martes, 15 de diciembre de 2020

Fiodor Dostoievski: Noches blancas (La historia de Nástenka)

 


La historia de Nástenka

—Ya conoce usted la mitad de la historia, es decir, ya sabe usted que tengo una abuela anciana…

—Y si la segunda mitad es tan corta como esta… —la interrumpí yo sonriendo.

—Calle y escuche. Antes que nada vamos a poner la condición de no interrumpir, porque de lo contrario me equivocaré. Bueno, pues escuche atentamente:

»Yo tengo una abuela anciana. Vivo con ella desde que era muy pequeña, porque mis padres murieron. Hay que tener en cuenta que antes la abuela vivía mejor, pues hasta hoy recuerda días mejores. Ella fue quien me enseñó francés y después me buscó un profesor particular. Cuando yo tenía quince años, pues ahora tengo diecisiete, terminaron mis estudios. Y en ese tiempo fue cuando hice algunas travesuras; lo que hice no se lo voy a contar, pero es suficiente con que le diga que no fue nada grave. Entonces una mañana me llamó la abuela y me dijo que, como estaba ciega, no podía vigilarme. Cogió entonces un imperdible y prendió su vestido al mío, diciendo que así es como viviríamos siempre, si yo, claro está, no sentaba la cabeza. En una palabra, al principio no podía apartarme de ella de ninguna de las maneras: tenía que hacerlo todo junto a la abuela: trabajar, leer, estudiar. Una vez se me ocurrió hacer un truco y convencí a Fiokla para que se sentara en mi lugar. Fiokla es nuestra criada y está sorda. Se sentó en mi lugar. Durante ese rato la abuela se quedó dormida en su sillón, y yo me fui a casa de una amiga que no vive lejos. Pero la cosa terminó mal. La abuela se despertó cuando yo no había regresado aún y preguntó algo pensando que yo estaba quieta sentada en mi sitio. Fiokla, al ver que la abuela la preguntaba, y ella que no oía lo que le decía, sin saber qué hacer, desabrochó el imperdible y salió corriendo…

Llegado este punto Nástenka se calló y se echó a reír. Yo me reí con ella. Pero ella al instante se detuvo.

—Escuche: usted no se ría de la abuela. Yo me río, porque me hace gracia… Pero ¿qué se puede hacer cuando la abuela es así? Pero yo, a pesar de todo, la quiero un poco. Y bien, entonces recibí mi merecido: al instante me sentó nuevamente a su lado sin que ya pudiera moverme ni hacer nada.

»Bueno, se me había olvidado decirle que tenemos, más bien que la abuela tiene, su propia casa, es decir, una casita pequeña, con solo tres ventanas, de madera y tan vieja como la abuela. Arriba hay un desván; y un día un inquilino nuevo se instaló en nuestro desván…

—¿Se entiende que era un inquilino mayor? —puntualicé yo de pasada.

—Pues claro —respondió Nástenka—, y sabía estar callado mejor que usted. Aunque a decir verdad apenas hablaba. Era un anciano seco, mudo, ciego y cojo, de manera que finalmente se le hizo imposible vivir en este mundo y murió. Después de aquello tuvimos que instalar a otro inquilino, pues no podíamos vivir sin alquilar. Nuestros únicos ingresos eran la pensión de la abuela y lo que cobrábamos por el alquiler. Y, como si fuera a propósito, el nuevo inquilino era un hombre joven que no era de aquí sino que estaba de paso. Como no regateó, la abuela lo aceptó. Después me preguntó: «¿Qué, Nástenka, es joven nuestro inquilino?». No quise mentirle y dije: «Bueno, abuela, no es del todo joven, pero tampoco parece viejo». «Bueno ¿y tiene buen aspecto?», preguntó la abuela.

»Tampoco quise mentirle. «Sí, tiene buen aspecto, abuela». Y la abuela me dijo: «¡Ay, qué castigo! Te lo digo, nieta, para que no le mires a la cara. ¡Vaya tiempos que corren! ¡Hay que ver, un inquilino tan insignificante, y tiene que tener buen aspecto! ¡Eso no pasaba en mis tiempos!».

»La abuela lo relacionaba todo con sus tiempos. En sus tiempos ella era más joven, el sol calentaba más, las ciruelas no se ponían tan pronto ácidas… y todo lo relacionaba con sus tiempos mozos. Y he aquí que estoy yo sentada y pensando: «¿Por qué la abuela me hace esas preguntas: que si el inquilino tiene buen aspecto, que si es joven?». Pero eso solo lo pensé un momento y continué sentada contando los puntos y haciendo calceta, olvidándome después de ello por completo.

»Un día por la mañana vino a vernos el nuevo inquilino para recordarnos que habíamos prometido empapelarle la habitación. Una palabra siguió a la otra, y como la abuela es charlatana me dice: «Ve, Nástenka, a mi dormitorio y tráeme las cuentas». Yo me levanté deprisa y sin saber por qué me sonrojé toda, olvidándoseme además que estaba sentada y prendida con un imperdible. En lugar de desabrochar despacito el imperdible para que el inquilino no se percatara, di un tirón tan fuerte que arrastré el sillón de la abuela. Al darme cuenta de que ahora el inquilino lo sabía todo sobre mí, me sonrojé, me quedé clavada en el sitio y de pronto rompí a llorar. ¡Sentí en aquellos momentos tanta vergüenza y amargura que quería morirme! Y la abuela gritó: «¿Qué haces quedándote ahí parada?», y yo lloraba aún más… Al ver el inquilino que estaba abochornada delante de él, hizo una reverencia y se marchó.


»Desde entonces, cuando oía un ruido en el zaguán, me quedaba paralizada. «Ya está», pensaba yo, «ya viene el inquilino», y por si acaso desabrochaba despacito el imperdible. Pero no era él. No venía. Pasaron dos semanas: el inquilino nos envió un recado a través de Fiokla en que decía que tenía muchos libros en francés que eran muy buenos, y que podíamos leerlos. Que si no le gustaría a la abuela que yo se los leyera para no aburrirse. La abuela aceptó agradecida, pero no paró de preguntar si eran libros morales, «en caso de que no lo sean, tú, Nástenka, no debes leerlos pues aprenderías cosas malas».

—¿Y qué puedo aprender, abuela? ¿Qué es lo que dicen?

—¡Ah! —me dijo—. Escriben cómo los jóvenes seducen a las muchachas, y bajo el pretexto de casarse con ellas se las llevan de la casa paterna para después abandonar a las pobres muchachas a la voluntad de Dios, que se pierden de la manera más lamentable. Yo —dijo la abuela— he leído muchos de esos libros, y todo está tan maravillosamente expresado que te pasas la noche leyéndolos en silencio. Así que tú —dijo—, Nástenka, ten cuidado, no los leas. ¿Y qué libros ha traído? —preguntó la abuela.

—Todos son novelas de Walter Scott, abuela.

—¡Las novelas de Walter Scott! Bueno, ¿y no habrá en ellas algún truco? Mira a ver si no habrá introducido él dentro alguna notita de amor.

—No, abuela —le dije—, no hay ninguna nota.

—Mira debajo de la encuadernación. ¡A veces, ellos las introducen allí, entremedias, los muy tunantes…!

—No abuela. Tampoco hay nada debajo de la encuadernación.

—Bueno, está bien.

»De modo que nos pusimos a leer a Walter Scott y en cosa de un mes nos leímos casi la mitad de los libros. Después él continuó enviándonos más. Nos mandó la obra de Pushkin, de modo que yo ya no podía vivir sin libros y dejé de pensar en casarme con un príncipe chino.

»Así transcurrían las cosas cuando un día me crucé en la escalera con nuestro inquilino. La abuela me había mandado a hacer un recado. Él se detuvo, yo me sonrojé toda, y él también, pero se echó a reír, me saludó y preguntó por la salud de la abuela, y me dijo: «Y bien, ¿ha leído usted los libros?». Y yo le respondí: «Los he leído». «¿Y cuál le ha gustado más?». Y yo le dije: «Ivanhoe y Pushkin son los que más me han gustado». Con esto concluyó aquella vez la conversación.

»Al cabo de una semana de nuevo me topé con él en la escalera. En aquella ocasión no iba a hacer ningún recado de la abuela sino que era yo quien necesitaba algo. Eran cerca de las tres y el inquilino volvía a esa hora a casa. «¡Hola!», me dijo. Y yo le respondí: «¡Hola!».

—¿Y qué? —me dijo—, ¿no se aburre usted de estar todo el día sentada junto a la abuela?

Cuando me preguntó aquello, no sé por qué me ruboricé toda, me avergoncé y me sentí ofendida, seguramente al pensar que ya era un tema que estaba en boca de todos. Estuve a punto de no responderle y marcharme, pero no tuve fuerzas.

—¡Escuche! —me dijo—, ¡si usted es una buena muchacha! Disculpe que le hable en este tono, pero le aseguro que deseo su bien más que su abuela. ¿No tiene usted ninguna amiga a la que pudiera visitar?

Le respondí que no tenía ninguna, que tuve una, Máshenka, pero que se había marchado a vivir a Pskov.

—Escuche —me dijo él—. ¿Quiere venir conmigo al teatro?

—¿Al teatro? Pero ¿y la abuela?

—Pues márchese usted despacito de su lado…

—No —le dije—. No quiero engañar a la abuela. ¡Adiós!

—Bueno, pues adiós —respondió él, y no dijo más.

Pero después de la comida vino a vernos. Se sentó y estuvo largo rato hablando con la abuela, preguntando si salía a alguna parte, si tenía conocidos. Y de pronto dijo:

—Pues hoy he sacado un palco para la ópera. Representan El barbero de Sevilla. Unos conocidos querían ir a verlo, pero después desistieron y me he quedado con una entrada en la mano.

—¡El barbero de Sevilla! —exclamó la abuela—. ¿Y es el mismo Barbero que representaban en mis tiempos?

—Sí, el mismo —dijo él mirándome—; ¿lo conoce? —yo ya lo había comprendido todo, me sonrojé, y el corazón me saltaba por la espera.

—¡Cómo no iba a conocerlo! —respondió la abuela—. En mis tiempos yo misma representé el papel de Rosina en un teatro casero.

—¿Y no querría ir hoy? —dijo el inquilino—. La entrada que tengo se perdería en vano.

—¡Pues sí, vayamos! —dijo la abuela—. ¿Por qué no habíamos de ir? Pero resulta que mi Nástenka nunca ha estado en el teatro.

¡Dios mío, qué alegría! Al momento nos pusimos en marcha, nos arreglamos y partimos al teatro. La abuela aunque estuviera ciega deseaba oír música, pero aparte de eso es buena, pues lo que más quería era agradarme a mí, porque por nuestra cuenta nosotras nunca nos habríamos decidido a ir. No le voy a contar la impresión que me causó El barbero de Sevilla, solo que durante toda la tarde nuestro inquilino me miraba de un modo tan agradable, se dirigía a mí en un tono tan cortés, que enseguida comprendí que por la mañana me pondría a prueba proponiéndome que me fuera sola con él al teatro. ¡Bueno, qué alegría! Me fui a dormir tan orgullosa, tan alegre, y el corazón me latía con tanta fuerza que hasta tuve un poco de fiebre y me pasé la noche delirando con El barbero de Sevilla.

Yo creí que después de aquello el inquilino vendría a vernos más a menudo, pero no lo hizo. Casi dejó de visitarnos. Como máximo un par de veces al mes y solo para invitarnos al teatro. Fuimos al teatro dos veces más. Solo que yo no estaba contenta. Me percaté de que a él simplemente le daba lástima que yo viviera en esas condiciones con la abuela; nada más. Según pasaba el tiempo me di cuenta de que no podía estarme quieta sentada: no leía, tampoco hacía mis labores, a veces me echaba a reír y le hacía alguna travesura a la abuela para hacerla rabiar, y otras, simplemente me echaba a llorar. Finalmente adelgacé y casi caigo enferma. Pasó la temporada de ópera y el inquilino dejó de visitarnos por completo. Cuando nos encontrábamos (siempre en la misma escalera, se entiende), él se inclinaba sin decir nada, todo serio, como si no quisiera hablar, y bajaba después al porche mientras yo seguía aún en mitad de la escalera, colorada como una cereza, porque al cruzarme con él empezaba a subírseme toda la sangre a la cabeza.

Y ahora ya viene el final. Hace ahora justo un año, en el mes de mayo, vino el inquilino a casa diciendo a la abuela que ya había concluido todas sus gestiones aquí y que debía partir de nuevo a Moscú por un año. En cuanto lo oí, me quedé pálida y como muerta me dejé caer en la silla. La abuela no se percató de nada. Y él, tras decirnos que nos dejaba, se despidió y se marchó.

»¿Qué iba yo a hacer? Le di muchas vueltas, estaba muy triste, hasta que por fin tomé una decisión. Él se marchaba al día siguiente y decidí resolverlo todo por la noche, cuando la abuela se fuera a dormir. Y así pasó. Hice un hatillo y metí todo dentro; todo cuanto tenía de vestidos y ropa, y con él en la mano, ni viva ni muerta, me dirigí al desván donde vivía nuestro inquilino. Creo que tardé una hora en subir la escalera. En cuanto abrí la puerta para entrar en su habitación, él me vio y dio un grito. Debió de pensar que era un fantasma y fue corriendo a ofrecerme agua, porque apenas me tenía en pie. El corazón me latía con fuerza, me dolía la cabeza y estaba mareada. Cuando me recompuse, puse mi hatillo en su cama, me senté junto a él, me tapé la cara con las manos y rompí a llorar desconsoladamente. Él pareció comprenderlo todo al instante, y permanecía delante de mí pálido y mirándome de un modo tan triste que faltaba poco para que me estallara el corazón.

—Escúcheme —dijo él—. Escúcheme, Nástenka, no puedo hacer nada. Soy pobre y de momento no puedo ofrecer nada, ni siquiera un puesto de trabajo decente. ¿Cómo íbamos a vivir si yo me casara con usted?

Estuvimos hablando largo rato, pero finalmente yo estallé y le dije que no podía vivir con la abuela, que me escaparía de su lado, que no quería que me cosiera con un imperdible, y que si él quería me iría con él a Moscú, porque no podía vivir sin él. La vergüenza, el amor y el orgullo… todo ello hablaba al mismo tiempo en mi interior, y me faltó poco para caer en la cama y delirar. ¡Temía tanto el rechazo!

Estuvo un rato sentado en silencio, después se levantó, se acercó a mí y me cogió de la mano.

—¡Escuche, mi buena y querida Nástenka! —dijo con lágrimas en la voz—. Escuche. Le juro que si en algún momento tengo posibilidades de casarme, inmediatamente formaría usted parte de mi felicidad. Le aseguro que ahora solo usted puede hacerme feliz. Escuche, yo me voy a Moscú y permaneceré allí justo un año. Espero arreglar mis asuntos. Cuando regrese y si usted sigue queriéndome, le juro que seremos felices. Pero ahora es imposible, no puedo, no tengo derecho a ofrecerle nada. Le juro que, si no es al cabo de un año, algún día se hará realidad; se entiende que en caso de que no prefiera usted a otro, porque no puedo ni me atrevo a pedirle que me dé su palabra.

Eso fue lo que me dijo, y al día siguiente se marchó. Lógicamente acordamos no decir ni palabra de aquello a la abuela. Así lo quiso él. Y, bueno, ahora ya casi termina mi historia. Pasó justo un año. Él regresó, y ya lleva aquí tres días y…

—Y ¿qué? —exclamé yo impaciente por oír el final.

—¡Hasta ahora no se ha presentado! —respondió Nástenka como si quisiera recobrar fuerzas—. No se sabe nada de él…

Llegado este punto se detuvo, se quedó callada, bajó la cabeza y de pronto, tapándose la cara con las manos, empezó a sollozar de tal modo que mi corazón al oír su llanto dio un vuelco.

No podía imaginarme un desenlace así.

—¡Nástenka! —dije con voz tímida e insinuante—. ¡Nástenka, no llore, por el amor de Dios! ¿Cómo lo sabe usted? Puede que aún no haya venido…

—¡Está aquí! ¡Está aquí! —respondió rápidamente Nástenka—. Yo sé que se encuentra aquí. Habíamos acordado una cosa. Aquella noche, antes de su marcha, cuando nos dijimos todo lo que yo le conté, acordamos salir a dar un paseo por aquí, justamente en este muelle. Eran las diez de la noche. Estuvimos sentados en este banco. Yo ya no lloraba, me deleitaba escuchándole… Me dijo que en cuanto regresara vendría a nuestra casa y, si yo no lo rechazaba, le contaríamos todo a la abuela. ¡Ahora ha regresado, lo sé, pero no viene!

Y de nuevo se echó a llorar.

—¡Dios mío! ¿Acaso no hay forma de ayudarla? —exclamé yo, saltando del banco verdaderamente desesperado—. Dígame, Nástenka, ¿y no podría yo ir a verle…?

—¿Acaso es posible? —dijo ella, levantando de pronto la cabeza.

—¡No! ¡Claro que no! —señalé yo, ocurriéndoseme de repente—. Pero mire, escríbale una carta.

—¡No, de ninguna de las maneras! ¡No lo puedo hacer! —respondió ella decididamente, pero ya con la cabeza gacha y sin mirarme.

—¿Cómo que no puede? ¿Por qué es imposible? —continué yo, aferrándome a mi idea—. Sepa una cosa, Nástenka: que no se trata de una carta cualquiera. Porque hay cartas y cartas y… ¡Oh, Nástenka, es así! ¡Créame! No le voy a dar un consejo absurdo. Todo eso se puede preparar. Si usted ha dado el primer paso, y ahora ya…

—¡No puede ser! ¡No puede ser! Podría parecer que quiero comprometerle…

—¡Oh, mi querida Nástenka! —interrumpí yo, sin ocultar la sonrisa—. ¡Le digo a usted que no! Usted, a decir verdad, está en su derecho porque él le hizo una promesa. Y por lo que veo se trata de una persona delicada, que ha actuado correctamente —continué yo, entusiasmándome cada vez más por la lógica de mis propias conclusiones y mis convencimientos—. ¿Cómo ha actuado él? Dio su palabra de compromiso. Le dijo que en caso de casarse, no lo haría con nadie que no fuera usted y le dio plena libertad para rechazarle en cualquier momento… En un caso así, usted puede dar el primer paso, tiene derecho a hacerlo, lleva ventaja, aunque solo fuera, por ejemplo, para liberarle del compromiso dado…

—¡Escuche! ¿Cómo la escribiría?

—¿Qué?

—Pues esa carta.

—Yo por ejemplo la escribiría del siguiente modo: «Muy señor mío…».

—¿Y necesariamente ha de ser así? ¿«Muy señor mío»?

—¡Necesariamente! Además, qué más da. Yo creo…

—¡Bueno, bueno, continúe!

—«¡Muy señor mío! Disculpe que yo…». ¡Por lo demás, no, no hace falta dar ningún tipo de excusas! El propio hecho lo justifica todo. Diga simplemente:

Me dirijo a usted. Perdone mi impaciencia. Durante todo el año fui feliz esperándole. ¿Acaso ahora soy culpable por no soportar un solo día de duda? Ahora que ha regresado usted, puede que haya cambiado de intención. En tal caso esta carta le demostrará que ni me quejo ni le recrimino. No le culpo porque no soy dueña de su corazón. ¡Mi destino es así!

Es usted una persona honesta. No se burle ni se enfade al leer estas impacientes líneas mías. Recuerde que las escribe una pobre joven, que está sola, sin nadie que la pueda orientar ni aconsejar, y que nunca supo dominar su corazón. Pero disculpe que por un instante la duda haya penetrado en mi corazón. No sería usted capaz de ofender ni siquiera mentalmente a la persona que tanto le amó y le ama.

—¡Sí, sí! Así es exactamente como yo lo he pensado —exclamó Nástenka, y la alegría brilló en sus ojos—. ¡Oh! Ha disipado usted mis dudas, Dios mismo le ha enviado a mí. ¡Se lo agradezco! ¡Se lo agradezco!

—¿El qué? ¿Haber sido enviado por Dios? —respondí yo, mirando entusiasmado su rostro lleno de felicidad.

—Sí, aunque sea eso.

—¡Ay, Nástenka! ¡Debemos agradecer a algunas personas el simple hecho de vivir junto a nosotros! ¡Yo le agradezco que nos hayamos encontrado, y que la recordaré todo un siglo!

—Bueno, basta. Y ahora escuche: entonces acordamos que en cuanto él llegara haría saber de su presencia dejándome una carta en casa de unos conocidos míos, gente buena y sencilla, que no saben nada de esto; y en caso de no poder escribirme la carta, porque no siempre se puede contar todo en una carta, entonces el día de su llegada vendría aquí, donde nos citamos, a las diez en punto de la noche. Sé que ya ha llegado; pero ya lleva aquí tres días y no tengo carta suya ni ha venido. Escaparme de la abuela por la mañana me resulta imposible. Entregue mañana usted mismo mi carta a esa buena gente de la que le hablo: ellos se la harán llegar; y en caso de haber respuesta, usted me la traerá a las diez de la noche.

—¡Pero la carta, la carta! Si lo primero que tengo que hacer es escribir la carta. De este modo, quizás todo podría solucionarse pasado mañana.

—¡La carta…! —respondió Nástenka, ligeramente confusa—, ¡la carta…!; pero…

No finalizó la frase. Al principio volvió la cara, se sonrojó como una rosa, y de pronto sentí la carta en mi mano, escrita al parecer ya hacía tiempo, completamente preparada y con el sobre cerrado. ¡Un recuerdo conocido, tierno y simpático, pasó por mi cabeza!

—¡Ro-ro-si-si-na-na! —dije yo.

—¡Rosina! —entonamos los dos, yo casi abrazándola de entusiasmo, y ella sonrojándose hasta más no poder, y riendo entre lágrimas, que como perlas temblaban sobre sus negras pestañas.

—¡Bueno, basta! Ahora, adiós —dijo ella deprisa—. Aquí tiene usted la carta y la dirección donde debe llevarla. ¡Adiós! ¡Hasta la vista! ¡Hasta mañana!

Me apretó con fuerza las dos manos, hizo un ademán con la cabeza y como una flecha desapareció en su callejuela. Permanecí un largo rato en el sitio, acompañándola con la vista.

«¡Hasta mañana! ¡Hasta mañana!», se me pasó por la cabeza cuando hubo desaparecido.

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