domingo, 13 de diciembre de 2020

Fiodor Dostoievski: Noches blancas (segunda noche)

 

 


—¡Bueno, ya veo que ha sobrevivido! —me dijo ella sonriendo y estrechándome las manos.
—Llevo aquí ya dos horas. ¡No sabe cómo lo he pasado durante el día!
—Lo sé, lo sé… pero vayamos al asunto. ¿Sabe por qué he venido? Pues no para decir cosas absurdas como ayer. Mire una cosa: debemos actuar con más inteligencia. Estuve dando muchas vueltas a todo esto ayer por la noche.
—¿En qué aspecto he de actuar con más inteligencia? Por mi parte, estoy dispuesto. Pero, a decir verdad, nunca en la vida me han ocurrido cosas tan sensatas como las de ahora.
—¿De veras? En primer lugar, se lo suplico, no me apriete tanto las manos; y en segundo lugar, le confieso que hoy he estado pensando durante mucho rato en usted.
—Y bien, ¿qué ha concluido?
—¿Qué he concluido? He concluido que es preciso comenzar por el principio, porque hoy he decidido que usted es completamente desconocido para mí, y que ayer me comporté como una cría, una jovencita; claro está, mi buen corazón tiene la culpa de todo. Es decir, yo me alabé, como siempre sucede cuando uno empieza a examinar su vida. Y por ello, para enmendar el error, he decidido enterarme ahora acerca de su vida de la manera más detallada posible. Y como no tengo a nadie que me la cuente, deberá hacerlo usted mismo, para que se conozca todo el intríngulis. Por ejemplo, ¿qué tipo de persona es usted? ¡Vamos! ¡Cuente su historia!
—¡Historia! —exclamé yo asustado—. ¡Historia! Pero ¿quién le ha dicho que yo tengo una historia? No tengo historia…
—Entonces, ¿cómo ha vivido usted sin una historia? —interrumpió ella, sonriendo.
—Pues ¡sin historia alguna! Como dicen aquí, simplemente viviendo, es decir, completamente solo; solo del todo. ¿Comprende lo que quiere decir solo?
—Pero ¿cómo que solo? ¿Quiere decir que jamás ha visto a nadie?
—¡Oh, no! Veía a gente, pero a pesar de todo estaba solo.
—Pero ¿acaso no habla usted con nadie?
—En sentido estricto, con nadie.
—Entonces, explíquese: ¿quién es usted? Espere, yo misma lo adivinaré: usted, al igual que yo, tiene una abuela. La mía es ciega y lleva toda la vida sin dejarme ir a ninguna parte, de modo que hasta casi se me olvida hablar. Y cuando hace dos años hice una trastada, al darse ella cuenta de que no había forma de sujetarme, cosió mi vestido al suyo con un imperdible y así nos pasamos sentadas días enteros; ella tejiendo calcetines aunque esté ciega, y yo junto a ella, cosiendo o leyendo un libro en voz alta. De esta forma tan rara, llevo ya dos años prendida con un imperdible a su vestido…
—¡Oh, Dios mío, qué desgracia! Pues no, yo no tengo una abuela como la suya.
—Y si no es así, ¿cómo puede quedarse sentado en casa…?
—Espere, ¿quiere saber quién soy?
—¡Pues sí!, ¡sí!
—¿En el estricto sentido de la palabra?
—¡En el más estricto!
—Disculpe, soy… un tipo.
—¡Un tipo, un tipo! ¿Qué tipo? —exclamó la muchacha riéndose como si no tuviera oportunidad de reírse así durante todo el año—. Pero ¡si es muy divertido estar con usted! Mire: aquí hay un banco. ¡Sentémonos! ¡Por aquí no pasa nadie y nadie nos oirá! ¡Comience ya a contar su historia! Porque usted no me convencerá, tiene una historia, solo que la está ocultando. En primer lugar, ¿qué es un… tipo?
—¿Un tipo? Un tipo es algo original, un hombre muy gracioso —respondí yo, soltando una carcajada a continuación de su risa infantil—. Es un tipo de carácter. Escuche: ¿sabe usted lo que es un soñador?
—¿Un soñador? Disculpe, ¿cómo no iba a saberlo? ¡Yo misma soy una soñadora! Algunas veces que estoy sentada junto a la abuela, hay que ver la de ideas que me vienen a la cabeza. Te pones a soñar y te quedas tan ensimismada en los pensamientos que vas y te casas con un príncipe chino… ¡O quizás no, sabe Dios! Especialmente cuando tienes en qué pensar sin necesidad de recurrir a eso —añadió la joven esta vez con un tono bastante serio.
—¡Excelente! Puesto que si en una ocasión se casó con un emperador chino, en tal caso, me entenderá a la perfección. Escuche… Pero permítame: si todavía no sé cómo se llama usted.
—¡Por fin! ¡A buenas horas!
—¡Ay, Dios mío!; es que no me dio por pensar en ello, me encontraba muy a gusto sin necesidad de saberlo…
—Me llamo Nástenka.
—¡Nástenka! Y ¿nada más?
—Nada más. ¿Acaso es poco? ¡Qué insaciable es usted!
—¿Que si es poco? Mucho, mucho, al contrario, es muchísimo, Nástenka. Es usted una muchacha muy bondadosa, ya que desde el principio ha sido Nástenka para mí.
—¡Eso es! ¡Bueno!
—Pues bien, escuche, Nástenka, qué historia más ridícula me va a salir.
Me senté junto a ella, adopté una pose entre pedante y seria y comencé a hablar como si estuviera leyendo un libro:
—Hay en San Petersburgo, Nástenka, si no lo sabe usted, unos rincones bastante curiosos. En esos lugares parece que no asoma el mismo sol que para el resto de los petersburgueses, sino otro, nuevo, como si se encargara a propósito para esos rincones, luciendo con una luz diferente, muy particular. En esos rincones, querida Nástenka, se vive de una forma completamente diferente que en nada se parece a la que bulle en torno a nosotros, sino que por el contrario se vive una vida que bien pudiera transcurrir en otro reino desconocido, y no aquí en este tiempo tan tremendamente serio. Pues precisamente esa vida viene a ser una mezcla de algo puramente fantástico, ardiente e ideal, con (¡oh, Nástenka!) algo terriblemente prosaico y corriente, por no decir trivial hasta más no poder.
—¡Uf! ¡Oh, Dios mío! ¡Vaya introducción! ¿Qué es lo que oigo?
—Lo que oye usted, Nástenka (creo que jamás me cansaría de llamarla Nástenka). Sí, lo que oye usted es que en esos rincones vive gente rara, soñadora. El soñador, si es necesario definirlo con más precisión, no es un hombre, sino, si quiere saberlo, un ser de género neutro. Se ubica generalmente en algún rincón inaccesible, como si se escondiera del mundo, y se introduce en él apegándose a su rincón como un caracol, o al menos pareciéndose mucho a ese curioso animal que es casa y animal a la vez, como la tortuga. ¿Por qué cree usted que ama tanto sus cuatro paredes, pintadas precisamente de verde, cubiertas de hollín, tristes e inadmisiblemente impregnadas de tabaco? ¿Por qué ese ridículo caballero, cuando le visita alguno de sus pocos conocidos (y lo que sucede es que se queda sin amigos), lo recibe de un modo tan tímido, demudándosele la cara y quedándose tan azorado como si acabara de cometer un crimen entre esas cuatro paredes, o de hacer unos billetes falsos o algunos versos para enviar a una revista con carta anónima, dejando constancia en ella de que el verdadero poeta ha muerto y de que su amigo considera un deber sagrado publicar sus versos? ¿Por qué, dígame, Nástenka, no fluye la conversación entre esos dos interlocutores? ¿Por qué ni la risa ni una palabra alegre salen de la boca del desconcertado compañero que acababa de irrumpir en su casa, y al que en otras ocasiones le gusta tanto la risa como las palabras alegres, así como las conversaciones sobre el bello sexo, y otros temas amenos? ¿Por qué, finalmente, ese compañero, al que probablemente conociera no hace mucho, ya en su primera visita (dado que no habrá otra, pues el compañero ya no volverá más), se queda tan confuso, petrificado, con lo ocurrente que es (¡eso solo si lo es!), al mirar la cara de zozobra del dueño, a quien a su vez ya le dio tiempo a quedarse completamente confuso, embrollarse tras los gigantescos y vanos esfuerzos de allanar y adornar la conversación, mostrándole a su vez desde su perspectiva los conocimientos que tiene de la sociedad, y hablarle de la belleza del sexo opuesto, aunque solo fuera por agradar con este humilde gesto al pobre hombre que cayó en un lugar inapropiado visitándole por error? ¿Por qué razón el huésped de pronto coge su sombrero y sale apresuradamente acordándose de un asunto muy importante, que jamás existió, y libera como puede su mano de los calurosos apretones del dueño, que por todos los medios intenta demostrar su arrepentimiento y enderezar el asunto? ¿Por qué el compañero que sale de su casa suelta una carcajada al cerrar la puerta, y se da palabra de no volver a entrar en casa de ese ser tan estrafalario, aunque este, en esencia, sea un joven maravilloso que a su vez no puede dejar de imaginar algo caprichoso: de comparar, aunque sea muy lejanamente, la fisonomía de su compañero de conversación durante el tiempo que duró la visita con el aspecto de aquel gatito infeliz al que estrujaron los niños, espachurrándolo y ofendiéndolo de todas las maneras posibles, tomándolo a la fuerza como presa, confundiéndole hasta más no poder, para meterse finalmente debajo de una silla, en la oscuridad, donde se vio obligado a pasar una hora entera, con el pelo erizado, bufando y lavando con sus dos patitas su ofendido hociquito; y que, transcurrido un buen rato, mira hostil el mundo y la vida, e incluso los restos de la comida de los señores que le lleva la compasiva ama de llaves?
—Escuche —interrumpió Nástenka, que durante todo ese tiempo estuvo escuchándome asombrada y boquiabierta—. Escuche: ignoro por completo por qué ha sucedido todo esto y por qué me hace usted preguntas tan ridículas. Pero de lo que estoy segura es de que todas esas aventuras de cabo a rabo le ocurrieron irremediablemente a usted.
—Sin duda alguna —respondí yo con cara muy seria.
—Pues, si no cabe duda, entonces continúe —respondió Nástenka—, porque tengo muchas ganas de saber cómo termina eso.
—¿Desea saber, Nástenka, lo que hacía nuestro héroe en su rincón, o mejor dicho, yo, porque el héroe de todo esto soy yo, con la particular timidez que me caracteriza? ¿Quiere saber por qué me había alarmado y turbado tanto durante el resto del día la inesperada visita del compañero? ¿Desea saber por qué me estremecí y me sonrojé tanto al abrir la puerta de mi casa? ¿Por qué no supe recibir la visita y me sentí morir, avergonzado bajo el peso de mi propia hospitalidad?
—Pues ¡sí! ¡Sí! —respondió Nástenka—, en ello está la cuestión. Escuche: usted lo narra maravillosamente, pero ¿no se podría contar de un modo más sencillo? Porque habla usted como si leyera un libro.
—¡Nástenka! —le respondí con voz grave y severa, sin poder apenas aguantar la risa—. ¡Querida Nástenka, sé que lo cuento muy bien, pero siento no poder contarlo de otro modo! Ahora, querida Nástenka, me parezco al espíritu del rey Salomón, que permaneció durante mil años encerrado en una urna bajo siete sellos, y al que finalmente liberaron. Y ahora, cuando nos hemos encontrado de nuevo tras una larga separación… porque yo ya la conozco desde hace mucho, y porque desde hace tiempo estuve buscando a alguien, lo que significa que la estuve buscando precisamente a usted y que nos estaba destinado encontrarnos; ahora en mi cabeza se han abierto miles de válvulas y tengo que derramar un río de palabras, pues de lo contrario me ahogaría. De manera que le suplico que no me interrumpa, Nástenka, sino que me escuche paciente y atentamente. De lo contrario, me callaré.
—¡De ninguna manera! ¡Hable! Ahora no diré ni una palabra.
—Continúo: hay en el día, mi querida amiga Nástenka, una hora que yo adoro extraordinariamente. Viene a ser la hora en que la gente termina casi todos sus quehaceres, obligaciones y deberes, y todos corren deprisa hacia sus casas para comer, descansar, y, mientras tanto, él camina y se inventa otros temas divertidos relacionados con la tarde, la noche y el tiempo restante. A esa hora, también nuestro héroe, y permítame, Nástenka, hablar en tercera persona, porque en primera me resultaría tremendamente bochornoso contarle todo esto, de modo que a esa hora, nuestro héroe, que también tiene cosas que hacer, va caminando con los demás. Pero un extraño sentimiento de satisfacción juguetea en su semblante pálido y ligeramente arrugado. Mira con indiferencia el crepúsculo vespertino que se apaga lentamente en el frío cielo petersburgués. Miento cuando digo que mira. Porque no mira, sino que contempla inconscientemente como si a la vez estuviera cansado o ensimismado en alguna otra cuestión más interesante, de modo que solo de pasada, y casi involuntariamente, repara en lo que le rodea. Se siente satisfecho porque ha finalizado hasta mañana los asuntos que le resultan tediosos, y está tan contento como un colegial al que liberan del pupitre para que se distraiga con travesuras y juegos divertidos. Mírele de reojo, Nástenka: al instante verá que la alegría ya afectó felizmente a sus débiles nervios y su fantasía, enfermizamente irritada. Y he aquí lo que piensa… ¿Cree usted que en la comida? ¿En la tarde de hoy? ¿Qué es lo que mira de ese modo? ¿A ese caballero de tan buen aspecto cual si estuviera plasmado en un cuadro, inclinándose ante la dama que acaba de pasar junto a él en un espléndido coche de veloces caballos? No, Nástenka, ¡qué le importan todas esas pequeñeces! Ahora ya es rico con su particular vida. De repente parece convertirse en un hombre rico, y el rayo de despedida del sol que se apaga no brilló en vano alegremente delante de él, sino que suscitó en su cálido corazón todo un enjambre de recuerdos. Ahora apenas se fija en aquel camino en el que antes le podía sorprender la cosa más nimia. Ahora la diosa Fantasía (si ha leído usted a Zhukovski, querida Nástenka) ya bordó con caprichosa mano su pátina de oro, desplegando ante él bordados de una vida desconocida, extravagante; y ¿quién sabe?, puede que lo transporte con su mágica mano hasta el séptimo cielo de cristal, arrancándole del espléndido suelo de granito por el que está caminando. Intente detenerle ahora y pregúntele: ¿dónde se encuentra ahora y por qué calles caminó? Probablemente no recuerde nada, ni por dónde anduvo, ni dónde se encuentra ahora, y, sonrojándose de angustia, mentiría ligeramente para salvar las apariencias. Esa es la respuesta a por qué se estremeció casi hasta gritar al mirar temeroso alrededor cuando una distinguida anciana que se había equivocado de camino le detuvo cortésmente en la acera para preguntarle por una calle. Sigue adelante con el entrecejo arrugado sin percatarse apenas de que más de un transeúnte sonrió al verle, volviéndose para mirarle, y de que alguna pequeña, que le cedió tímida el paso, soltó una carcajada al mirar con ojos como platos su amplia sonrisa contemplativa y sus gestos de manos. Y, sin embargo, esa misma Fantasía arrancó también en su vuelo juguetón a la anciana, a los curiosos transeúntes, a la niña que se rio, y a los muzhiks que se pasan la tarde en sus barcas que invaden la Fontanka (supongamos que en ese momento nuestro héroe está pasando por ella), prendiendo traviesamente todo y a todos en su cañamazo como moscas en una tela de araña. Con su nueva adquisición, el estrafalario entra en su acogedora madriguera, se sienta a cenar, termina, y solo regresa a la realidad cuando la pensativa y siempre triste Matriona, que le sirve, haya recogido la mesa y entregado la pipa. Es cuando se despabila y con sorpresa recuerda que ya cenó, completamente abstraído de cómo había transcurrido aquello. La habitación se queda a oscuras. Siente vacío y tristeza en su alma. Todo un reino de sueños se acaba de derrumbar alrededor de él, destruyéndose sin dejar huella, sin ruido ni estrépito, pasando junto a él como una visión, sin que él mismo pueda recordar lo que ha visto. Pero una sensación oscura hace gemir y atormentar su pecho. Una sensación nueva que tienta e irrita su fantasía suscita imperceptiblemente todo un enjambre de nuevos espectros. El silencio reina en la pequeña habitación. La soledad y la pereza acarician la fantasía. Esta se enciende con suavidad, y se pone ligeramente en ebullición como el agua en la tetera de la vieja Matriona, que prosigue tranquilamente con sus quehaceres en la cocina, preparando el café. He aquí que ya se empieza a abrir camino entrecortadamente, y el libro cogido sin finalidad alguna y al azar le resbala entre las manos a mi soñador, que no ha llegado ni a la tercera página. Su imaginación de nuevo está lista para despertar, suscitarse, y de pronto otra vez un nuevo mundo, una nueva y maravillosa vida brilla junto a él en su centelleante perspectiva. ¡Un nuevo sueño, una nueva vida! ¡Una nueva dosis de un veneno refinado y voluptuoso! ¡Oh! ¡Qué le importa nuestra vida real! Para su mirada cautiva, usted y yo, Nástenka, llevamos una vida perezosa, lenta y desvaída. ¡Para su mirada, todos nosotros estamos tan descontentos de nuestro destino y tan fatigados de nuestra vida! Y, verdaderamente, fíjese y verá cómo en realidad, al primer golpe de vista, todo entre nosotros parece frío, lúgubre, como si estuviéramos enfadados… «¡Pobres!», piensa mi soñador. Y no es de extrañar que piense así. ¡Fíjese en esas visiones mágicas! ¡De qué modo tan encantador, con qué filigranas, y de qué manera tan caprichosa e ilimitada se compone ante él un cuadro mágico y animado, donde en primer plano y en primera persona, evidentemente, aparece él, nuestro soñador, con su especial particularidad! ¡Fíjese en qué diferentes acontecimientos, y qué infinito enjambre de sueños ardientes! Tal vez se pregunte usted qué está soñando. ¿Para qué preguntarlo? Pues sueña con todo, con el destino del poeta, desconocido al principio y coronado después; con la amistad de Hoffmann; con la noche de san Bartolomé, con la Diana de Vernon, con el papel heroico ante la toma de Kazán por Iván Vasílievich; Clara Mowbray, Effie Deans, el concilio de los prelados y Huss ante ellos, con la rebelión de los muertos en la obertura (¿se acuerda de la música?: ¡huele a cementerio!) con Minna y Brenda, la batalla de Berezina, la lectura del poema en casa de la condesa V. D., con Danton, con Cleopatra, e i suoi amanti, La casita en Kolomna, de Pushkin, con su rinconcito junto a un ser querido, que le escucha en una tarde de invierno con los ojos y la boca abiertos, tal y como me escucha usted ahora, mi pequeño ángel… ¡No, Nástenka, qué más le da, qué le importa al voluptuoso holgazán esta vida, a la que tanto nos aferramos! Él piensa que esta vida es pobre y triste, sin adivinar que también le llegará el día en que suene la hora fatal, en que por un día de esta triste vida entregaría él todos sus años fantásticos, y no ya a cambio de la alegría o la felicidad, pues no tendría preferencias en esa hora de tristeza, arrepentimientos y dolor sin obstáculos. Pero, hasta que llegue ese momento amenazador, no desea nada, pues está por encima de los deseos porque lo tiene todo, está saciado, él mismo es el artífice de su vida, que va creando a su antojo a cada momento. ¡Y es que ese mundo de cuento y fantasía se va creando de un modo tan fácil y natural! Como si realmente todo ello no fueran visiones. Pero a decir verdad está dispuesto a aceptar, en ese momento, que toda esa vida no es efecto de la excitación de los sentidos, sino que todo ello es verdaderamente real, auténtico y tangible. Y ¿por qué, dígame, Nástenka, por qué durante esos minutos se le estremece el alma? ¿Por qué tipo de magia o voluntad invisible se le acelera el pulso, las lágrimas brotan de los ojos del soñador, arden sus pálidas y humedecidas mejillas y toda su existencia se llena de ese irresistible deleite? ¿Por qué noches enteras de insomnio duran un instante, lleno de inagotable alegría y felicidad, y cuando en su ventana brilla el alba con su rayo de color rosa iluminando al amanecer la sombría habitación con una luz incierta y fantástica, como ocurre en nuestras casas de San Petersburgo, nuestro soñador, fatigado y agotado, se deja caer sobre la cama para quedarse dormido con el alma presa de éxtasis por la enfermiza exaltación de su espíritu y el dulce y agotador dolor de su corazón? Sí, Nástenka, nuestro héroe le hace involuntariamente creer a uno que una pasión verdadera y genuina le atormenta el alma, cree que hay algo vivo, tangible, en sus sueños incorpóreos. ¡Y, sin embargo, qué engaño! El amor ha penetrado en su pecho con toda su inagotable alegría y sus agotadores sufrimientos… Basta mirarle para convencerse. ¿Podrá creer al mirarle, querida Nástenka, que realmente jamás conoció a la que tanto amó en sus frenéticos sueños? ¿Acaso solo la vio en sus seductoras visiones y solo ha soñado esa pasión? ¿Es posible que de veras no hayan caminado cogidos de la mano en todos los años de su vida, solos los dos, dejando el mundo a un lado y uniendo cada uno su mundo y su vida con los del compañero? ¿Acaso no era ella quien, a última hora de la separación, estaba apoyada en su pecho sollozando y triste, sin oír la tormenta que se preparaba bajo el cielo amenazador, ni el viento que le arrancaba las lágrimas de sus negras pestañas? ¿Acaso todo ello había sido un sueño? ¡Y ese jardín, melancólico, abandonado y salvaje, con sus caminitos cubiertos de musgo, solitario y sombrío, donde tanto pasearon los dos, presos de esperanza y melancolía y amándose tan intensamente el uno al otro, «tanto tiempo y con tanta ternura»! ¿Y aquella extraña y vieja casa, en la que durante tanto tiempo vivió ella en soledad y tristeza junto a su viejo y lúgubre marido, eternamente callado y bilioso, que los asustaba como a niños tímidos que ocultaban el amor que se tenían? ¡Cómo sufrían! ¡Cómo temían y qué puro e inocente era su amor! ¡Y, por supuesto, Nástenka, qué malvada era la gente! ¡Dios mío! ¿Acaso él no la encontró a ella después lejos de su tierra, bajo un cielo extraño, meridional y cálido, en una ciudad maravillosa y eterna, en el esplendor de un baile, bajo el estruendo de la música, en un palazzo, «precisamente un palazzo», ahogado en el mar de luces, sobre un balcón cubierto de mirto y rosas, en el que ella, reconociéndole, se quitó apresuradamente la máscara y susurrando: «¡Soy libre!» se lanzó temblorosa a sus brazos? Y exclamando de entusiasmo, abrazándose los dos, se olvidaron por un instante de la pena, la separación, los sufrimientos, la casa lúgubre, el anciano y el jardín sombrío en la lejana tierra, y del banco en que, tras el último beso apasionado, ella se arrancó de sus brazos petrificados por la tristeza y la desesperación… ¡Oh!, reconocerá, Nástenka, que uno se agitará, se turbará y se ruborizará como un colegial que acaba de meter en su bolsillo la manzana robada del jardín vecino cuando un muchacho alto y fuerte, juguetón y bromista, su amigo anónimo, abre la puerta y grita como si nada pasara: «¡Hermano, acabo de llegar de Pavlovsk!». ¡Dios mío! ¡Ha muerto el viejo conde, comienza una felicidad inenarrable…! ¡Y en ese momento llega gente de Pavlovsk!
Me callé patéticamente, finalizando mis conmovedoras exclamaciones. Recuerdo que tenía enormes ganas de echarme a reír a carcajadas, porque sentía un malévolo diablillo agitarse en mi interior; se me ponía un nudo en la garganta, me temblaba la barbilla y los ojos se me humedecían cada vez más… Yo esperaba que Nástenka, que me estaba escuchando con sus inteligentes y abiertos ojos, se echara a reír con su risa infantil e irresistiblemente alegre. Me arrepentía de haber llegado tan lejos y de haber contado en vano aquello que bullía en mi corazón desde hacía tiempo y acerca de lo cual podía hablar como si leyera un libro; porque desde hacía mucho había preparado la sentencia en contra de mí mismo, y no me resistía ahora a leerla, sin esperar que se me comprendiera. Pero para mi sorpresa ella se quedó callada, y después de un rato me estrechó la mano y me dijo tímidamente:
—¿De veras que ha vivido usted así durante toda su vida?
—¡Toda la vida, Nástenka! —respondí—. ¡Toda la vida, y me parece que también la acabaré del mismo modo!
—¡No, eso no puede ser! —dijo ella, inquieta—. Eso no sucederá; del mismo modo tampoco yo puedo pasarme la vida entera junto a mi abuela. ¡Escuche! ¿Sabe usted que no está bien vivir de ese modo?
—¡Lo sé, Nástenka! ¡Lo sé! —exclamé sin poder contener mi emoción—. ¡Ahora más que nunca sé que he malgastado los mejores años de mi vida! ¡Ahora lo sé, y eso me causa más dolor, porque Dios mismo me ha enviado a usted, a mi bondadoso ángel, para decirme esto y demostrármelo! Ahora que estoy sentado junto a usted y le hablo, hasta me da miedo pensar en el futuro, porque en el futuro… de nuevo me espera la soledad, de nuevo esa vida rancia e inútil. Y ¿con qué podría soñar cuando ya he sido tan feliz en la vida real junto a usted? ¡Que Dios la bendiga, querida muchacha, porque no me rechazó desde el primer momento, y porque ya puedo decir que he vivido dos noches en mi vida!
—¡Oh, no, no! —exclamó Nástenka, y unas lagrimillas brillaron en sus ojos—. ¡Eso ya no sucederá! ¡No nos separaremos de ese modo! ¿Qué es eso de dos noches?
—¡Oh, Nástenka, Nástenka! ¿Sabe para cuánto tiempo me ha reconciliado conmigo mismo? ¿Sabe que ahora ya no pensaré tan mal de mí mismo como lo he hecho otras veces? ¿Sabe que posiblemente ya no me entristeceré por haber cometido un crimen o un pecado en mi vida, porque esta vida es un delito y un pecado? ¡Y no piense que le estoy exagerando, por el amor de Dios, no lo piense, Nástenka, porque a veces me sobrevienen momentos de tanta, tanta melancolía…! Porque entonces me parece que ya no seré capaz de empezar a vivir de otro modo; porque me parece que he perdido todo el tacto y la intuición en lo real, en lo tangible; porque finalmente lancé maldiciones contra mí mismo; porque a mis noches de fantasía les sobrevienen momentos de desembriagamiento, que son horribles. Y mientras tanto oyes cómo a tu alrededor, en un torbellino vital, la muchedumbre humana da vueltas estruendosamente; oyes y ves cómo vive la gente (que vive de verdad), y ves que la vida para ellos no está hecha por encargo, que su vida no se esfumará como un sueño o una visión; que su vida, siempre joven, se renueva continuamente, y ni una sola de sus horas se parece a otra, que lo que resulta aburrido y monótono hasta el extremo es la asustadiza fantasía, sierva de la sombra, de la idea; sierva de la primera nube que repentinamente ha tapado el sol y estruja en la melancolía el verdadero corazón petersburgués, que tanto aprecia su sol. Y ¿qué fantasía puede haber en la tristeza? Sientes que ella finalmente se cansa, se agota en su continua tensión, porque uno finalmente madura dejando atrás sus ideales de antes, que se esfuman como el polvo y se rompen en pedazos; y si no hay otra vida, es preciso construirla con esos mismos pedazos. ¡Mientras tanto el alma ansía y te pide algo diferente! ¡Y en vano escarba el soñador entre sus viejas fantasías, como si fueran ceniza en la que busca algún rescoldo para reavivar el fuego y calentar su frío corazón, haciendo resurgir de nuevo en él todo cuanto ha sido tan querido, cuanto arrebataba el alma, cuanto le hacía hervir la sangre, arrancando lágrimas y cautivando sutilmente! ¿Sabe a lo que he llegado, Nástenka? ¿Sabe que hasta me siento obligado a celebrar el aniversario de mis sensaciones, el aniversario de aquello que antes me resultaba tan querido?; algo que en realidad nunca existió (porque ese aniversario se celebra conforme a aquellos sueños absurdos e incorpóreos), y esos sueños absurdos ni siquiera existen y no hay por qué sobrevivirlos: porque también los sueños se sobreviven. ¿Sabe que ahora, en una fecha determinada, me gusta recordar y visitar aquellos lugares donde algún día fui feliz a mi manera? ¿Sabe que me gusta construir lo presente conforme a lo que se fue sin retorno, y a menudo deambulo por las callejuelas y avenidas petersburguesas como una sombra triste y afligida, sin finalidad ni necesidad alguna? Y ¡qué recuerdos! Me viene a la memoria, por ejemplo, que justo en ese lugar, hace un año, a la misma hora, caminé por esa acera igual de solitario que ahora. Recuerdo que también entonces las ideas eran tristes y, aunque no estuviera mejor, parece que de alguna manera resultaba más fácil vivir, y que no te atormentaba esa idea oscura que ahora no te abandona; que no tenías esos remordimientos de conciencia; remordimientos oscuros, lúgubres, que ahora no te dejan en paz ni de día ni de noche. Y te preguntas: ¿dónde están tus sueños? Y sacudes la cabeza diciendo: ¡cómo pasan los años! Y de nuevo te preguntas: ¿qué has hecho con tus años?, ¿dónde has enterrado tus mejores años? ¿Has vivido o no? ¡Mira!, te dices a ti mismo. ¡Qué frío se llega a sentir en esta vida! Pasarán los años y vendrá la lúgubre soledad, y después, junto al bastón, la trémula vejez y, detrás de ella, la tristeza y la melancolía. Palidecerá tu mundo fantástico, se petrificarán y ahogarán tus sueños, y caerán cual hojas amarillentas de los árboles… ¡Oh, Nástenka, será triste quedarse solo, completamente solo sin tener nada que lamentar! Nada, absolutamente nada… ¡porque todo cuanto has perdido, todo eso no ha sido nada, porque el absurdo y aberrante cero no ha sido más que un sueño!
—¡Bueno, no me haga ponerme más triste! —dijo Nástenka, secándose una lagrimilla que salía de sus ojos—. ¡Ahora ya ha terminado! Ahora estaremos los dos juntos; me pase lo que me pase, no nos separaremos jamás. Escuche. Soy una muchacha sencilla, he estudiado poco, aunque la abuela pagaba a un profesor para darme clases. Pero, a decir verdad, yo le entiendo, porque todo cuanto usted me acaba de contar también lo he vivido yo cuando la abuela me cosió con imperdibles a su vestido. Yo no lo habría podido contar tan bien como usted, porque no he estudiado —repitió tímidamente, expresando todavía admiración y respeto por mi discurso patético y mi elevado estilo—; pero estoy muy contenta de que haya confiado en mí. Ahora yo le conozco bien, le conozco a fondo. Y ¿sabe una cosa? Me gustaría contarle también mi historia, toda íntegra, sin ocultar nada, y después de ello me dará usted un consejo. Es usted una persona muy inteligente, ¿me da su palabra de que me dará ese consejo?
—¡Oh, Nástenka! —respondí—. Aunque antes jamás había sido consejero, y menos aún consejero inteligente, me parece sensato lo que usted me propone. Bueno, mi querida Nástenka, ¿de qué consejo se trata? Dígamelo abiertamente. Ahora me siento tan contento y feliz, tan valiente y ocurrente, que no será necesario recurrir a trucos para responder con palabras precisas.
—¡No, no! —interrumpió Nástenka echándose a reír—, no me hace falta un consejo inteligente, sino uno que salga del corazón, fraternal, como si me quisiera usted hace ya un siglo.
—¡De acuerdo, Nástenka! ¡De acuerdo! —exclamé entusiasmado—. ¡Si yo la quisiera veinte años, a pesar de ello no la querría más de lo que la quiero ahora!
—¡Deme su mano! —dijo Nástenka.
—¡Aquí está! —le respondí yo, dándole la mano.
—Comencemos mi historia, pues.

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