martes, 10 de noviembre de 2020

Fiodor Dostoievski: Noches blancas (primera noche)

 


Noche primera

Hacía una noche extraordinaria, como solo puede hacer, querido lector, cuando somos jóvenes. El cielo estaba tan estrellado y claro que, mirándolo, sin querer te preguntabas: ¿acaso bajo un cielo así puede vivir gente malhumorada y caprichosa? ¡También esta, querido lector, es una pregunta que se hace uno cuando es muy, muy joven, pero quiera Dios que te la hagas más veces…! Hablando de personas caprichosas y de todo tipo de caballeros malhumorados, no he podido dejar de recordar mi propio proceder con tan buena conducta durante todo ese día. Desde por la mañana me estuvo martirizando una extraña melancolía. De pronto me dio la impresión de que al solitario que era yo todos le habían abandonado y le daban la espalda. Claro que cualquiera estaría en su derecho de preguntar: ¿y quiénes son esos todos? Porque llevo ya ocho años viviendo en San Petersburgo, sin poder fraguar una sola amistad. Pero ¿para qué sirven las amistades? Pues, sin necesidad de ellas, conozco toda la ciudad. Y esta es la razón por la que me dio la impresión de que todos me abandonaban cuando los habitantes de San Petersburgo se levantaban para marcharse a sus casas de campo. Me entró un terrible miedo de quedarme solo y me pasé tres días deambulando por la ciudad sumido en una profunda melancolía, sin comprender qué era lo que me sucedía exactamente. Bien caminando por la avenida Nevski o por el jardín, bien paseando por el muelle, no hallaba ni a una sola de las personas con las que solía encontrarme en esos lugares a la misma hora durante todo el año. Ellos, claro está, no me conocen, pero yo a ellos sí. Los conozco bien. Casi tengo estudiadas sus fisonomías y me alegra verlos cuando están contentos y me entristezco cuando sus semblantes se nublan. Prácticamente me he hecho amigo de un ancianito al que veía en la Fontanka todos los días a la misma hora. ¡Qué rostro tan interesante y pensativo! No cesa de murmurar y mover la mano izquierda, mientras que en la derecha lleva un largo bastón de pomo dorado. Incluso se da cuenta de mi presencia y se alegra de verme. Si algo sucediera y yo no pudiera estar en el lugar conocido de la Fontanka, estoy convencido de que se pondría melancólico. He aquí por qué a veces casi nos inclinamos el uno ante el otro, especialmente cuando estamos de buen humor. Hace poco, cuando estuvimos dos días enteros sin vernos, y nos encontramos al tercero, estábamos a punto de quitarnos el sombrero, pero afortunadamente nos dimos cuenta a tiempo, y bajamos las manos, cruzándonos los dos con manifiesto interés. También conozco las casas. Cuando voy andando, parece que cada una de ellas sale corriendo delante de mí por la calle, me mira con todas sus ventanas faltándole poco para decirme: «¡Hola! ¿Cómo está? ¡Yo también, gracias a Dios estoy bien de salud, y en el mes de mayo me van a añadir una planta más!». O bien: «¿Cómo está? ¡A mí mañana me empiezan a hacer obras!». O incluso: «¡Casi me quemo! ¡Qué susto!», etc. De todas ellas, hay algunas casas por las que tengo predilección y con las que también tengo algo de amistad. Una de ellas está dispuesta a curarse este verano bajo la dirección de un arquitecto. ¡Pasaré por allí a propósito todos los días para ver si le hacen alguna chapuza! ¡Que Dios la ampare…! Pero jamás olvidaré la historia de una maravillosa casita de color rosa claro. Era una preciosa casita de piedra que a mí me miraba de un modo tan hospitalario, y a sus torpes vecinas con tanto orgullo, que mi corazón se alegraba cuando tenía ocasión de pasar junto a ella. De pronto, la semana pasada, cuando iba por la calle y miré a mi amiga, en tono lastimoso le oí exclamar: «¡Me van a pintar de amarillo!». ¡Malvados! ¡Bárbaros! No se apiadan de nada, ni de las columnas ni de las cornisas, y mi amiga lució un color amarillo canario. Por este motivo casi me da un ataque de bilis y aún no he recobrado fuerzas para encontrarme con esa pobre y desfigurada casa, que pintaron del color que mejor le fuera al cielo del imperio.
De modo que comprenderá usted, lector, de qué manera conozco todo San Petersburgo.
Como ya dije antes, llevaba tres días martirizándome el desasosiego, hasta que me di cuenta de lo que se trataba. También me encontraba mal en la calle (no está este, tampoco aquel, ¿dónde se habrá metido ese otro?). Y ni siquiera en casa me encontraba a gusto. Dos tardes enteras me he estado preguntando: ¿qué es lo que echaba yo de menos en mi rincón? ¿Por qué me encontraba tan a disgusto en él? Y, sin comprenderlo, observaba sus paredes verdosas, llenas de hollín, el techo cubierto de telas de araña que, con grandes esfuerzos, quitaba Matriona. Miraba los muebles, observaba cada silla pensando si la tristeza pudiera deberse a eso (pues con que hubiera solo una silla mal colocada, como lo estuvo ayer, yo ya no era el mismo), me asomaba a la ventana, y todo era en vano… ¡Nada me aliviaba! Incluso se me ocurrió llamar a Matriona y al instante la reprendí paternalmente por las telas de araña y el desorden general; pero ella solo me miró con asombro y se dio la vuelta, sin responder palabra, de manera que las telas de araña siguen hasta ahora colgando felizmente en su sitio. Por fin, solo esta mañana me he dado cuenta de lo que se trataba. ¡Eh! ¡Pero si se marchan a sus casas de campo huyendo de mí! Pido disculpas por la trivialidad de la frase, pero hoy no estaba yo para expresarme con estilo pulido… ya que todos cuantos había en San Petersburgo, bien se habían trasladado ya a sus casas de campo, bien lo estaban haciendo ahora; porque cada caballero de buena presencia y buen aspecto que alquilaba un coche se convertía ante mis ojos en el respetabilísimo padre de familia que, después de sus quehaceres y obligaciones rutinarios, se dirigía ligero de equipaje al seno de su familia, a la casa de campo; porque cada uno de los transeúntes tenía ahora un aspecto especialmente particular, al que solo faltaba decirle a quien se cruzara: «Nosotros, caballeros, estamos aquí solo de paso, porque dentro de dos horas nos marchamos a la casa de campo». Si se abría una ventana en la que repiqueteaban unos dedos tan finos y blancos como el azúcar, y se asomaba la cabeza de alguna bella muchacha que llamaba al vendedor ambulante de flores, al instante me daba la impresión de que aquellas flores se compraban solo por comprar, es decir, que ello en absoluto se hacía para disfrutar del placer primaveral en el corazón de un piso de la capital, y que muy pronto todos se trasladarían a sus casas de campo llevándose consigo las flores. Por si fuera poco, ya había logrado yo tales éxitos en este nuevo tipo de descubrimientos que ya podía, sin temor a equivocarme, y a juzgar simplemente por el aspecto, adivinar en qué casa de campo vivía cada cual. Los habitantes de las islas Kámenny y Aptékarski, o los del camino de Petergof, se distinguían por la delicadeza de sus maneras, por la elegancia de sus trajes y los maravillosos coches con que venían a la ciudad. Los habitantes de Pargólovo y sus afueras, al primer golpe de vista, «impresionaban» por su nobleza y buen porte. El que vivía en la isla de Krestovski se distinguía por su imperturbable y alegre aspecto. Si se me presentaba la ocasión de cruzarme con una larga hilera de transportistas que caminaban perezosamente con las riendas en la mano junto a sus carretas, llenas hasta arriba, con montañas enteras de todo tipo de muebles, mesas, sillas, sofás turcos y de otras procedencias, y todo tipo de bártulos domésticos, encima de los cuales, en lo más alto de la carreta, a menudo iba sentada una cocinera canija, protegiendo los bienes de sus señores como oro en paño; y si se me ocurría mirar a las pesadas barcas llenas de carga doméstica que se deslizaban por el río Nevá, o por la Fontanka, hasta el río Chiorny o hasta las islas, tanto las cargas como las barcas se multiplicaban ante mis ojos, por diez y por cien. Parecía que todo se había levantado y había emprendido el camino, que se trasladaba en caravanas enteras a las casas de campo; parecía que todo San Petersburgo amenazaba con convertirse en un desierto, de modo que al final me sentía avergonzado, incómodo y triste. Verdaderamente, no tenía nada que hacer y ninguna dacha a la que dirigirme. Estaba dispuesto a marcharme con cada carga, irme con cualquier caballero de aspecto honorable que alquilaba un coche. Pero decididamente ninguno me invitaba. Era como si se hubieran olvidado de mí, como si realmente les fuera ajeno.
Estuve andando mucho rato, de modo que ya me había dado tiempo, como me ocurre a menudo, a olvidarme de dónde me encontraba. Cuando quise darme cuenta estaba a las puertas de la ciudad. De pronto sentí alegría, rebasé la barrera del paso a nivel para cruzarla y caminé por entre los campos y praderas sembrados, sin reparar en el cansancio, más bien sintiendo con todo mi cuerpo que me quitaba un peso del alma. Todos los transeúntes me miraban de un modo tan cordial que solo les faltaba saludarme; absolutamente todos estaban por alguna razón tan contentos que todos ellos, sin excluir a ninguno, fumaban puros. También yo estaba tan alegre como no lo había estado hasta entonces. Es como si de pronto me encontrara en Italia… tanta fue la impresión que causó la naturaleza a un caballero enclenque como yo, que estaba a punto de ahogarse entre las paredes de la ciudad.
Hay algo inexplicablemente conmovedor en nuestra naturaleza petersburguesa cuando, al comenzar la primavera, de pronto muestra toda su potencia, todas las fuerzas que le deparó el cielo; se reviste toda, se engalana, se llena de abigarradas flores… Involuntariamente, me evoca a una muchacha enfermiza y marchita, a la que unas veces se mira con lástima, otras, con cariño y compadecimiento, otras simplemente uno no se percata de ella; y que de pronto, inesperadamente, se convierte en extraordinariamente bella, y usted, impresionado y extasiado, se pregunta sin querer: ¿qué fuerza ha hecho brillar con fuego esos ojos tristes y pensativos?, ¿qué ha hecho sonrosarse esas pálidas y flacas mejillas?, ¿qué cubrió de pasión esos delicados rasgos de la cara?, ¿qué hace que su corazón palpite así?, ¿qué ha suscitado esa fuerza, vida y belleza en el rostro de la pobre joven, obligándolo a iluminarse con esa sonrisa, a revivir con esa resplandeciente y chispeante risa? Uno mira alrededor y busca algo, se da cuenta de algo… Pero pasado un instante, e incluso probablemente al día siguiente, vuelve usted a ver de nuevo la mirada pensativa y despistada de antes, el mismo semblante pálido, la misma humildad y timidez en sus movimientos, e incluso remordimiento y huellas de alguna tristeza mortecina y enojo por un momento de pasión… Y uno siente lástima de que tan pronto, y sin retorno, se haya marchitado aquella instantánea belleza que tan engañosamente y en vano brilló ante usted; se siente triste por no haber tenido tiempo a enamorarse de ella…
Pero ¡a pesar de todo mi noche fue aún mejor que el día! He aquí lo que sucedió.
Regresé a la ciudad muy tarde, y ya habían dado las diez de la noche cuando me propuse volver a mi piso. Mi camino me llevaba a lo largo del muelle del canal, en el que a esas horas no encuentras un alma. A decir verdad, vivo en una zona alejada de la ciudad. Iba caminando y cantando, porque cuando me siento feliz irremediablemente maúllo alguna melodía dentro de mí, como cualquier hombre feliz que no tiene amigos, ni buenos conocidos, y quien en momentos felices de la vida no tiene con quién compartir su alegría. De pronto me sucedió una aventura de lo más inesperada.
Cerca de mí, con los codos en la barandilla del muelle, había una mujer apoyada en la rejilla mirando atentamente las turbias aguas del canal. Llevaba un bonito sombrero de color amarillo y una mantilla muy coqueta de color negro. «Es una joven, y seguramente morena», pensé yo. Al parecer, no se había percatado de mis pasos, y ni siquiera se inmutó cuando pasé junto a ella, con la respiración entrecortada y el corazón palpitando. «¡Qué raro!», pensé, «seguramente estará sumida en algún pensamiento»; y de pronto me detuve como si me hubiera quedado petrificado. Me pareció oír un sordo sollozo. ¡Sí! No me había equivocado: la muchacha estaba llorando, y a cada minuto le sobrevenían sollozos. ¡Dios mío! Se me encogió el corazón. Y por muy vergonzoso que fuera yo con las mujeres, al tratarse de una cuestión así… me di la vuelta, retrocedí un paso hacia ella y al instante habría querido decirle: «¡Señorita!», de no ser porque esa exclamación había sido miles de veces empleada en todas las novelas rusas de alta sociedad. Eso fue lo único que me detuvo. Pero, mientras rebuscaba la palabra, la muchacha se repuso, se dio la vuelta, se percató de mi presencia, bajó la mirada y me esquivó por el muelle. Yo la seguí al instante, pero ella se dio cuenta, abandonó el muelle, cruzó la calle y siguió caminando por la otra acera. Yo no me atreví a cruzar la calle. Mi corazón se estremecía como el de un pajarillo recién capturado. De pronto un suceso salió en mi ayuda.
Al otro lado de la acera, cerca de mi desconocida, de repente apareció un caballero vestido de frac, entrado en años, aunque con unos andares poco nobles. Iba tambaleándose y apoyándose cuidadosamente sobre la pared. La muchacha, por el contrario, caminaba como una flecha, deprisa y tímidamente, tal y como andan todas las jóvenes que no desean que alguien les ofrezca acompañarlas de noche a su casa, y claro está que el caballero que se tambaleaba no la habría alcanzado por nada del mundo, si en mi destino no se hubiera interpuesto una artificiosa estratagema. De pronto, sin decir palabra, el caballero arrancó a correr tras la joven para alcanzar a mi desconocida. Ella caminaba tan rauda como el viento, pero el tambaleante caballero que iba en pos de ella la alcanzó, la muchacha lanzó un grito… y ¡yo bendigo el destino por llevar en aquella ocasión un bastón de nudos en mi mano derecha! Al instante me encontré en la otra acera y el inesperado caballero enseguida comprendió de qué se trataba, y se percató de mi irrebatible motivo. No dijo palabra, se quedó rezagado, y solo cuando ya estábamos muy lejos comenzó a protestar, insultándome en unos términos muy enérgicos. Pero sus palabras apenas llegaban hasta nosotros.
—Deme la mano —dije yo a mi desconocida—, y él ya no se atreverá a molestarla.
Ella en silencio me dio su mano todavía temblorosa por el miedo y el sobresalto. ¡Oh, inesperado caballero, cuánto te agradecí aquel momento! La miré de soslayo: era muy bella y morena: había acertado; en sus negras pestañas todavía brillaban lágrimas de un reciente disgusto o alguna desgracia acaecida. No lo sé. Pero en sus labios ya resplandecía una sonrisa. También ella me miró a hurtadillas. Se sonrojó ligeramente y bajó la mirada.
—Lo ve. ¿Por qué me rehuyó usted antes? Si yo hubiera estado aquí, nada habría ocurrido…
—Pero si yo no le conocía: pensaba que usted también…
—Pero ¿acaso me conoce ahora?
—Un poco. Por ejemplo, ¿por qué está usted temblando?
—¡Oh! ¡Ha acertado al primer golpe de vista! —respondí yo, completamente entusiasmado de que mi muchacha fuera inteligente: eso nunca estorba a la belleza—. Pero si desde el primer momento se dio cuenta usted de con quién trataba. Es cierto, soy tímido con las mujeres. No estoy menos turbado que usted hace un momento, cuando ese caballero le dio el susto… Ahora estoy algo avergonzado. Parece un sueño, y ni siquiera en un sueño podría presentárseme la idea de hablar con una mujer.
—¿Cómo es eso? ¿Es cierto…?
—Y si mi mano está temblorosa es porque nunca había cogido una mano tan agradable y pequeñita como la suya. He perdido la costumbre de tratar con las mujeres; quiero decir que nunca he tratado con ellas, soy un solitario… Si ni siquiera sé cómo hablarles. He aquí que no sé cómo dirigirme a ellas. Tampoco sé ahora mismo si le habré dicho alguna tontería. Dígamelo directamente; se lo aseguro, no soy de los que se ofenden…
—No, nada, nada, al contrario. Y si usted exige que yo sea sincera, entonces le diré que a las mujeres les gusta este tipo de timidez; y si desea saber algo más, le diré que también a mí me gusta, y no le echaré de mi lado hasta llegar a casa.
—Va a conseguir usted que deje de sentirme intimidado —empecé a decirle entusiasmado— y de tener vergüenza al momento, y entonces ¡adiós a todos mis procedimientos…!
—¿Procedimientos? ¿Qué procedimientos? Y ¿para qué? Esto ya sí es una tontería.
—Yo tengo la culpa, se me ha escapado. Pero ¿cómo quiere que en un momento así no tenga yo algún deseo…?
—¿De agradar, acaso?
—Pues sí; pero, por favor, tenga usted la bondad. ¡Júzgueme tal y como soy! Porque yo ya tengo veintiséis años, y jamás he tratado con nadie. ¿Cómo puedo hablar bien, con habilidad y oportunamente? A usted le resultará más cómodo cuando todo quede explicado con claridad… No sé callar cuando me habla el corazón. Bueno, si da lo mismo. ¡Créame que no he conocido jamás a ninguna mujer! ¡Jamás! ¡No he conocido a ninguna! Y no hago más que soñar que finalmente algún día me encontraré con alguien. ¡Oh! ¡Si supiera cuántas veces he estado enamorado de ese modo…!
—Pero ¿cómo? ¿De quién?
—Pues de nadie, de un ideal, de la que se me aparece en sueños. Creo en mi imaginación novelas enteras. ¡Oh, usted no me conoce! A decir verdad, sí he conocido a dos o tres mujeres, pero ¡qué mujeres! Son una especie de patronas que… Le voy a hacer reír si le cuento que en unas cuantas ocasiones estuve tentado de entablar una conversación (así, por las buenas) con alguna aristócrata en la calle, cuando estaba ella sola, claro está; entablar una conversación tímida, respetuosa y apasionadamente; decirle que me muero de soledad, que no me eche de su lado, que no tengo posibilidad de conocer a mujer alguna; infundirle, incluso, que está obligada como mujer a no despreciar una petición tan tímida que procede de alguien tan infeliz como yo. Que, finalmente, cuanto estoy pidiendo se limita únicamente a dirigirme un par de palabras amistosas, participando, sin echarme desde el primer momento de su lado; a creer en lo que digo, escucharme, reírse de mí, si viniera al caso, a que me diera esperanzas, que me dijera un par de palabras, solo un par, ¡aunque después ya no nos volviéramos a ver más…! Pero se ríe usted… Por lo demás, hablo solo para hacerla reír…
—No se enoje; me río porque es usted su propio enemigo, y si lo intentara lo conseguiría, aunque la ocasión surgiera en la calle: cuanto más sencillo, mejor… Ninguna mujer buena, a menos que fuera una estúpida, o estuviera especialmente enfadada por algo en aquel momento, se decidiría a echarle de su lado sin haberle dejado pronunciar esas dos palabras que usted suplica tan tímidamente… ¡Además, quién soy yo para hablar! Lo más probable es que lo tomara por un loco. Pero juzgo por mí misma. ¡Como si yo supiera mucho de cómo vive la gente en este mundo!
—¡Oh, se lo agradezco! —exclamé yo—, ¡no sabe cuánto ha hecho ahora por mí!
—¡Está bien! ¡Está bien! Pero, dígame, ¿por qué ha sabido que yo era una de esas mujeres con las que… bueno, bueno, a las que considera dignas… de atención y amistad… en una palabra, que no era una patrona, como usted las llama? ¿Por qué ha decidido acercarse a mí?
—¿Que por qué? ¿Por qué? Pues porque estaba usted sola y aquel señor era excesivamente atrevido, y ahora es de noche: reconózcalo, tenía que hacerlo…
—No, no, antes de eso, estando allí, en la otra acera. Porque usted quería acercarse a mí, ¿no es cierto?
—¿Allí, en aquella acera? A decir verdad, no sé qué decir; temo… ¿Sabe una cosa? Hoy me he sentido feliz; iba caminando y cantando. Estuve en las afueras de la ciudad; hasta ahora no había sentido momentos tan felices. Usted… a mí, puede que me haya parecido… Bueno, disculpe si se lo recuerdo: me pareció que estaba usted llorando, y no podía oírlo… el corazón se me estremeció… ¡Oh, Dios mío! Bueno, pues sí, ¿acaso no podía sentir lástima hacia usted? ¿Acaso sería un pecado sentir hacia usted una compasión fraternal…? Perdone, he dicho compasión… Bueno, pues sí, en una palabra, ¿acaso podía ofenderla porque involuntariamente se me ocurriera acercarme a usted…?
—Déjelo, ya es suficiente, no hable más… —dijo la muchacha, bajando la mirada y apretando mi mano—. La culpa es mía por haber empezado a hablar de eso; pero estoy contenta de no haberme confundido respecto a usted… Bueno, pues ya he llegado a casa. Tengo que ir por aquí, por esta callejuela. Estoy a dos pasos… Adiós, le agradezco…
—Pero ¿acaso es posible que no nos volvamos a ver más…? ¿Es que esto se va a quedar así?
—Lo ve —dijo la muchacha sonriendo—, usted deseaba primero intercambiar solo un par de palabras, y ahora… Por lo demás, no le prometo nada… Puede que nos encontremos…
—Vendré aquí mañana —dije yo—. ¡Oh, disculpe, ya estoy exigiendo…!
—Sí, es usted muy impaciente… casi está exigiendo…
—¡Escuche, escuche! —la interrumpí—. Discúlpeme si de nuevo le digo algo por el estilo… Pero atienda una cosa: no podré dejar de venir aquí mañana. Soy un soñador; tengo tan poca vida privada, y unos minutos como estos, como los de ahora, se me presentan en tan escasas ocasiones que no puedo dejar de repetirlos en mis pensamientos. Estaré soñando con usted toda la noche, toda la semana y el año entero. Irremediablemente vendré aquí mañana, exactamente aquí, a este mismo lugar, a la misma hora, y seré feliz recordando lo de ayer. Este lugar ya me es querido. Tengo dos o tres lugares de estos en San Petersburgo. En una ocasión hasta lloré recordando algo, igual que usted… ¿Quién sabe? Puede que usted, hace diez minutos, también llorara recordando algo… Pero discúlpeme, de nuevo se me ha pasado; puede que usted en alguna ocasión haya sido especialmente feliz aquí…
—Está bien —dijo la joven—, a lo mejor yo también vendré aquí mañana, a las diez. Veo que ya no se lo puedo prohibir… La cuestión está en que tengo que estar aquí; no piense que le estoy citando. Le aseguro que yo tengo que estar aquí. Bueno… se lo diré directamente: no estaría mal que también viniera usted. Por un lado, de nuevo podríamos tener algún disgusto como el de hoy, y por otro… en una palabra, simplemente me gustaría verle… para intercambiar con usted un par de palabras. Pero, lo ve, ¿no me estará juzgando usted ahora? ¿No se pensará que estoy dándole una cita con mucha ligereza…? Yo se la daría, a no ser… Pero ¡que eso sea un secreto mío! Antes de todo una condición…
—¡Una condición!… Dígala, cuénteme, cuéntemelo todo. Estoy dispuesto a todo, a todo —exclamé yo entusiasmado—. Yo respondo por mí: seré obediente, respetuoso… Usted me conoce…
—Porque le conozco, le estoy invitando mañana —dijo la muchacha sonriendo—. Le conozco perfectamente. Pero tenga en cuenta una cosa, venga con una condición. Sobre todo (sea amable y cumpla lo que le pida: está viendo que le hablo con franqueza): no se enamore de mí… Eso está prohibido, se lo aseguro. Estoy dispuesta a una amistad, y aquí tiene mi mano… Pero ¡no se enamore, se lo ruego!
—¡Se lo juro! —exclamé yo cogiéndole la mano…
—Es suficiente. No jure, porque sé que es usted capaz de estallar como la pólvora. No me juzgue por hablar así. Si usted supiera… Tampoco yo tengo a nadie con quien intercambiar palabra, y a quien pedirle un consejo. Claro está que no iba a buscar un consejero en la calle, pero usted es una excepción. Le conozco como si fuéramos amigos desde hace veinte años… ¿Verdad que no va usted a cambiar?
—Ya lo verá… solo que no sé cómo sobreviviré estas veinticuatro horas.
—¡Que tenga un feliz sueño! Buenas noches; y recuerde que ya he confiado en usted. Pero hace un rato lanzó usted una exclamación tan hermosa que ¡acaso hay que dar explicaciones de cada sentimiento, incluso en el sentido fraternal! ¿Sabe una cosa? Lo expresó usted de una forma tan bella que al instante se me pasó por la cabeza la idea de confiar en usted…
—¡Por el amor de Dios! Pero ¿de qué se trata? ¿Qué es?
—Hasta mañana. Que de momento sea un secreto. Será mejor para usted; aunque lejanamente se parezca a una novela. Puede que se lo diga mañana y puede que no… Todavía tengo que hablar más con usted, conocernos mejor…
—¡Oh, sí! Mañana le contaré todo sobre mi persona. Pero ¿qué es esto? ¡Parece que me está sucediendo un milagro…! ¿Dónde estoy? ¡Dios mío! Pero, dígame, ¿acaso no está satisfecha de sí misma por no haberse enfadado conmigo como lo hubiera hecho otra mujer? ¿Por no haberme rechazado desde el primer momento? Dos minutos, y me ha convertido usted para siempre en una persona feliz. ¡Sí! ¡Feliz! ¿Quién sabe? Puede que me haya reconciliado conmigo mismo y haya resuelto mis dudas… Es posible que me sobrevengan minutos de esa naturaleza… Pero bueno, ya mañana le contaré todo, y usted lo sabrá todo, todo…
—Está bien, estoy de acuerdo. Empezará usted.
—Estoy conforme.
—¡Adiós!
Y nos despedimos. Estuve deambulando toda la noche. No me decidía regresar a casa. ¡Estaba tan feliz…! ¡Hasta mañana!

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