla de tus ojos de luto. 
En tus ojos de luto comienza el país del sueño. 

17. 
Pensando, enredando sombras en la profunda soledad. 
Tú también estás lejos, ah más lejos que nadie. 
Pensando, soltando pájaros, desvaneciendo imágenes, 
enterrando lámparas. 
Campanario de brumas, qué lejos, allá arriba! 
Ahogando lamentos, moliendo esperanzas sombrías, 
molinero taciturno, 
se te viene de bruces la noche, lejos de la ciudad.
Tu presencia es ajena, extraña a mí como una cosa. 
Pienso, camino largamente, mi vida antes de ti. 
Mi vida antes de nadie, mi áspera vida. 
El grito frente al mar, entre las piedras, 
corriendo libre, loco, en el vaho del mar. 
La furia triste, el grito, la soledad del mar. 
Desbocado, violento, estirado hacia el cielo.
Tú, mujer, qué eras allí, qué raya, qué varilla 
de ese abanico inmenso? Estabas lejos como ahora. 
Incendio en el bosque! Arde en cruces azules. 
Arde, arde, llamea, chispea en árboles de luz. 
Se derrumba, crepita. Incendio. Incendio.
Y mi alma baila herida de virutas de fuego. 
Quien llama? Qué silencio poblado de ecos? 
Hora de la nostalgia, hora de la alegría, hora de la soledad, 
hora mía entre todas! 
Bocina en que el viento pasa cantando. 
Tanta pasión de llanto anudada a mi cuerpo.
Sacudida de todas las raíces, 
asalto de todas las olas! 
Rodaba, alegre, triste, interminable, mi alma.
Pensando, enterrando lámparas en la profunda soledad. 
Quién eres tú, quién eres? 

18. 
Aquí te amo. 
En los oscuros pinos se desenreda el viento. 
Fosforece la luna sobre las aguas errantes. 
Andan días iguales persiguiéndose.
Se desciñe la niebla en danzantes figuras. 
Una gaviota de plata se descuelga del ocaso. 
A veces una vela. Altas, altas estrellas.
O la cruz negra de un barco. 
Solo. 
A veces amanezco, y hasta mi alma está húmeda. 
Suena, resuena el mar lejano. 
Este es un puerto. 
Aquí te amo.
Aquí te amo y en vano te oculta el horizonte. 
Te estoy amando aún entre estas frías cosas. 
A veces van mis besos en esos barcos graves, 
que corren por el mar hacia donde no llegan.
Ya me veo olvidado como estas viejas anclas. 
Son más tristes los muelles cuando atraca la tarde. 
Se fatiga mi vida inútilmente hambrienta. 
Amo lo que no tengo. Estás tú tan distante.
Mi hastío forcejea con los lentos crepúsculos. 
Pero la noche llega y comienza a cantarme. 
La luna hace girar su rodaje de sueño.
Me miran con tus ojos las estrellas más grandes. 
Y como yo te amo, los pinos en el viento, 
quieren cantar tu nombre con sus hojas de alambre. 

19. 
Niña morena y ágil, el sol que hace las frutas, 
el que cuaja los trigos, el que tuerce las algas, 
hizo tu cuerpo alegre, tus luminosos ojos 
y tu boca que tiene la sonrisa del agua.
Un sol negro y ansioso se te arrolla en las hebras 
de la negra melena, cuando estiras los brazos. 
Tú juegas con el sol como con un estero 
y él te deja en los ojos dos oscuros remansos.
Niña morena y ágil, nada hacia ti me acerca. 
Todo de ti me aleja, como del mediodía. 
Eres la delirante juventud de la abeja, 
la embriaguez de la ola, la fuerza de la espiga.
Mi corazón sombrío te busca, sin embargo, 
y amo tu cuerpo alegre, tu voz suelta y delgada. 
Mariposa morena dulce y definitiva 
como el trigal y el sol, la amapola y el agua. 

20. 
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada, 
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche. 
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos. 
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería. 
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche. 
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oir la noche inmensa, más inmensa sin ella. 
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla. 
La noche está estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos. 
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla mi mirada la busca. 
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear los mismos árboles. 
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise. 
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos. 
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. 
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos, 
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa, 
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo. 



La canción desesperada
Emerge tu recuerdo de la noche en que estoy. 
El río anuda al mar su lamento obstinado.
Abandonado como los muelles en el alba. 
Es la hora de partir, oh abandonado!
Sobre mi corazón llueven frías corolas. 
Oh sentina de escombros, feroz cueva de náufragos!
En ti se acumularon las guerras y los vuelos. 
De ti alzaron las alas los pájaros del canto.
Todo te lo tragaste, como la lejanía. 
Como el mar, como el tiempo. Todo en ti fue naufragio!
Era la alegre hora del asalto y el beso. 
La hora del estupor que ardía como un faro.
Ansiedad de piloto, furia de buzo ciego, 
turbia embriaguez de amor, todo en ti fue naufragio!
En la infancia de niebla mi alma alada y herida. 
Descubridor perdido, todo en ti fue naufragio!
Te ceñiste al dolor, te agarraste al deseo. 
Te tumbó la tristeza, todo en ti fue naufragio!
Hice retroceder la muralla de sombra, 
anduve más allá del deseo y del acto.
Oh carne, carne mía, mujer que amé y perdí, 
a ti en esta hora húmeda, evoco y hago canto.
Como un vaso albergaste la infinita ternura, 
y el infinito olvido te trizó como a un vaso.
Era la negra, negra soledad de las islas, 
y allí, mujer de amor, me acogieron tus brazos.
Era la sed y el hambre, y tú fuiste la fruta. 
Era el duelo y las ruinas, y tú fuiste el milagro.
Ah mujer, no sé cómo pudiste contenerme 
en la tierra de tu alma, y en la cruz de tus brazos!
Mi deseo de ti fue el más terrible y corto, 
el más revuelto y ebrio, el más tirante y ávido.
Cementerio de besos, aún hay fuego en tus tumbas, 
aún los racimos arden picoteados de pájaros.
Oh la boca mordida, oh los besados miembros, 
oh los hambrientos dientes, oh los cuerpos trenzados.
Oh la cópula loca de esperanza y esfuerzo 
en que nos anudamos y nos desesperamos.
Y la ternura, leve como el agua y la harina. 
Y la palabra apenas comenzada en los labios.
Ese fue mi destino y en él viajó mi anhelo, 
y en él cayó mi anhelo, todo en ti fue naufragio!
Oh, sentina de escombros, en ti todo caía, 
qué dolor no exprimiste, qué olas no te ahogaron!
De tumbo en tumbo aún llameaste y cantaste. 
De pie como un marino en la proa de un barco.
Aún floreciste en cantos, aún rompiste en corrientes. 
Oh sentina de escombros, pozo abierto y amargo.
Pálido buzo ciego, desventurado hondero, 
descubridor perdido, todo en ti fue naufragio!
Es la hora de partir, la dura y fría hora 
que la noche sujeta a todo horario.
El cinturón ruidoso del mar ciñe la costa. 
Surgen frías estrellas, emigran negros pájaros.
Abandonado como los muelles en el alba. 
Sólo la sombra trémula se retuerce en mis manos.
Ah más allá de todo. Ah más allá de todo. 
Es la hora de partir. Oh abandonado!