domingo, 13 de junio de 2010

José A. Muñoz Rojas: Romance de don Sebastián, rey de bastos


Nacido en Antequera (Málaga) en 1909, la vida literaria de José Antonio Muñoz Rojas ocupa holgadamente tres cuartos de siglo, desde el momento de conformación de las estéticas del 27 hasta bien entrado el siglo XXI. A lo largo de todos esos años, ha visto pasar a su lado la fiebre vanguardista de los veinte, la poesía «entre pureza y revolución» de los treinta, la oposición entre el garcilasismo y el expresionismo tremendista de los cuarenta, el socialrealismo y las estéticas que se abren hacia el medio siglo, los culturalismos y esteticismos marginales, las poéticas del 68, la poesía figurativa y la poesía minimalista a partir de los ochenta..., y así hasta el cansancio.
Sigue leyendo la semblanza.
Ha estado a punto de cumplir cien años, pero desgraciadamente unos días antes de llegar al centenario, le falló la maquinaria.
Nos queda el consuelo de su amplia producción poética.
Me gustaría que leyeras y escucharas una muestra de su gusto por la tradición literaria española del romance:





1
Don Sebastián, Rey de Bastos,
iba por el olivar,
los ojos grandes y tristes,
y la barba de azafrán
-de su cabellera, el aire
es comedido galán;
el manto, de piel y pluma
y la corona real-,
sobre su jaca burrera
que se deja el viento atrás,
negra si la noche es negra,
y en las ancas un lunar,
duras las crines de estopa
y la cola de alquitrán,
y relinchos que se quedan
prendidos por donde va.
La primilla suspendida
se olvida de avizorar,
las tórtolas no se mueven
cuando lo sienten pasar,
sólo las perdices pican
el aire con su metal
sin enterarse de nada
y sin quererse enterar.
"Olivos por donde voy,
plata que tenéis me dais,
aceite para el cabello
y aceitunas para el pan,
sombra para mis pesares
y leña para quemar;
ni plata ni fuego os pido
mientras no me deis la paz"
Los olivos siguen serios
sin volver la cara atrás,
que las lomas están pinas
y ellos tienen que llegar.
Tanto le pesa la pena
y el basto a Don Sebastián,
que se apea de la jaca
y se sienta a descansar
debajo de un grande olivo,
el mayor del olivar.
La corona pone a un lado,
y echa la cabeza atrás.
Lágrimas duras de azogue
por las mejillas le caen,
suspiros como pavesas
por la boca se le van:
"¡Ay, amantes sin orillas
de donde lanzarse al mar!
¡Amantes de tierra adentro,
a morir y nada más!
Pena como la que tengo
no la ha sufrido mortal".
Y apoya sobre la mano
la hermosa testa real;
los cabellos se la cubren
de oro, de miel y azafrán.
El más bello rey de todos
tiene una pena mortal:
de amores se está muriendo
en medio del olivar.
2
La joven Sota de Oros
se levantó peripuesta,
se puso el jubón pajizo
y se alisó la melena,
se caló un bonete raso
con cinturillas de perlas,
se miró luego al espejo
y sonrió satisfecha,
porque el espejo le dijo
con su lisa y blanca lengua
que en la baraja de sotas
no había sota como ella;
luego los gregüescos verdes
en las redondas caderas,
y sobre los lisos muslos
se fue ajustando las medias,
finas si tienen que serlo,
pero las ligas no encuentra.
Maldice su mala suerte,
y el suelo todo de hogueras
se hace a sus pies, sin descanso
dondequiera que los sienta.
"Llegaré tarde a la cita
y Don Sebastián no espera",
y en el banco pecho se abre
con las uñas roja puerta,
por la que la sangre brota
sin tener la nieve en cuenta.
Se abalanza a la ventana
seguida de sus doncellas:
"¡Miradla, amigas, miradla
quien en el pico las lleva!,
la enemiga de mi dicha,
que por los aires se vuela".
3
El toro del desengaño
su hondo cuerno le ha metido
al Rey, cuya sangre suelta
va corriendo como un río
por el olivar abajo,
dejando a su paso lirios.
La alondra de la esperanza
que en las barbas tenía nido
se remonta y se remonta
por el azul encendido.
Los tristes ojos del Rey
la siguen en su camino,
y sus orejas escuchan
perderse el lejano trino:
"¡Ay esperanza que tuve
y alejarse de mí miro!"
La alondra tiene sus alas
y el toro dos cuernos fijos,
la alondra una voz de ángel,
el toro su negro hocico.
La una le habla desde el aire,
la otra con el cuerno hundido;
la de la alondra le llega
tan delgada como un hilo:
"Mientras se espera se vive;
quien no espera no está vivo".
Grande y ronco, desde dentro,
el desengaño le ha dicho:
"Esperar sin esperanza,
Don Sebastián, es perdido.
Más te vale estarte muerto
que estar de la muerte al filo;
la esperanza sólo juega
cuando los deseos son niños.
Muérete, Don Sebastián,
la muerte sólo es lo fijo".
Don Sebastián la cabeza
reclina sobre el olivo.
La jaca lo ve morirse
y lo llama con relinchos.
La Muerte, tan complacida,
aparece por el viso;
como presente de rey,
le trae el último suspiro:
"Cuando en los labios lo tenga
Don Sebastián será mío".
4
Fuera la Sota de Oros
de su palacio y de sí,
por el campo daba gritos:
"Don Sebastián, alhelí,
de mi amor y de mi culpa,
¿cómo estás vivo y sin mí?
Tu joven Sota se muere
porque no te tiene a ti".
Cuando llegó al olivar,
vio una figura gentil,
con la cara de albayalde
y las manos de jazmín.
"Doncella, donde usted vaya,
yo con usted quiero ir".
"Yo no soy yo; soy mi pena,
que es lo que queda de mí".
"Doncella, para su pena
tengo yo un remedio aquí".
De la faltriquera saca
un gran tarro de elixir.
"Tragar no puedo, señora,
que el dolor me traga a mí".
La señora entonces saca
de su regazo un cojín,
bordado con aves verdes
sobre un fondo carmesí.
"Doncella, bajo este olivo
un sueño vais a dormir,
mirando las aceitunas
y escuchando el colibrí.
Os dormiréis de doncella;
despertaréis querubín".
La joven Sota reclina
su cabeza, y, sin sentir,
se duerme y sueña que duerme
un sueño que no halla fin.
El Rey de Bastos ha muerto
a cuatro olivos de allí.

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