¡Eran tres, siempre los tres!: Rosa, Pinín y
la Cordera.
El prao Somonte era un recorte triangular
de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de
sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del
telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres
paralelos, a derecha e izquierda, representaba
para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando
a fuerza de ver días y días el poste tranquilo,
inofensivo, campechano, con ganas, sin duda,
de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo
posible a un árbol seco, fue atreviéndose con
él, llevó la confianza al extremo de abrazarse
al leño y trepar hasta cerca de los alambres.
Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de
arriba, que le recordaba las jícaras que había
visto en la rectoral de Puao. (Continuar leyendo)
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