martes, 18 de agosto de 2020

Gabriel García Márquez: Solo vine a hablar por teléfono



Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un automóvil alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como actriz de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.
— No importa — dijo María—. Lo único que necesito es un teléfono.
Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina de asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia y el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.
— Están dormidas — murmuró.
María miró por encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por mujeres de edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arropadas con mantas iguales a la suya. Contagiada de su placidez, María se enroscó en el asiento y se abandonó al rumor de la lluvia. Cuando despertó era de noche y el aguacero se había disuelto en un sereno helado. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del mundo se encontraban. Su vecina de asiento tenía una actitud alerta.
— ¿Dónde estamos? — le preguntó María.
— Hemos llegado — contestó la mujer.
El autobús estaba entrando en el patio empedrado de un edificio enorme y sombrío que parecía un viejo convento en un bosque de árboles colosales. Las pasajeras, alumbradas apenas por un farol del patio, permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto militar las hizo descender con un sistema de órdenes primarias, como en un parvulario.
Todas eran mayores, y se movían con tal parsimonia en la penumbra del patio que parecían imágenes de un sueño. María, la última en descender, pensó que eran monjas.
Lo pensó menos cuando vio a varias mujeres de uniforme que las recibieron en la puerta del autobús, y les cubrían la cabeza con las mantas para que no se mojaran, y las ponían en fila india, dirigiéndolas sin hablarles, con palmadas rítmicas y perentorias. Después de despedirse de su vecina de asiento María quiso devolverle la manta, pero ella le dijo que se cubriera la cabeza para atravesar el patio, y la devolviera en la portería.
— ¿Habrá un teléfono? — le preguntó María.
— Por supuesto — dijo la mujer—. Ahí mismo le indican.
Le pidió a María otro cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado. «En el camino se secan», le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el estribo, y casi le gritó:
«Buena suerte». El autobús arrancó sin darle tiempo de más.
María empezó a correr hacia la entrada del edificio. Una guardiana trató de detenerla con una palmada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito imperioso: «¡Alto he dicho!»
María miró por debajo de la manta, y vio unos ojos de hielo y un índice inapelable que le indicó la fila. Obedeció. Ya en el zaguán del edificio se separó del grupo y preguntó al portero dónde había un teléfono. Una de las guardianas la hizo volver a la fila con palmaditas en la espalda, mientras le decía con modos muy dulces:
— — Por aquí, guapa, por aquí hay un teléfono.
María siguió con las otras mujeres por un corredor tenebroso, y al final entró en un dormitorio colectivo donde las guardianas recogieron las cobijas y empezaron a repartir las camas. Una mujer distinta, que a María le pareció más humana y de jerarquía más alta, recorrió la fila comparando una lista con los nombres que las recién llegadas tenían escritos en un cartón cosido en el corpiño. Cuando llegó frente a María se sorprendió de que no llevara su identificación.
— Es que yo sólo vine a hablar por teléfono — le dijo María.
Le explicó a toda prisa que su automóvil se había descompuesto en la carretera. El marido, que era mago de fiestas, estaba esperándola en Barcelona para cumplir tres compromisos hasta la media noche, y quería avisarle que no estaría a tiempo para acompañarlo.
Iban a ser las siete. El debía salir de la casa dentro de diez minutos, y ella temía que cancelara todo por su demora. La guardiana pareció escucharla con atención.
— ¿Cómo te llamas? — le preguntó.
María le dijo su nombre con un suspiro de alivio, pero la mujer no lo encontró después de repasar la lista varias veces. Se lo preguntó alarmada a una guardiana, y ésta, sin nada que decir, se encogió de hombros.
— Es que yo sólo vine a hablar por teléfono— dijo María.
— De acuerdo, maja — le dijo la superiora, llevándola hacia su cama con una dulzura demasiado ostensible para ser real—, si te portas bien podrás hablar por teléfono con quien quieras. Pero ahora no, mañana.
Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las mujeres del autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad, estaban apaciguadas con sedantes, y aquel palacio en sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras heladas, era en realidad un hospital de enfermas mentales. Asustada, escapó corriendo del dormitorio, y antes de llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra. María la miró de través paralizada por el terror.
— Por el amor de Dios — dijo—. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar por teléfono.
Le bastó con verle la cara para saber que no había súplica posible ante aquella energúmena de mameluco a quien llamaban Herculina por su fuerza descomunal. Era la encargada de los casos difíciles, y dos reclusas habían muerto estranguladas con su brazo de oso polar adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer caso se resolvió como un accidente comprobado. El segundo fue menos claro, y Herculina fue amonestada y advertida de que la próxima vez sería investigada a fondo. La versión corriente era que aquella oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una turbia carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de España.
Para que María durmiera la primera noche, tuvieron que inyectarle un somnífero. Antes del amanecer, cuando la despertaron las ansias de fumar, estaba amarrada por las muñecas y los tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a sus gritos. Por la mañana, mientras el marido no encontraba en Barcelona ninguna pista de su paradero, tuvieron que llevarla a la enfermería, pues la encontraron sin sentido en un pantano de sus propias miserias.
No supo cuánto tiempo había pasado cuando volvió en sí. Pero entonces el mundo era un remanso de amor, y estaba frente a su cama un anciano monumental, con una andadura de plantígrado y una sonrisa sedante, que con dos pases maestros le devolvió la dicha de vivir. Era el director del sanatorio.
Antes de decirle nada, sin saludarlo siquiera, María le pidió un cigarrillo. Él se lo dio encendido, y le regaló el paquete casi lleno. María no pudo reprimir el llanto.
— Aprovecha ahora para llorar cuanto quieras — le dijo el médico, con una voz adormecedora—. No hay mejor remedio que las lágrimas.
María se desahogó sin pudor, como nunca logró hacerlo con sus amantes casuales en los tedios de después del amor. Mientras la oía, el médico la peinaba con los dedos, le arreglaba la almohada para que respirara mejor, la guiaba por el laberinto de su incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no había soñado jamás. Era, por la primera vez en su vida, el prodigio de ser comprendida por un hombre que la escuchaba con toda el alma sin esperar la recompensa de acostarse con ella. Al cabo de una hora larga, desahogada a fondo, le pidió autorización para hablarle por teléfono a su marido.
El médico se incorporó con toda la majestad de su rango. «Todavía no, reina», le dijo, dándole en la mejilla la palmadita más tierna que había sentido nunca. «Todo se hará a su tiempo». Le hizo desde la puerta una bendición episcopal, y desapareció para siempre.
— Confía en mí — le dijo.
Esa misma tarde María fue inscrita en el asilo con un número de serie, y con un comentario superficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su identidad.
Al margen quedó una calificación escrita de puño y letra del director: agitada.
Tal como María lo había previsto, el marido salió de su modesto apartamento del barrio de Horta con media hora de retraso para cumplir los tres compromisos. Era la primera vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión libre bien concertada, y él entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que asolaron la provincia aquel fin de semana. Antes de salir dejó un mensaje clavado en la puerta con el itinerario de la noche.
En la primera fiesta, con todos los niños disfrazados de canguro, prescindió del truco estelar de los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El segundo compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en silla de ruedas, que se preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos treinta cumpleaños con un mago distinto. El estaba tan contrariado con la demora de María, que no pudo concentrarse en la suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas las noches en un café concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración para un grupo de turistas franceses que no pudieron creer lo que veían porque se negaban a creer en la magia. Después de cada representación llamó por teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María contestara. En la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había ocurrido.
De regreso a casa en la camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor de la primavera en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció el pensamiento aciago de cómo podría ser la ciudad sin María. La última esperanza se desvaneció cuando encontró su recado todavía prendido en la puerta. Estaba tan contrariado, que se olvidó de darle la comida al gato.
Sólo ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba en realidad, porque en Barcelona sólo lo conocíamos con su nombre profesional: Saturno el Mago. Era un hombre de carácter raro y con una torpeza social irredimible, pero el tacto y la gracia que le hacían falta le sobraban a María. Era ella quien lo llevaba de la mano en esta comunidad de grandes misterios, donde a nadie se le hubiera ocurrido llamar a nadie por teléfono después de la media noche para preguntar por su mujer. Saturno lo había hecho de recién venido y no quería recordarlo. Así que esa noche se conformó con llamar a Zaragoza, donde una abuela medio dormida le contestó sin alarma que María había partido después del almuerzo. No durmió más de una hora al amanecer. Tuvo un sueño cenagoso en el cual vio a María con un vestido de novia en piltrafas y salpicado de sangre, y despertó con la certidumbre pavorosa de que había vuelto a dejarlo solo, y ahora para siempre, en el vasto mundo sin ella.
Lo había hecho tres veces con tres hombres distintos, incluso él, en los últimos cinco años. Lo había abandonado en Ciudad de México a los seis meses de conocerse, cuando agonizaban de felicidad con un amor demente en un cuarto de servicio de la colonia Anzures. Una mañana María no amaneció en la casa después de una noche de abusos inconfesables. Dejó todo lo que era suyo, hasta el anillo de su matrimonio anterior, y una carta en la cual decía que no era capaz de sobrevivir al tormento de aquel amor desatinado. Saturno pensó que había vuelto con su primer esposo, un condiscípulo de la escuela secundaria con quien se casó a escondidas siendo menor de edad, y al cual abandonó por otro al cabo de dos años sin amor. Pero no: había vuelto a casa de sus padres, y allí fue Saturno a buscarla a cualquier precio. Le rogó sin condiciones, le prometió mucho más de lo que estaba resuelto a cumplir, pero tropezó con una determinación invencible. «Hay amores cortos y hay amores largos», le dijo ella. Y concluyó sin misericordia: «Este fue corto». El se rindió ante su rigor. Sin embargo, una madrugada de Todos los Santos, al volver a su cuarto de huérfano después de casi un año de olvido, la encontró dormida en el sofá de la sala con la corona de azahares y la larga cola de espuma de las novias vírgenes. María le contó la verdad. El nuevo novio, viudo, sin hijos, con la vida resuelta y la disposición de casarse para siempre por la iglesia católica, la había dejado vestida y esperándolo en el altar. Sus padres decidieron hacer la fiesta de todos modos. Ella siguió el juego. Bailó, cantó con los mariachis, se pasó de tragos, y en un terrible estado de remordimientos tardíos se fue a la media noche a buscar a Saturno.
No estaba en casa, pero encontró las llaves en la maceta de flores del corredor, donde las escondieron siempre. Esta vez fue ella quien se le rindió sin condiciones. «¿Y ahora hasta cuándo?», le preguntó él. Ella le contestó con un verso de Vinicius de Moraes: «El amor es eterno mientras dura». Dos años después, seguía siendo eterno.
María pareció madurar. Renunció a sus sueños de actriz y se consagró a él, tanto en el oficio como en la cama. A fines del año anterior habían asistido a un congreso de magos en Perpignan, y de regreso conocieron a Barcelona. Les gustó tanto que llevaban ocho meses aquí, y les iba tan bien, que habían comprado un apartamento en el muy catalán barrio de Horta, ruidoso y sin portero, pero con espacio de sobra para cinco hijos. Había sido la felicidad posible, hasta el fin de semana en que ella alquiló un automóvil y se fue a visitar a sus parientes de Zaragoza con la promesa de volver a las siete de la noche del lunes. Al amanecer del jueves todavía no había dado señales de vida.
El lunes de la semana siguiente la compañía de seguros del automóvil alquilado llamó por teléfono a la casa para preguntar por María. «No sé nada», dijo Saturno. «Búsquenla en Zaragoza». Colgó. Una semana después un policía civil fue a la casa con la noticia de que habían hallado el automóvil en los puros huesos, en un atajo cerca de Cádiz, a novecientos kilómetros del lugar en que María lo abandonó. El agente quería saber si ella tenía más detalles del robo. Saturno estaba dándole de comer al gato, y apenas si lo miró para decirle sin más vueltas que no perdieran el tiempo, pues su mujer se había fugado de la casa y él no sabía con quién ni para dónde. Era tal su convicción, que el agente se sintió incómodo y le pidió perdón por sus preguntas. El caso se declaró cerrado.
El recelo de que María pudiera irse otra vez había asaltado a Saturno por Pascua Florida en Cadaqués, adonde Rosa Regás los había invitado a navegar a vela. Estábamos en el Marítim, el populoso y sórdido bar de la gauche divine en el crepúsculo del franquismo, alrededor de una de aquellas mesas de hierro con sillas de hierro donde sólo cabíamos seis a duras penas y nos sentábamos veinte. Después de agotar la segunda cajetilla de cigarrillos de la jornada, María se encontró sin fósforos. Un brazo escuálido de vellos viriles con una esclava de bronce romano se abrió paso entre el tumulto de la mesa, y le dio fuego. Ella lo agradeció sin mirar a quién, pero Saturno el Mago lo vio. Era un adolescente óseo y lampiño, de una palidez de muerto y una cola de caballo muy negra que le daba a la cintura. Los cristales del bar soportaban apenas la furia de la tramontana de primavera, pero él iba vestido con una especie de piyama callejero de algodón crudo, y unas abarcas de labrador.
No volvieron a verlo hasta fines del otoño, en un hostal de mariscos de La Barceloneta, con el mismo conjunto de zaraza ordinaria y una larga trenza en vez de la cola de caballo. Los saludó a ambos como a viejos amigos, y por el modo como besó a María, y por el modo como ella le correspondió, a Saturno lo fulminó la sospecha de que habían estado viéndose a escondidas. Días después encontró por casualidad un nombre nuevo y un número de teléfono escritos por María en el directorio doméstico, y la inclemente lucidez de los celos le reveló de quién eran. El prontuario social del intruso acabó de rematarlo: veintidós años, hijo único de ricos, decorador de vitrinas de moda, con una fama fácil de bisexual y un prestigio bien fundado como consolador de alquiler de señoras casadas. Pero logró sobreponerse hasta la noche en que María no volvió a casa.
Entonces empezó a llamarlo por teléfono todos los días, primero cada dos o tres horas, desde las seis de la mañana hasta la madrugada siguiente, y después cada vez que encontraba un teléfono a la mano. El hecho de que nadie contestara aumentaba su martirio.
Al cuarto día le contestó una andaluza que sólo iba a hacer la limpieza. «El señorito se ha ido», le dijo, con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Saturno no resistió la tentación de preguntarle si por casualidad no estaba ahí la señorita María.
— Aquí no vive ninguna María — le dijo la mujer—. El señorito es soltero.
— Ya lo sé — le dijo él—. No vive, pero a veces va. ¿O no?
La mujer se encabritó.
— ¿Pero quién coño habla ahí? 
Saturno colgó. La negativa de la mujer le pareció una confirmación más de lo que ya no era para él una sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el control. En los días siguientes llamó por orden alfabético a todos los conocidos de Barcelona. Nadie le dio razón, pero cada llamada le agravó la desdicha, porque sus delirios de celos eran ya célebres entre los trasnochadores impenitentes de La gauche divine, y le contestaban con cualquier broma que lo hiciera sufrir. Sólo entonces comprendió hasta qué punto estaba solo en aquella ciudad hermosa, lunática e impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por la madrugada, después de darle de comer al gato, se apretó el corazón para no morir, y tomó la determinación de olvidar a María.
A los dos meses, María no se había adaptado aún a la vida del sanatorio. Sobrevivía picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de madera bruta, y la vista fija en la litografía del general Francisco Franco que presidía el lúgubre comedor medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su rutina bobalicona de maitines, laudes, vísperas, y a otros oficios de iglesia que ocupaban la mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio de recreo, y a trabajar en el taller de flores artificiales que un grupo de reclusas atendía con una diligencia frenética. Pero a partir de la tercera semana fue incorporándose poco a poco a la vida del claustro. A fin de cuentas, decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano terminaban por integrarse a la comunidad. La falta de cigarrillos, resuelta en los primeros días por una guardiana que los vendía a precio de oro, volvió a atormentarla cuando se le agotó el poco dinero que llevaba. Se consoló después con los cigarros de papel periódico que algunas reclusas fabricaban con las colillas recogidas en la basura, pues la obsesión de fumar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las pesetas exiguas que se ganó más tarde fabricando flores artificiales le permitieron un alivio efímero.
Lo más duro era la soledad de las noches. Muchas reclusas permanecían despiertas en la penumbra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna velaba también en el portón cerrado con cadena y candado. Una noche, sin embargo, abrumada por la pesadumbre, María preguntó con voz suficiente para que la oyera su vecina de cama:
— ¿Dónde estamos?
La voz grave y lúcida de la vecina le contestó:
— En los profundos infiernos.
— Dicen que esta es tierra de moros — dijo otra voz distante que resonó en el ámbito del dormitorio—. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se oyen los perros ladrándole a la mar.
Se oyó la cadena en las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió. La cancerbera, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó a pasearse de un extremo al otro del dormitorio. María se sobrecogió, y sólo ella sabía por qué.
Desde su primera semana en el sanatorio, la vigilante nocturna le había propuesto sin rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con un tono de negocio concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates, por lo que fuera. «Tendrás todo», le decía, trémula. «Serás la reina». Ante el rechazo de María, la guardiana cambió de método. Le dejaba papelitos de amor debajo de la almohada, en los bolsillos de la bata, en los sitios menos pensados. Eran mensajes de un apremio desgarrador capaz de estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que parecía resignada a la derrota, la noche en que se promovió el incidente en el dormitorio.
Cuando estuvo convencida de que todas las reclusas dormían, la guardiana se acercó a la cama de María, y murmuró en su oído toda clase de obscenidades tiernas, mientras le besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos yertos, las piernas exhaustas. Por último, creyendo tal vez que la parálisis de María no era de miedo sino de complacencia, se atrevió a ir más lejos. María le soltó entonces un golpe con el revés de la mano que la mandó contra la cama vecina. La guardiana se incorporó furibunda en medio del escándalo de las reclusas alborotadas.
— Hija de puta — gritó—. Nos pudriremos juntas en este chiquero hasta que te vuelvas loca por mí.
El verano llegó sin anunciarse el primer domingo de junio, y hubo que tomar medidas de emergencia, porque las reclusas sofocadas empezaban a quitarse durante la misa los balandranes de estameña. María asistió divertida al espectáculo de las enfermas en Pelota que las guardianas correteaban por las naves corno gallinas ciegas. En medio de la confusión, trato de protegerse de los golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola en una oficina abandonada y con un teléfono que repicaba sin cesar con un timbre de súplica. María contestó sin pensarlo, y oyó una voz lejana y sonriente que se entretenía imitando el servicio telefónico de la hora:
— Son las cuarenta y cinco horas, noventa y dos minutos y ciento siete segundos.
— Maricón — dijo María.
Colgó divertida. Ya se iba, cuando cayó en la cuenta de que estaba dejando escapar una ocasión irrepetible. Entonces marcó seis cifras, con tanta tensión y tanta prisa, que no estuvo segura de que fuera el número de su casa. Esperó con el corazón desbocado, oyó el timbre familiar con su tono ávido y triste, una vez, dos veces, tres veces, y oyó por fin la voz del hombre de su vida en la casa sin ella.
— ¿Bueno?
Tuvo que esperar a que pasara la pelota de lágrimas que se le formó en la garganta.
— Conejo, vida mía — suspiró.
Las lágrimas la vencieron. Al otro lado de la línea hubo un breve silencio de espanto, y la voz enardecida por los celos escupió la palabra:
— ¡Puta!
Y colgó en seco.
Esa noche, en un ataque frenético, María descolgó en el refectorio la litografía del generalísimo, la arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del jardín, y se derrumbó bañada en sangre. Aún le sobró rabia para enfrentarse a golpes con los guardianes que trataron de someterla, sin lograrlo, hasta que vio a Herculina plantada en el vano de la puerta, con los brazos cruzados, mirándola. Se rindió. No obstante, la arrastraron hasta el pabellón de las locas furiosas, la aniquilaron con una manguera de agua helada, y le inyectaron trementina en las piernas. Impedida para caminar por la inflamación provocada,
María se dio cuenta de que no había nada en el mundo que no fuera capaz de hacer por escapar de aquel infierno. La semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común, se levantó en puntillas y tocó en la celda de la guardiana nocturna.
El precio de María, exigido por ella de antemano, fue llevarle un mensaje a su marido. La guardiana aceptó, siempre que el trato se mantuviera en secreto absoluto. Y la apuntó con un índice inexorable.
— Si alguna vez se sabe, te mueres.
Así que Saturno el Mago fue al sanatorio de locas el sábado siguiente, con la camioneta de circo preparada para celebrar el regreso de María. El director en persona lo recibió en su oficina, tan limpia y ordenada como un barco de guerra, y le hizo un informe afectuoso sobre el estado de la esposa. Nadie sabía de dónde llegó, ni cómo ni cuándo, pues el primer dato de su ingreso era el registro oficial dictado por él cuando la entrevistó. Una investigación iniciada el mismo día no había concluido en nada. En todo caso, lo que más intrigaba al director era cómo supo Saturno el paradero de su esposa.
Saturno protegió a la guardiana.
— Me lo informó la compañía de seguros del coche — dijo.
El director asintió complacido. «No sé cómo hacen los seguros para saberlo todo», dijo.
Le dio una ojeada al expediente que tenía sobre su escritorio de asceta, y concluyó:
— Lo único cierto es la gravedad de su estado.
Estaba dispuesto a autorizarle una visita con las precauciones debidas si Saturno el Mago le prometía, por el bien de su esposa, ceñirse a la conducta que él le indicara. Sobre todo en la manera de tratarla, para evitar que recayera en sus arrebatos de furia cada vez más frecuentes y peligrosos.
— Es raro — dijo Saturno—. Siempre fue de genio fuerte, pero de mucho dominio.
El médico hizo un ademán de sabio. «Hay conductas que permanecen latentes durante muchos años, y un día estallan», dijo. «Con todo, es una suerte que haya caído aquí, porque somos especialistas en casos que requieren mano dura». Al final hizo una advertencia sobre la rara obsesión de María por el teléfono.
— Sígale la corriente — dijo.
— Tranquilo, doctor — dijo Saturno con un aire alegre—. Es mi especialidad.
La sala de visitas, mezcla de cárcel y confesionario, era el antiguo locutorio del convento.
La entrada de Saturno no fue la explosión de júbilo que ambos hubieran podido esperar.
María estaba de pie en el centro del salón, junto a una mesita con dos sillas y un florero sin flores. Era evidente que estaba lista para irse, con su lamentable abrigo color de fresa y unos zapatos sórdidos que le habían dado de caridad. En un rincón, casi invisible, estaba Herculina con los brazos cruzados. María no se movió al ver entrar al esposo ni asomó emoción alguna en la cara todavía salpicada por los estragos del vitral. Se dieron un beso de rutina.
— ¿Cómo te sientes? — le preguntó él.
— Feliz de que al fin hayas venido, conejo — dijo ella—. Esto ha sido la muerte.
No tuvieron tiempo de sentarse. Ahogándose en lágrimas, María le contó las miserias del claustro, la barbarie de las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin cerrar los ojos por el terror.
— Ya no sé cuántos días llevo aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido peor que el otro — dijo, y suspiró con el alma—: Creo que nunca volveré a ser la misma.
— Ahora todo eso pasó — dijo él, acariciándole con la yema de los dedos las cicatrices recientes de la cara—. Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más, si el director me lo permite. Ya verás que todo va a salir muy bien.
Ella fijó en los ojos de él sus ojos aterrados. Saturno intentó sus artes de salón. Le contó, en el tono pueril de las grandes mentiras, una versión dulcificada de los pronósticos del médico. «En síntesis», concluyó, «aún te faltan algunos días para estar recuperada por completo». María entendió la verdad.
—  ¡Por Dios, conejo! — dijo, atónita—. ¡No me digas que tú también crees que estoy loca!
—  ¡Cómo se te ocurre! — dijo él, tratando de reír—. Lo que pasa es que será mucho más conveniente para todos que sigas por un tiempo aquí. En mejores condiciones, por supuesto.
— ¡Pero si ya te dije que sólo vine a hablar por teléfono! — dijo María.
Él no supo cómo reaccionar ante la obsesión temible. Miró a Herculina. Ésta aprovechó la mirada para indicarle en su reloj de pulso que era tiempo de terminar la visita. María interceptó la señal, miró hacia atrás, y vio a Herculina en la tensión del asalto inminente.
Entonces se aferró al cuello del marido gritando como una verdadera loca. Él se la quitó de encima con tanto amor como pudo, y la dejó a merced de Herculina, que le saltó por la espalda. Sin darle tiempo para reaccionar le aplicó una llave con la mano izquierda, le pasó el otro brazo de hierro alrededor del cuello, y le gritó a Saturno el Mago:
— ¡Vayase!
Saturno huyó despavorido.
Sin embargo, el sábado siguiente, ya repuesto del espanto de la visita, volvió al sanatorio con el gato vestido igual que él: la malla roja y amarilla del gran Leotardo, el sombrero de copa y una capa de vuelta y media que parecía para volar. Entró con la camioneta de feria hasta el patio del claustro, y allí hizo una función prodigiosa de casi tres horas que las reclusas gozaron desde los balcones, con gritos discordantes y ovaciones inoportunas.
Estaban todas, menos María, que no sólo se negó a recibir al marido, sino inclusive a verlo desde los balcones. Saturno se sintió herido de muerte.
— Es una reacción típica — lo consoló el director—. Ya pasará.
Pero no pasó nunca. Después de intentar muchas veces ver de nuevo a María, Saturno hizo lo imposible por que le recibiera una carta, pero fue inútil. Cuatro veces la devolvió cerrada y sin comentarios. Saturno desistió, pero siguió dejando en la portería del hospital las raciones de cigarrillos, sin saber siquiera si le llegaban a María, hasta que lo venció la realidad.
Nunca más se supo de él, salvo que volvió a casarse y regresó a su país. Antes de irse de Barcelona le dejó el gato medio muerto de hambre a una noviecita casual, que además se comprometió a seguir llevándole los cigarrillos a María. Pero también ella desapareció.
Rosa Regás recordaba haberla visto en el Corte Inglés, hace unos doce años, con la cabeza rapada y el balandrán anaranjado de alguna secta oriental, y encinta a más no poder. Ella le contó que había seguido llevándole los cigarrillos a María, siempre que pudo, y resolviéndole algunas urgencias imprevistas, hasta un día en que sólo encontró los escombros del hospital, demolido como un mal recuerdo de aquellos tiempos ingratos. María le pareció muy lúcida la última vez que la vio, un poco pasada de peso y contenta con la paz del claustro. Ese día le llevó también el gato, porque ya se le había acabado el dinero que Saturno le dejó para darle de comer.

lunes, 17 de agosto de 2020

Siete Rompecuentos para siete noches

La Dirección General de la Mujer del Gobierno de Cantabria editó allá por el año 2009 una Guía didáctica para una Educación No Sexista dirigida a madres y padres con el título que preside esta entrada. La autora es Marisa Rebolledo Deschamps con la colaboración del Equipo Ágora. En ella se incluían siete cuentos (siete rompecuentos) que pretenden mostrar un mundo igualitario y justo.
Todas las niñas y niños tienen la necesidad de jugar y de divertirse, bien a través de juguetes, bien a través de cuentos. De esta forma, satisfacen su necesidad de moverse, curiosear, crear, relacionarse, expresarse, intercambiar vivencias, acciones y pensamientos. En definitiva, su necesidad de estar y de vivir en el mundo.
Al mismo tiempo, los juegos, juguetes y cuentos son instrumentos que socializan, inculcan ideas, creencias, valores sociales, expectativas, necesidades, ofrecen modelos de actuación, enseñan a solucionar conflictos, esbozan un mundo mágico y proporcionan una fuente de imaginación y creación.
Todos estos elementos influyen profundamente en la construcción de la personalidad e identidad de las personas en sus primeras etapas de vida. Por ello, debemos ser conscientes del importante papel que desempeñan juegos, juguetes y cuentos en el desarrollo de niñas y niños, hijas e hijos.
Esta guía Siete rompecuentos para siete noches ha sido elaborada como un recurso didáctico de apoyo para hacer un uso no sexista de los cuentos, redefiniendo los papeles, los personajes, las historias, etc., desde una perspectiva crítica. Además, con el objetivo de facilitar esta tarea, se aportan propuestas alternativas de cuentos fundamentadas en valores positivos e igualitarios, que favorecerán el desarrollo pleno de niñas y niños. En definitiva, este material es una apuesta coeducativa.
En esta entrada hemos seleccionado solo tres de ellos:

Marisa Rebolledo y Susana Ginesta: La princesa Carlota y su dragón mascota




Marisa Rebolledo y Susana Ginesta: Lobito Caperucito 



Marisa Rebolledo, Susana Ginesta y Yolanda Galindo: La bella bestia 



Guía completa con los Siete rompecuentos

sábado, 15 de agosto de 2020

Alberto Moravia: La cortesana cansada


Lentamente, cerrando la puerta con un empujón del dorso y mirando a la amante, el joven entró a la estancia. En la calle, su fantasía se había encarnizado en una especie de rabioso afán de imaginar una María Teresa cargada de otoños, de senos pesados, con un vientre gordo y tembloroso en las junturas fofas de las ingles, con las caderas enormes y contrahechas; en fin, una María Teresa en los umbrales de la vejez, a la que sería bueno abandonar ahora que ya no tenía dinero para mantenerla. Estas imágenes de decadencia —que su imaginación complaciente exageraba con virulencia hasta convertirla en cruel caricatura— lo envalentonaron un poco mientras andaba por las calles con el alma llena de angustia y los puños apretados al fondo de los bolsillos vacíos.
Pero ahora, teniendo a la amante sobre las rodillas, en el diván muelle de la sala, se daba cuenta de que la imagen inventada para preparar la separación inminente de nada servía frente a la realidad. Adiós la anhelada repugnancia hacia ese cuerpo que había querido imaginar exhausto y derrengado, adiós la fría ruptura que había premeditado: “María Teresa he venido a decirte…”
Ahora, como todos los otros días, el deseo lo asaltaba de nuevo. Al mirar aquella querida cabeza de facciones duras y finas, se daba cuenta de que estaba equivocado. Ni vejez ni cansancio. Un lienzo blanco y suave le circundaba la cabeza, como un turbante; debajo, el rostro ovalado aparecía ya totalmente maquillado. Acababa de salir del baño y envolvía su cuerpo aún húmedo con una bata esponjosa, semejante a las que les ponen sobre los hombros a los púgiles cansados. Pero en su cara serena había un aire de victoria. Un indecible malestar invadía al joven viéndola tan insensible a la propia desnudez y a la impresión desfavorable que eso podía provocar (la bata había resbalado de sus hombros y ahora estaba sobre las rodillas del amante, pero ella no parecía preocuparse por eso y, agachándose de lado, encendía un cigarrillo); tan lejos de sus mezquinos cálculos de vejez y juventud (¿qué importan los años —parecía decir su descuidada impudicia-, qué le importa el tiempo a un cuerpo consagrado por tanto oro y tanta admiración?); tan distinta de la imagen egoísta que había querido crearse. “Es la última vez que estoy con ella”, seguía pensando el joven, con amargura, y abrazaba ávidamente aquellos miembros inertes.
No se lo confesaba, pero la habría amado más, mil veces más, con un amor entero, aunque mezclado totalmente con la compasión (estás vieja, mi pobre María Teresa, pero me tienes a mí), si hubiera sentido bajo sus manos inquietas una carne más floja que ésa, una piel aún más ajada y marchita. Le habría dado todo su amor a una pobre mujer madura que, no sin disgusto, hubiera tenido sobre sus rodillas, apretada contra su pecho. En efecto, esos senos que a cada respiración parecían intentar en vano remontarse hasta el ápice de otros tiempos; las caderas cómodas y poderosas que le entumecían las rodillas; el dorso vasto y opulento, antiguo desierto de carne en el que había desaparecido el surco dorsal, hablaban de la decadencia de la mujer. “Se acabó Marité”, pensaba al observarla, “se te acabó la juventud y la belleza”. Pero si dejaba de ver aquel cuerpo sentado, entreveía en la sombra el rostro firme y duro bajo el esmalte vivaz de los afeites. Dudaba entonces de sus ojos y una rabia pueril y avara lo invadía ante la idea de tener que dejar a otros amantes una mujer aún deseable.
—Es hora de salir —dijo finalmente, cansado y aburrido, empujándola —vístete.
Ella se levantó inmediatamente, envolviéndose en la bata con un gesto teatral, como si se tratara de un armiño regio.
—No, no me voy a vestir —respondió después de un momento—. Esta noche cenamos en casa. Además... tengo que decirte algo…
Ahora estaba sonriente y parecía contenta, con la misma sonrisa empalagosa y pérfida que habría podido tener si, adelantándose al amante en (sus mismas intenciones, hubiera estado a punto de mandarlo a paseo. De mala gana, pero muy inquieto, el joven le preguntó qué pasaba. Ella dudó, luego le respondió que estaba esperando una llamada telefónica muy importante. “Ah, es todo”, exclamó él en su fuero interno, como si de verdad hubiera temido ser echado a la calle por la amante que había decidido abandonar. ¿Quién era la persona que debía telefonear?, le preguntó poco después. Un hombre que la quiso mucho, respondió María Teresa, titubeante. ¿Cuándo? Mucho tiempo atrás; y agregó que lo había encontrado el día anterior, en la calle; se reconocieron y hablaron de tiempos pasados; que él era ahora muy rico, pero no había entendido bien si por una herencia o con su trabajo. Pero el joven ya no la escuchaba; esas noticias reencendían sus celos irracionales y melancólicos: conque hubo una María Teresa hace mucho tiempo —pensaba—, joven, niña, púdica; sin esa sonrisa cansada ni esa bata eternamente desteñida. ¡Otros la amaron antes que él!
Se sobresaltó al oír que cerraban la puerta. La mujer había salido. Transcurrieron diez minutos de silencio e inmovilidad, diez minutos de malestar odioso e intolerable.
Ella entró de nuevo llevando la charola del té. El silencio se prolongó mientras ella disponía las tazas, la tetera y los bizcochos. El joven la miraba, sin poder evitar una sonrisa malhumorada, invadido de un amor huraño viéndola tan escrupulosa y atenta, ya no como amante, sino como ama de casa. Ella le preguntó cuánta azúcar quería y él sintió de repente un gran deseo de abrazarla. Dos cucharaditas, querida, dos cucharaditas, respondió en cambio, nervioso. El calor de la bebida deshacía el halo que lo poseía; masticaba el pan tostado y bebía grandes sorbos de té caliente; comía y bebía sin apartar su mirada de la figura de la mujer inclinada sobre el vapor de la tetera. Así, en silencio, como la humedad de un abrigo mojado que se tiende a secar sobre la estufa, se evaporaba su celoso malestar.
Al terminar de beber el té, anocheció de pronto. Pero ambos permanecieron allí, mudos e inmóviles en la gris penumbra, mirando fijamente las tazas vacías. María Teresa se levantó, fue a encender una lámpara y se sentó junto al teléfono, del cual llegaría dentro de poco la voz misma de su juventud, como desde el antro oscuro de una sibila. El joven también se levantó y caminó un poco por la sala. Había un escriño en un rincón; su mirada cayó sobre uno de los cajoncitos, y lo abrió. El cajoncito contenía muchas caras mezcladas y confusas como los juegos de cartas cuando termina la partida y se han hecho las cuentas; y, prontamente interesado, se sentó junto al escriño.
—Mira, mira —dijo, despacio, sacando un paquete de fotografías descoloridas y observando a la mujer de arriba a abajo—. Mira cuánta gente… Mis predecesores…
Sin hablar ni dando a entender que esa indiscreción le disgustara, la mujer lo veía con su mirada inexpresiva y tranquila que le hacía daño como un hierro puntiagudo que hurga en una llaga anestesiada. Sin embargo, no había razón para estar tan serena, pensaba él con encono; cualquier otra ya le hubiera arrancado de las manos las fotografías y las hubiera guardado inmediatamente en el escriño. Todos los retratos anémicos la contemplaban con caras demacradas de prisioneros que reían al ver de nuevo la luz. De nada había servido sepultarlos en aquel cajón como en el recuerdo. Ahora, redivivos, debían parecerle inseparables de los años lejanos que transcurrieron al lado de su cuerpo joven. Todos estaban allí, años y hombres, en las manos irónicas del joven, acusándola. ¿De qué? De no ser la misma de otros tiempos. Testigos y juez, todos presentes. El proceso comenzaba.
Acusada: ¿reconoces a este hombre? Tenías dieciocho años cuando lo encontraste. Llevabas el cabello alto y denso sobre la frente descubierta, el alto cuello almidonado, masculino, te lastimaba el cuello y el maxilar; el busto joven y espléndido, sostenido por las varillas del corsé, explotaba róseo bajo las cascadas de encajes del fondo. El cuerpo se contoneaba y ondulaba entre las espirales de la falda; sabías correr y adelantar con gracia los pies en el aire y las miradas indiscretas no podían ver más arriba de los botines abrochados hasta media pantorrilla. Pero en los café-cantantes floreales y humosos, a los sonidos prestigiosos y melancólicos del can-can, las bailarinas alzaban cadenciosamente las piernas calzadas de negro hasta sus frentes rizadas; y todo alrededor eran muslos ligados con listones rojos, agitándose en una arremolinada espuma de encajes nunca demasiado espesos, cándidos y profundos. Dieciocho años y las mejillas no sabían nada de colorete, sino que, púdicas, aún sabían teñirse de rubor; los labios no estaban pintados, sino limpios y túmidos atrayendo las miradas; los ojos nada sabían de colirios y pestañas postizas, sino que, inocentes, los primeros cansancios los rodeaban de una aureola culpable. Este hombre te hizo bailar el último vals y el primer tango. ¿Y este otro? ¿Y éste?
El joven había tomado algunas de aquellas fotografías y se las iba mostrando a la mujer, preguntándole nombres y fechas, ni más ni menos como se procede con las pruebas del delito cuando un imputado se resiste a confesar su crimen. Y como un acusado que no quiere reconocer su culpabilidad, ella alargaba el cuello, aguzando la mirada sobre las caras olvidadas; escrutaba los rostros pálidos y resignadamente iba nombrándolos uno por uno, con voz reacia y aburrida. Éste era B., un actor de teatro que ahora trabajaba en el cine; ese otro era un conde que murió en la guerra; aquel otro era S., un banquero fracasado, que acaso ya había muerto. Finalmente sacó él la fotografía de un hombre gordo, de párpados bolsudos, vestido de frac. ¿Quién era éste? ¿Un mesero?
En su apática y abstracta indiferencia se despertó al fin una cierta conmoción. Era un industrial milanés, respondió ella, con acento apesadumbrado, el más rico de todos.
—Me regaló una villa —agregó luego, con aire trasoñado—, una hermosa villa de dos pisos, rodeada por un jardín —y miraba al frente con ojos fascinados, como si ante ella se dibujara, piedra sobre piedra, la arquitectura de su antigua mansión—. Después de un largo silencio, añadió: —Sí, sí; ahora sería yo muy rica —y concluyó, como hablando consigo misma—: Si hubiera conservado todo lo que me han dado.
El joven callaba. Semejante añoranza le parecía monstruosa; después de haber vivido toda una vida llena de comodidades se reprochaba ahora el no haber sido previsora y avara. La vio alzarse, murmurar “¡Qué frío!” y, tiritando de pies a cabeza, apoyarse de espaldas a la estufa. Era el fin del proceso. Acusada: ¿tiene algo que agregar? ¿No? Puede retirarse. Está condenada a volverse vieja, condenada a las arrugas, a los cabellos grises, a las pasiones apagadas, a los recuerdos helados. Todo se acaba realmente: casas, amantes, fiestas, vestidos y sonrisas. María Teresa se hundía en las cenizas de su pasado, como un barco en la noche.
El esculcó todavía en el cajón. Habían estampas japonesas de una obscenidad deliberada y casi ritual; fotografías pornográficas de las que venden en los puertos y en los suburbios equívocos de las grandes ciudades; viejas postales ilustradas con las calles y plazas de París, de Berlín, de Viena, de San Petersburgo, y toda esa gente poco después enloquecida, arruinada, destrozada, desaparecida, fotografiada cuando aún estaba viva y lozana, paseando por las calles, con sombreritos y sombrillas, o en carrozas tiradas por caballos y todas sus baratijas. Había también paquetes y paquetes de cartas de amor escritas con una caligrafía aún pretenciosa, con tintas desvaídas de colores caprichosos, amarradas con listones también descolorí dos. El joven apenas si miró aquellas cosas viejas, pero sacó del cajoncito y sopesó en su mano un minúsculo revólver de acero niquelado y cacha de nácar.
—¿Y esto, para qué lo tienes? —le preguntó.
—Para defenderme —respondió ella con naturalidad, volteando sin prisa la cabeza del arma que él apuntaba hacia su sien, por juego—. Además —prosiguió luego con resignación complacida—, estoy segura de que moriré de muerte violenta.
Pronunció estas palabras con convicción. Evidentemente, la tragedia moderna, entre cuatro paredes, halagaba su imaginación de aventurera exhausta y desesperanzada; era lo único que le quedaba por hacer: un fin de novela policiaca. Un cuarto de hotel de tercera clase, al amanecer, con muebles patas arriba, la cama revuelta y ensangrentada, las huellas digitales, el aire viciado por los perfumes, el sueño y la muerte; y luego las breves notas de los periódicos: ése debería ser su fin.
Decía estas cosas mirando ora al joven, ora el revólver, con sus ojos brillantes y tentadores, que hubieran querido seducir también a la muerte. Dejó de hablar de sí misma y le contó la historia de una amiga suya a la cual habían matado dos años antes en circunstancias oscuras; y concluyó la historia, un poco melodramática, bajando la cabeza y contemplando su propio cuerpo sentado, exhalando un profundo suspiro:
—Yo también acabaré de ese modo.
Pero el joven comenzó a reír a carcajadas.
—¡Qué ideas las tuyas, Marité!
Exclamó y, guardando el revólver en el cajoncito, se sentó a su lado pasándole el brazo por la cintura. No, prosiguió malignamente, tratando de persuadirla, ella no moriría violentamente, sino en su cama, de enfermedad, vieja y sola. No era una mujer fatal, no debía hacerse ilusiones. Las mujeres fatales ya no existían; sólo podían verse en las películas.
Mientras decía estas palabras en tono punzante, intentaba abrazarla; mas ella lo rechazó con firmeza, disimulando apenas su contrariedad.
—¡Ahora me dices cosas desagradables! —dijo con la boca apretada.
Se puso de pie y cogió una botella de coñac y una copa.
—Vieja y sola —seguía repitiendo él, mientras tanto.
La vio encogerse de hombros descuidadamente y, enarcando las cejas y cerrando los párpados para no recibir en los ojos el humo del cigarrillo pegado al labio inferior, servirse un poco y beber. En ese momento sonó el timbre del teléfono.
Sin prisa alguna posó la copa y descolgó el auricular.
—¿Quién habla? —pregunto inmediatamente—. ¡Ah!, ¿su secretario? —agregó, desilusionada.
Estuvo escuchando en silencio, con actitud irresuelta y ansiosa, como buscando un pretexto para exponer sus razones.
—¿Así que no puedo hablar con él siquiera un minuto, ni siquiera un solo minuto? —preguntó finalmente.
Pero era obvio que la persona que llamó había interrumpido la comunicación. Ella insistió:
—Solamente un minuto…
Colgó el aparato con lentitud y miró hacia el frente, confundida.
—Y bien, ¿obtuviste lo que querías? —preguntó el joven.
La pregunta la sobresaltó y se le quedó mirando con gran curiosidad, como si lo viera por primera vez; pero nada le respondió.
La copita contenía aún un poco de licor; lo bebió, miró el fondo y, diciendo lentamente “es hora de preparar la cena”, se puso de pie. Ambos salieron, uno tras otro, de la sala llena de humo.
En el corredor oscuro la tomó de los hombros, la atrajo hacia él y la besó. Le pareció que ella se abandonaba y correspondía a su beso, si no con afecto, sí con el deseo de quien tiene necesidad de consuelo y se aferra a los gestos que le son más familiares. Le pareció también que ella temblaba. Pero al llegar a la cocina la vio inclinarse sobre las hornillas y encender el fuego con el mismo semblante irreflexivo y duro.
Era la primera vez que cenaban en casa; el joven, ignorante de las virtudes domésticas de María Teresa, creyó que se trataría de una cena fría con víveres comprados en las tiendas. En cambio, grande fue su sorpresa al ver que la amante se disponía a cocinar. Hubiérase dicho que la cocina era totalmente nueva. Las paredes, de azulejo blanco no tenían manchas ni resquebrajaduras; la campana no daba muestras de humo; las tres hornillas de hierro colado eran nuevecitas; jamás se había sacado sal, pimienta, azafrán, canela ni azúcar de los pomos de porcelana alineados sobre las repisas; las flamantes sartenes de cobre y de aluminio colgaban de los ganchos con sombreros en un perchero. La cocina era virgen y helada. Se adivinaba la casa desierta a la hora de comer, la dueña comiendo siempre afuera, la ausencia de cocinera y de sirvientes. Era una cocina modelo, de las que uno ve en los escaparates de almacenes de artículos domésticos. Para completar la impresión sólo faltaba la cocinera de hierro esmaltado, con su inmóvil perfil de enfermera y su mirada fija e inexpresiva, que va de una a otra hornilla con menudos y tiesos pasos de autómata.
Sin descuidar la figura, con ciertos gestos precisos y expertos que revelaban una práctica perfecta, María Teresa preparó la cena de esa noche. Una sopa de verduras finamente cortadas, dos bistecs empanizados, espinacas y papas, y para terminar, un budín de chocolate que había preparado esa mañana y guardado en la hielera. Sentado a la mesa con cubierta de mármol, en medio de la cocina inundada de luz blanca, el joven la veía ir y venir en torno a las hornillas, con las mangas arremangadas y su semblante aún más duro y atento. La vio tomar un puñado de sal y ponerle con precaución en el caldo, probarlo en la punta del cucharón de madera con la misma boca pintada que minutos antes, en el corredor, ella había abandonado a la suya. De vez en cuando, entre las acciones prácticas, la bata mal fajada se le abría por delante: era entonces una mujer desnuda que se inclinaba sobre las sartenes con un cucharón en una mano, un tenedor en la otra, exponiendo el pecho a los vapores de los guisos, tiñéndosele el vientre con los reflejos rojos de las hornillas encendidas.
La lámpara iluminaba el centro de la cocina, y los brillantes azulejos reverberaban con los reflejos; la estancia era un cubo de luz blanca con dos amantes adentro, como dos cadáveres bien conservados dentro de un bloque de hielo mortuorio. María Teresa iba y venía entre esas cuatro paredes; sentado a la mesa con cubierta de mármol el joven la miraba. Estaba desconcertado, casi escandalizado. De vez en vez bajaba los ojos hacia el piso con diseño de losanges, sintiendo que sobre ese tablero había perdido a su reina de rostro duro y encantador. Él no era un cartero ni un portero, pensaba, para servirse alegremente algo de beber y de un jalón sentar sobre sus rodillas a la cocinera, con todos sus cucharones y su delantal. Ésta no era la mujer que amaba. Pero ya María Teresa se había sentado a la mesa, no sin presumir sus virtudes de ama de casa.
Comieron en silencio, sin dirigirse la mirada. Viéndola cocinar, dijo al fin el joven, cualquiera pensaría que no había hecho otra cosa en su vida.
—He hecho muchas cosas —respondió sordamente, sin levantar los ojos del plato.
La bata se le había abierto de nuevo, dejando ver sus senos que temblaban a cada movimiento, como animados por una vida independiente.
Cayeron nuevamente en un largo silencio.
—Te he dicho que ese señor al cual he telefoneado —prosiguió finalmente, limpiándose la boca con la servilleta y volviéndola a poner sobre las rodillas desnudas— me quiso mucho… A decir verdad, fue el primero… Yo tenía dieciséis años…
Estas palabras resucitaron en el joven los celos de poco antes, pero esta vez mezclados con un acerbo y melancólico sentido de piedad. Luego era cierto: María Teresa había tenido dieciséis años; verdaderamente había vivido una estación florida; había sonreído, llorado, bailado, amado, gozado de una hermosa edad. Ahora guardaba silencio, recogiendo las migajas del pan con dedos titubeantes, y parecía cansada.
—Es muy rico, pero ahora me niega un poco de dinero que le pido…
El joven la miraba, pensando que debería estar conmovido como ante alguna desdicha, pero no sabía cuál era.
—¿Realmente necesitas ese dinero? —le preguntó al fin, con dulzura.
La mujer estalló en una carcajada ruidosa, seca, despectiva.
¡Claro que tengo necesidad de dinero! ¡Necesito dinero! Realmente lo necesito… ¡Me urge tenerlo! —repitió entre sollozos mezclados con su amarga carcajada.
¿Para qué? ¿Para comprarte vestidos, para hacer un viaje? —insistió él.
La vio menear negativamente la cabeza, ligeramente embarazada: no; necesitaba dinero para irse de la ciudad, para retirarse a vivir en el campo. Estaba cansada de vivir con tanto desorden, entre tanta gente. Quería aislarse en una ciudad pequeña, tal vez en su ciudad natal, vivir sola en una casita de pocos cuartos, con un jardín, dijo, acariciándose el hombro desnudo con una mejilla.
El interrumpió a este punto, con una sonrisa incrédula. ¿Un jardín? Entonces también con flores. Sí, contestó ella, claro que también con flores, ¿por qué? Por nada, dijo el joven, y poniéndose de pie comenzó a pasearse por la estancia.
—Pero como no quiere darme ese dinero tendré que resignarme —concluyó con una voz clara y temblorosa que le llenó la boca de saliva.
Terminaron de cenar. María Teresa se levantó también, apiló los platos y los aventó ruidosamente en el fregadero. El joven siguió de pie, entretenido, mirando a la mujer que, con su atento semblante de siempre, contemplaba sin disgusto el chorro de agua que caía en el fondo sucio de los platos y apartaba las plastas de grasa coagulada y demás residuos de comida, mientras se hurgaba los dientes con las uñas largas y esmaltadas.
Más tarde, en la noche, la vio voltearse hacia el borde de la cama y acurrucarse como para dormir. Entonces le dio las buenas noches y se alzó para marcharse. Había sido suya durante más de dos meses; ahora ya no tenía dinero y debía dejarla. Pero al momento de salir de las sábanas enmarañadas se dio cuenta de que ella lloraba. Ya no estaba acurrucada, sino tendida de espaldas, con un brazo sobre los ojos, como los niños. La sombra impedía vislumbrar las lágrimas, pero un reflejo de luz jugaba sobre la gran mueca pueril que le contraía las comisuras de la boca. Lloraba sin hacer ruido, sin sacudimientos, silenciosamente, como escurre la sangre de un cuerpo herido de muerte.
Se le quedó mirando; luego se inclinó hacia ella y, apartando el brazo que cubría sus ojos, le preguntó qué le ocurría. Nada, respondió ella, no le ocurría nada: sólo estaba pensando en la llamada telefónica. La vio reclinar la cabeza en su hombro, con un gesto que le pareció flébil y resignado, repitiendo obstinadamente:
—No me pasa nada, de veras…
Pero un momento después, cerrando los ojos amargamente, como si estuviera pidiendo limosna en una esquina, tendiendo la mano a los transeúntes, agregó con lentitud:
—Pero es duro… Es duro verse en la necesidad de mendigar la vida por primera vez.
El joven no sabía qué decir. Miraba ese rostro duro y firme como un perfil de medalla, los ojos apretados como invocando al sueño, la espalda gorda y blanca bajo los mechones cortos y agudos de la nuca. Frente a tanta inmovilidad, le parecía que ella jamás había hablado; dudaba de sus ojos y de sus oídos. Hubiera querido ver de nuevo la mueca llorosa, oír nuevamente la voz quejumbrosa. Al mirarla creía que estaba viendo el rostro de la existencia, revelada y parlante en ciertos momentos, ahora otra vez inmóvil y. muda. Poco duró esta contemplación. Luego, no sin esfuerzo, él se puso de pie y entró al baño; cuando se hubo vestido, entró de puntillas a la recámara.
—Me voy, Marité. Adiós —dijo en voz alta.
—Hasta mañana —contestó ella sin abrir los ojos.
Salió del cuarto y del apartamento y bajó por las escaleras hasta el portón del edificio. Se detuvo bajo el umbral, indeciso, y se puso a escuchar el tañido de la campana de una iglesia vecina, que retumbaba en el silencio del barrio desierto. “Las diez y media”, pensó. “Todavía tengo tiempo para meterme en un cine.” Esta idea le gustó, lo entusiasmó, sin que ni él mismo supiera por qué. Sentía un insaciable deseo de la promiscua oscuridad poblada de aventuras fáciles y de paisajes lejanos. “Que María Teresa se vaya al diablo”, pensó al fin; y esforzándose para dominar el profundo malestar que lo oprimía, cerró tras de sí el portón y se encaminó hacia el centro de la ciudad.