En una España que vivía de rentas y despreciaba
el trabajo manual medraron pícaros y delincuentes, retratados en las
novelas de
los siglos XVI y XVII. Sevilla fue,
con Madrid, su principal campo de acción
La voz
"pícaro" –derivada del verbo picar o de la pica del soldado (una
lanza larga)– comenzó a usarse a finales del siglo XVI. La expresión se
extendió hacia 1580, cuando en toda Castilla proliferaban mendigos y
vagabundos, hasta el punto de alarmar al poder. Eran jóvenes que vivían al
margen del sistema, fuera del entorno familiar, robando y evitando con astucia
caer en manos de la justicia.
Gentes
de Sevilla
El
almuerzo, pintado por Diego Velázquez mientras residía en Sevilla,
presenta de forma realista a tipos populares de la ciudad. Hacia 1618.
Hermitage, San Petersburgo.
La eclosión del pícaro tuvo que ver con el progresivo empobrecimiento de la
población española y europea desde principios del siglo XVI. El crecimiento demográfico expulsaba del campo a la gente joven, que
marchaba a unas ciudades entonces florecientes gracias al auge del comercio y
las manufacturas; pero muchas veces esos jóvenes caían en la indigencia
y recurrían a todo tipo de artimañas para subsistir. No es casualidad, por
tanto, que Miguel Giginta, en 1583, utilizara por primera vez el término
"picarismo" para aludir a la otra cara de la pobreza y el vagabundeo
en su Exhortación a la compasión. A diferencia de los verdaderos
pobres, el pícaro era un personaje desarraigado, al margen de todo, sin
patria y sin expectativas de tenerla, sin amores que lo atasen y lo
vinculasen, obsesionado con sobrevivir sin valorar moralmente medios para
conseguirlo, casi siempre perseguido por la ley, vagabundo de un lado a otro.
La
capital de la picaresca
En
la página anterior, vista de Sevilla;
a la izquierda, el puente de barcas sobre el Guadalquivir que unía la ciudad y
el arrabal de Triana. Pintura de 1726. Ayuntamiento de Sevilla.
Aunque el
pícaro estaba en el punto de mira de la autoridad establecida, no tenía
espíritu de anarquía o de protesta. Rozando el cinismo y la egolatría, nada
le interesaba seriamente a excepción de su propia suerte. Considerado por sus
coetáneos y por Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua –el
primer diccionario general del castellano– como alguien que nada tiene
y que nada desea porque es un holgazán, dañoso y malicioso, astuto y taimado,
el pícaro formaría parte del hampa o estaría al borde de introducirse en ella;
en todo caso, se encontraba fuera del orden social. Estos rasgos eran tan
nítidos que dieron lugar a la novela picaresca, el género literario que
consagró este tipo humano como un personaje característico de la época.
Niño
de la España pícara
Niño
retratado por el pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo. Hacia 1655-1656.
Hermitage, San Petersburgo.
La novela del pícaro
En 1599 se publicó con inusitado éxito la Vida del pícaro Guzmán de
Alfarache, de Mateo Alemán, la obra que acuñó definitivamente el término "pícaro". Su estructura narrativa remitía al Lazarillo de Tormes: al
igual que Lázaro –que comienza sus andanzas de niño, como criado de un ciego–,
el pícaro abandona su hogar y sale de su tierra natal. El recurso técnico para
contar su biografía es ponerlo al servicio de distintos amos, que representan
modelos sociales criticados por el autor.
Ciudad de riquezas
Moneda de dos escudos de oro acuñada por
Felipe II en Sevilla. En el Guzmán de Alfarache se llama a esta ciudad
"tierra de Jauja" debido a la riqueza que circula por ella.
El género se
extendió y se popularizó muy pronto con La pícara Justina,
atribuida a Francisco López de Úbeda (1605); Rinconete y
Cortadillo (1613), de Cervantes; La vida del Buscón (1626),
de Quevedo; Las aventuras del bachiller Trapaza (1637), una
alegre sucesión de bromas y travesuras escrita por Alonso del Castillo
Solórzano, y el Simplicius Simplicissimus (1668), de
Grimmelshausen, novela alemana deudora de los textos hispánicos que la
precedieron.
Frontispicio
del Guzmán de Alfarache
La
obra de Mateo Alemán en la edición de 1681.
Para escribir
el Guzmán, Mateo Alemán partió de su profundo conocimiento de Sevilla, su ciudad natal, sin la cual no se
entiende el alcance de su obra. Sevilla y Madrid eran los grandes focos de atracción
de la picaresca española. Pero, a diferencia de Madrid, sede
de la corte, Guzmán "hallaba en Sevilla un olor de ciudad, otro no sé qué,
otras grandezas […]porque había grandísima suma de riquezas"; allí
"corría la plata en el trato de la gente, como el cobre por otras
partes". Y es que la populosa Sevilla era el corazón del tráfico
comercial con América, lo que la convertía en el escenario ideal para
situar el inicio de las peripecias y andanzas de cualquier género de pícaro.
El
corazón de Sevilla
El
Arenal, escenario de la vida social sevillana, se extendía desde el puente de
barcas de Triana hasta la torre del Oro, edificada a orillas del Guadalquivir
en el siglo XIII. Al fondo, la catedral, presidida por la Giralda.
Pero la
picardía no sólo nace en un ambiente de trasiego de personas y riquezas.
Necesita el acicate de la holgazanería propia y de la simpleza y la credulidad
ajena. El pícaro no trabaja. Bajo el esplendor de la sociedad mercantil
hervía en Sevilla un variopinto inframundo al acecho de cualquier oportunidad
para explotar la ingenuidad de la gente, hasta el extremo de transformar la
metrópoli en Babel del Engaño. El pícaro, sea de baja estofa o de altos vuelos,
hace fortuna en medio del exceso de confianza y utiliza la simulación y la
mentira como herramientas de su oficio.
Músico
ciego y su lazarillo, óleo por Francisco Herrera el Viejo. 1640.
Los
oficios del pícaro
Los
pícaros se dedicaban a multitud de ocupaciones, de las que malvivían
cuando carecían de otros recursos y les servían de tapadera para
actividades sospechosas. Servían, por ejemplo, de ganapanes o esportilleros,
gente que llevaba cargas y con ello podía entrar en domicilios particulares...
o evaporarse con los bienes que se le habían confiado. El estudioso alemán
Ludwig Pfandl los retrató así: "Fauna abigarrada en encrucijadas y callejones,
formada por mendigos, caldereros, pregoneros, mozos de mulas..., traficantes,
buhoneros, inválidos, vendedores, arrieros y titiriteros, músicos ambulantes y
prestidigitadores". Había oficios que no eran de pícaros, pero
guardaban una estrecha relación con este submundo, como los jiferos o matarifes
de Sevilla.
De ellos habla Cervantes en
su novela El coloquio de los perros (1613): "Son aves de rapiña
carniceras: mantiénense ellos y sus amigas de lo que hurtan. [...] antes que
amanezca, están en el Matadero gran cantidad de mujercillas y
muchachos, todos con talegas, que, viniendo vacías, vuelven llenas de
pedazos de carne [...]. Estos jiferos con la misma facilidad matan a un hombre
que a una vaca [...]. Por maravilla se pasa día sin pendencias y sin
heridas, y a veces sin muertes; todos se pican de valientes, y aun tienen sus
puntas de rufianes
O rentista, o pillo
En una España donde se ponía la honra en huir del
trabajo cabían dos salidas: el vivir de las rentas o su imitación fraudulenta,
la picardía, fuese alta o ruin, velada o explícita. Y en Sevilla abundaban
quienes, no teniendo rentas, vivían a la sombra de quienes sí gozaban de
ellas. Eran lo que Cervantes, en El celoso extremeño (1613),
llamaba "gente de barrio": "Gente ociosa y holgazana",
"baldía, atildada y meliflua", de cuyo modo de vida "había
mucho que decir". Gente como don Lope Ponce de León, prototipo de
fanfarrón protegido por ciertos elementos de la nobleza más poderosa de la
ciudad, capaz de cometer todo un ramillete de fechorías gratuitas y
caprichosas.
Un
tipo popular
Detalle
del cuadro El sentido del olfato, óleo por José de Ribera. Siglo XVII.
Hijo espurio
del vicario de Carmona (localidad próxima a Sevilla), don Lope terminó sus días
en la horca el año 1594 no por un crimen, que sí confesó haberlo cometido, sino
por el rapto de una mujer casada quien consentía con él engañando y robando a
su esposo. La historia de los últimos días de este mozo de veintitantos años,
camarada de bravuconerías del entonces marqués de Peñafiel, con quien recorría
las calles de Sevilla junto a otros jóvenes de alta cuna haciendo de las suyas,
la contó en sus memorias de la cárcel Real Pedro de León, un jesuita confesor
de condenados y presos.
La
Sevilla pícara: el Arenal. Óleo de finales del siglo XVI.
Barrio
de Sevilla y
puerto del Guadalquivir al mismo tiempo, el Arenal acabó siendo el centro de la
vida social y económica de Sevilla, y por eso mismo atrajo a gentes de la
picaresca y el hampa. Allí, por donde entraban en Europa las
riquezas de las Indias, se congregaban gentes de todas las naciones; allí
coincidían marineros, cargadores, capitanes y soldados, funcionarios reales y
ladronzuelos, prostitutas y caballeros; allí había tabernas y garitos donde se
comía, bebía y jugaba, y no faltaban los burdeles. El Arenal también
acogía la prostitución homosexual de alto nivel: hombres ricos y bien situados
citaban y elegían a sus jóvenes amantes en las casas de juego, donde era fácil
distinguirlos porque iban pintados, apuestos y galanes; estas relaciones
exigían gran discreción, pues la homosexualidad estaba castigada con la muerte.
Por todo lo dicho, no resulta extraño que Miguel de Cervantes situara en el Arenal la casa de
Monipodio, centro de la sociedad de maleantes que describe en su Rinconete
y Cortadillo. Sin duda, el escritor conocía la realidad de la que hablaba, ya
que entre 1597 y 1598 estuvo preso en la cárcel Real.
Lope Ponce
estaba preso por el rapto de la mujer, pero cuatro años antes había sido
investigado y no condenado por el crimen que cometió en la persona de don Jorge
de Portugal. Al no probársele el delito, amparado por tan influyentes amigos,
"con un destierro se pasó el negocio entre renglones" apuntaba el
jesuita. Pero se hallaba tan cómodamente instalado en la cárcel que no
quiso salir al destierro porque con el favor del marqués de Peñafiel
"dejábanle entrar y salir libremente y salía a cuantas bellaquerías él
quería [...] y cuando se le antojaba se volvía a la cárcel adonde
tenía una tabla de juegos para presos y libres que jugaban sin temor a la
justicia [...] y su aposento era una cueva de malhechores, pues todos los
valentones, rufianes y gentes de mal vivir de la ciudad eran sus amigos y se
atrevía a cuanto quería y nadie a él y de todos hacía burla".
Miguel
de Cervantes
El
autor del Quijote (abajo)
plasmó el mundo de la picaresca sevillana, que conocía de primera mano, en
varias de sus Novelas ejemplares.
Hasta que llegó
a Sevilla un juez imparcial, el alcalde Velarde, que a denuncia y petición del
marido de la mujer raptada por don Lope intervino, sustanció el proceso y lo
sentenció a muerte en la horca, cosa "muy bien recibida en Sevilla y en
haz y en paz de toda ella, porque todos le traían entre ojos y era muy mal
quisto". Aunque la vida de Ponce de León se aparte del rígido modelo
picaresco de baja estirpe, líbrese el lector de pensar que se trata de un caso
raro y excepcional.
"La
buenaventura", óleo por G. De la Tour, 1632-1635.
Hurtos
y robos
El
pícaro se distinguía del hampón en que no tenía malos instintos: no era
perverso, sino cínico y amoral; si robaba, cogía lo indispensable para comer, y
más que robar practicaba el hurto. Por el contrario, la profesión del rufián
era la de ladrón y matón, y podía llegar al asesinato. En 1617, el doctor
García mencionaba en su novela picaresca La desordenada codicia de los
bienes ajenos (subtitulada Antigüedad y nobleza de los ladrones) hasta
doce categorías de maleantes, de las que algunas se encontrarían entre la picaresca
y el hampa, como éstas: las cigarreras, "que se llevan de un
tijeretazo la mitad de una capa o de una basquiña"; los mayordomos,
"que roban provisiones y embaucan a los mesoneros"; los
cortabolsas, cuyo nombre ya dice a las claras su especialidad, y que "son
los más numerosos en el país"; los duendes, "ladrones
subrepticios", o los capeadores, "que se apoderan por la noche de las
capas o van con librea de lacayos a casas de diversión, de donde roban lo que
pueden, saludando a cuantos encuentran".
Los niños abandonados
Si contemplamos la gran ciudad del Guadalquivir en sus capas sociales
más humildes, las sombras que se proyectan oscurecen el esplendor. El
pícaro por excelencia nace y se hace en un medio hostil abundante de miserias,
como les sucede a algunos de los protagonistas novelescos. En el mundo de la
infancia está la respuesta a las incógnitas. Un observador alarmado escribía
por el invierno de 1593 que veía por Sevilla "andar los niños de siete y
ocho años desamparados, rotos y aún en cueros por los rincones y poyos de la
ciudad donde se quedan a dormir, que en este tiempo aún los muy arropados y
abrigados lo pasan con dificultad y trabajo". La imagen se repetía una y
otra vez: "Grandísimo número de niños y niñas huérfanos y forasteros y sin
tener quien los ampare y gobiernen andan vagando ociosos, aprendiendo vicios
como jurar, jugar, blasfemar y aún hurtar y cometer otros graves delitos y las
niñas ser deshonestas, y las unas y los otros acaban por perderse y lo
menos dañoso que hacen es pedir limosnas por las puertas todos los días".
Fatídica era la frontera entre el niño inocente y el niño pícaro.
La
catedral sevillana era punto de reunión de la picaresca de la ciudad
Pordioseros
de profesión
Las
puertas de templos como la catedral de Sevilla eran
coto de caza de mendigos profesionales que fingían llagas, lepra, hinchazón de
piernas... Sobre ellos escribía Quevedo: "El manco, pudiendo aprender el [oficio]
de tejedor, y el cojo el de sastre, etc., compran muleta, estudian la lamentona
y la plañidera y otras acciones de pordiosero [...] El que tiene llaga, la
refresca y afeita para el día siguiente [...] y se ensayan, como los
comediantes".
Entre los años
1584 y 1592, la Hermandad del Santo Niño Perdido recogió a más de mil niños
abandonados de edades entre dos y catorce años y sin oficio conocido. Carecían
de educación, padres, parientes o amos, estaban desnudos, enfermos de tiña o de
lepra; y los adolescentes estaban a las puertas de la delincuencia. Era
fácil encontrarlos, como lo hiciera Cervantes, en lugares que después la novela
picaresca recreará: el puerto y el Arenal, las plazas del Salvador y del Pan,
las Gradas, sitios de trajín de gente con dinero donde parecía fácil
robar, pedir limosna, o situarse bajo la protección de un pícaro adulto gracias
a cuya enseñanza se convertían en ladrones de oficio. Rinconete y Cortadillo, a
pesar de ser forasteros, constituyen un modelo de niños educados así.
La forja de un pícaro
En la
novela Pedro de Urdemalas (1615), también obra de Cervantes,
la biografía literaria del pícaro coincide con la de los niños perdidos
sevillanos: abandonado al nacer y acogido por una casa de expósitos,
pasa después a la Casa de la Doctrina, una institución sevillana semejante a un
correccional que los mantiene "con dieta y azotes", les viste y
calza, les enseña a leer, a escribir, las oraciones diarias, la doctrina
cristiana, pero también a hurtar la limosna y "disculparme y
mentir". Liberado o huido, el niño hecho pícaro en el mismo seno
de la institución actúa fuera de ella al ritmo que marca la necesidad, solo
o en grupo y a merced del destino.
Mujeres en la ventana
Quizás una prostituta y su alcahueta. Óleo
por Murillo. Hacia 1660. Galería Nacional de Arte, Washington.
Un destino que para muchas niñas ya estaba escrito: engrosar el
extraordinario número de prostitutas –más de
tres mil, al parecer– que a tantos viajeros sorprendía y que constituía otro
rasgo singular de la marginalidad hampesca sevillana del Siglo de Oro. Muchas
de esas pequeñas irían a parar a la mancebía, la zona donde las prostitutas
ejercían su oficio, extramuros de la ciudad, en el barrio del Arenal. A finales
del siglo XVI, el jesuita Martín de Roa, hablando de la mancebía, explicaba
cómo se explotaba "la miseria y desamparo de muchas niñas a quien o la
pobreza o la necesidad de sus padres o la orfandad traía por la ciudad a sus
aventuras. Acogíanlas [las prostitutas] en sus casas servíanse de ellas
y como criadas en tal escuela salían maestras de pestilencia".
Como sucedía
con las muchachas sin familia, cuando los niños criados en la calle o en la
Doctrina se convertían en adultos les esperaban los bajos fondos, las cofradías
de malhechores y rufianes, la violencia callejera.
Tiempo de violencia
Entre 1578 y 1616 fueron condenadas a muerte en Sevilla 309 personas por
delitos comunes, según el jesuita Pedro de León; en
realidad, la cifra debió de ser mayor y estar en torno al medio millar. Gran
parte de los ejecutados lo fueron por haber cometido uno o más asesinatos. La
irritabilidad social era característica de una urbe donde se daban cita el
poder del dinero, el miedo a la pobreza, la frustración de las expectativas de
felicidad de quienes aspiraban a una vida mejor y la cólera de aquellos a
quienes todo se les negaba. ¿Cómo podríamos explicar, si no, que la
mayor parte de los heridos en el abdomen o en las espaldas por arma blanca que
ingresaron para morir en el hospital del Cardenal fuesen inmigrantes venidos
desde los puntos más lejanos de Castilla y Portugal en busca de una fortuna que
se tornó en muerte?
Una
arma de la época
Espada
del último tercio del siglo XVI. Museo Naval, Madrid.
En mal estado
se hallaba el madrileño Pascual de Medina cuando fue a morir de una herida en
la cabeza y otra en la garganta en 1602. Duros fueron los meses de la primavera
y el verano del año 1622: marzo vio morir a Francisco Afanador, de Béjar,
herido de dos estocadas; a Pedro de los Reyes, indiano de Monterrey, de una en
el pecho, y de manera similar a dos portugueses de Braga. En julio y septiembre
declararon sus últimas voluntades por la misma causa un francés criado de un
clérigo, un portugués, un extremeño de la Serena y un asturiano de Amieba. Eran
gente de fuera, buscavidas en una ciudad de competencia y desacomodo.
Almadrabas
de Cádiz. Grabado de Civitates Orbis Terrarum
La
vida de almadraba
Las
almadrabas de Zahara y Conil (en la actual provincia de Cádiz) eran famosas por su relación con los
pícaros. El trabajo en las almadrabas –las redes para la pesca de los atunes–
comenzaba a principios de la primavera y ocupaba a más de un millar de
personas. Entre ellas había muchos pícaros, gentes sin ocupación fija que
aprovechaban este trabajo estacional y acudían a las almadrabas (propiedad del
duque de Medina-Sidonia) desde diferentes ciudades, en especial desde Sevilla,
foco de la picaresca española. Durante los meses de actividad se
concentraban allí prostitutas, jugadores, hampones... En La ilustre
fregona, dice Cervantes del
protagonista, Diego de Carriazo, que: "Pasó por todos los grados de pícaro
hasta que se graduó de maestro en las almadrabas de Zahara, donde es
finibusterrae de la picaresca. ¡Oh pícaros de cocina, sucios, gordos y lucios,
pobres fingidos, tullidos falsos [...]. ¡Bajad el toldo, amainad el brío,
no os llaméis pícaros si no habéis cursado dos cursos en la academia de la
pesca de los atunes!". [...] Aquí se canta, allí se reniega, acullá se
ríe, acá se juega, y por todo se hurta".
Penas y castigos
El peligro que
suponía vivir en Sevilla era real. Las cofradías de ladrones y matones
no eran una parodia cervantina. Robos y asesinatos estaban a la orden del
día, las penas que se aplicaron a los ladrones eran de una desproporción
inhumana y se multiplicaron en tiempos de incertidumbres y quiebra.
Naipes españoles del siglo XVII
En las almadrabas se bebía y jugaba, había
pasión por el juego. Los tahúres usaban cartas marcadas llamadas hechizos,
naipes falsos o hechos.
La mayoría de los testimonios son de esas fechas, y algunos casos fueron
espectaculares y famosos. El 27 de enero de 1604, unos
ladrones forzaron las puertas de la casa de don Juan Antonio del Alcázar, uno
de los hombres más ricos de la ciudad, y después de descerrajar nueve cofres le
sustrajeron más de 12.000 ducados en dineros y piezas de oro, plata y
brillantes. En la primavera de 1629 y en la estrecha calle del Agua, detrás del
corral de doña Elvira, tres individuos mataron a un alférez de galeones para
robarle el dinero, la capa y la espada. Uno de los autores era criado de la
víctima y para no levantar sospechas en su amo se había puesto de acuerdo con
una mujerzuela que lo atrajo hasta el callejón. Detenidos con prontitud por la
justicia, el criado y uno de sus compinches fueron ahorcados en poco
más de una semana y al primero se le cortó la mano para ser expuesta
como público ejemplo en el lugar del crimen.
Éste era el trasfondo
de la picaresca: un tiempo y un lugar donde, como dice el
protagonista del Guzmán, "todos vivimos en asechanzas los unos de los
otros, como el gato para el ratón", donde "todos
roban, todos mienten, todos trampean; ninguno cumple con lo que debe, y es lo
peor, que se precian de ello".