jueves, 17 de diciembre de 2020

Fiodor Dostoievski: Noches blancas (tercera noche)



 Noche tercera

Hoy ha sido un día triste, lluvioso, sin un rayo de luz, igual que lo será mi vejez. Pensamientos extraños, sensaciones oscuras e interrogaciones poco claras se agolpan en mi cabeza, sin que me encuentre con fuerzas ni ganas para resolverlos. ¡No seré yo quien resuelva todo esto!

Hoy no nos veremos. Ayer, cuando nos estábamos despidiendo, las nubes comenzaron a cubrir el cielo y empezó a levantarse la niebla. Le dije que al día siguiente haría mal tiempo. No me respondió, no quería contrariarse; para ella ese día era claro y luminoso y ninguna nube cubriría su felicidad.

—¡Si llueve no nos veremos! —dijo ella—. No vendré.

Pensé que no se daría cuenta de la lluvia de hoy, pero a pesar de ello no apareció.

Ayer fue nuestro tercer encuentro, nuestra tercera noche blanca…

¡Y hay que ver cómo la alegría y la felicidad hacen que el hombre sea algo maravilloso! ¡Cómo bulle de amor el corazón! Parece que quieres fundir tu corazón con el otro, deseando que todo transcurra de la forma más alegre y que todo sonría. ¡Y qué contagiosa es esa alegría! Ayer en sus palabras había tanta complacencia, tanta bondad suya hacia mi corazón… ¡Cómo me cortejaba, qué tierna se mostraba y cómo alentaba y mimaba mi corazón! ¡Oh, cuánta coquetería encierra la felicidad! Y yo… Yo me lo tomaba todo como un juego limpio; pensaba que ella…

Pero Dios mío, ¿cómo podía pensar yo eso? ¿Cómo podía estar tan ciego cuando todo estaba ya en manos de otro, y nada me pertenecía; cuando, finalmente, incluso la misma ternura, su solicitud, su amor, sí, amor hacia mí, no eran más que la felicidad por la próxima cita con el otro, el deseo de trasladarme también a su felicidad…? Cuando él no apareció y esperábamos en vano, ella frunció el entrecejo y se quedó cohibida y acobardada. Todos sus gestos y palabras ya no eran tan suaves, juguetones y alegres. Y, cosa extraña, se mostró más atenta conmigo, como si instintivamente quisiera verter sobre mí aquello que deseaba y lo que temía si la cosa no se cumpliera. Mi Nástenka se quedó tan apocada y asustada que finalmente parecía creer que yo la amaba y se apiadó de mi pobre amor. Ello sucede cuando somos infelices y sentimos con más fuerza la desgracia de los demás; el sentimiento no se rompe, sino que se concentra…

Acudí al encuentro con el corazón rebosante, haciéndoseme interminable la espera. No presentía lo que iba a experimentar; ni que todo aquello tuviera el desenlace que tuvo. Estaba radiante de felicidad, esperaba una respuesta. Y la respuesta fue ella misma. Él debía venir, llegar corriendo a su llamamiento. Ella llegó una hora antes que yo. Al principio se reía de todo, y sonreía a cada palabra mía. Yo empecé a hablar y me quedé callado.

—¿Sabe por qué estoy tan contenta? —dijo ella—. ¿Por qué estoy tan contenta de verle? ¿Y por qué le quiero tanto hoy?

—¿Y bien? —dije yo con el corazón encogido.

—Le quiero porque no se ha enamorado usted de mí. Porque cualquier otro en su lugar estaría molestándome, dándome la lata, quejándose, haciéndose el enfermo, ¡mientras que usted es tan adorable!

En ese momento apretó tanto mi mano que me faltó poco para lanzar un grito. Se echó a reír.

—¡Dios mío, qué buen amigo es usted! —dijo pasado un minuto, en tono serio—. ¡Si el mismo Dios le ha enviado a mí! Pero ¿qué sería de mí si no estuviera usted ahora conmigo? ¡Qué desinteresado! ¡Cuánto me quiere! Cuando me case mantendremos una gran amistad, más que si fuéramos hermanos. Yo le querré casi tanto como a él…

En aquel instante sentí mucha tristeza y, sin embargo, algo similar a la risa se removió en mi alma.

—Usted tiene un ataque de nervios —dije yo—. Cree que él no vendrá.

—¡Vaya por Dios! —respondió ella—. Si no fuera tan feliz creo que me echaría a llorar por su desconfianza y sus reproches. Por lo demás, usted me dio la idea y me hizo pensar mucho; pero lo pensaré más tarde, y ahora le confieso que tiene usted razón. ¡Sí! No parezco la misma. Estoy completamente a la expectativa y todo me llega con demasiada susceptibilidad. Pero ¡ya es suficiente, dejemos a un lado los sentimientos…!

En ese momento se oyeron unos pasos y en la oscuridad apareció un transeúnte que se dirigía justo hacia nosotros. Los dos nos echamos a temblar, a ella le faltó poco para lanzar un grito. Yo bajé su mano e hice un gesto como si fuera a apartarme. Pero estábamos equivocados: no era él.

—¿De qué tiene miedo? ¿Por qué ha retirado mi mano? —dijo ella, dándomela de nuevo— ¿Y bien? Lo encontraremos juntos. Yo quiero que vea cuánto nos queremos el uno al otro.

—¡Cómo nos queremos el uno al otro! —exclamé.

«¡Oh, Nástenka, Nástenka!», pensé yo, «¡cuánto has dicho con esas palabras! ¡Un amor como este, Nástenka, en determinados momentos enfría el corazón y vuelve pesarosa el alma! Tu mano está fría y la mía arde como el fuego. ¡Qué ciega estás, Nástenka…! ¡Oh! ¡Qué insufrible resulta una persona feliz en momentos como este! Pero no puedo enfadarme contigo…».

Finalmente sentí que mi corazón estallaba.

—¡Escuche, Nástenka! —exclamé—. ¿Sabe cómo me he sentido durante todo el día?

—¿Qué? ¿Qué es lo que le ha sucedido? ¡Cuéntemelo deprisa! ¿Por qué ha estado todo este rato callado?

—En primer lugar, Nástenka, hice todos sus recados, entregué la carta, estuve en casa de sus conocidos; después… me fui a casa y me eché a dormir.

—¿Solo eso? —interrumpió ella echándose a reír.

—Sí, casi nada más —respondí con esfuerzo, porque unas absurdas lagrimillas empezaron a aflorar en mis ojos—. Me desperté una hora antes de la cita, con la impresión de no haber dormido. No sé qué me sucedió. Venía para contarle todo esto, como si el tiempo se hubiera detenido para mí, como si solo una sensación, un sentimiento, desde este momento debiera quedarse para siempre dentro de mí, como si un minuto debiera continuar toda la eternidad y toda mi vida se hubiera detenido… Cuando desperté, creí que una dulce melodía que había oído en algún lugar volvía a aflorar en mi memoria. Tenía la impresión de que durante toda la vida había estado queriendo salir de mi alma y solo ahora…

—¡Ay, Dios mío, Dios mío! —interrumpió Nástenka—. ¿Cómo es que ha sucedido esto? No entiendo nada.

—¡Ay, Nástenka! Me gustaría, de algún modo, transmitirle esa extraña sensación… —dije yo con voz lastimera, en la que aún remotamente latía la esperanza.

—¡Basta, basta, no siga! —dijo ella. ¡Y al instante se dio cuenta, la muy tunanta!

De pronto se puso muy habladora, alegre y traviesa.

Me cogía del brazo, sonreía, invitándome también a reír, y cada tímida palabra mía se reflejaba en ella en forma de una sonora y prolongada risa… Empecé a enojarme y ella de pronto se puso a coquetear.

—Escuche —dijo ella—, me sienta mal que no se haya enamorado usted de mí. Después de esto, ¿quién entiende a los hombres? Pero a pesar de todo, caballero inflexible, no podrá usted dejar de alabarme por lo sencilla que soy. Yo le cuento absolutamente todo, hasta las tonterías que se me pasan por la cabeza.

—¡Escuche! ¡Parece que han dado las once! —dije yo, cuando se oyeron las campanadas de una lejana torre de la ciudad. De pronto Nástenka se detuvo, dejó de sonreír y se puso a contar.

—Sí, son las once —dijo finalmente con voz tímida e indecisa.

Al instante me quedé compungido por haberla asustado haciéndole contar las horas y me maldije por mi ataque de rabia. Me producía lástima y no sabía cómo redimir mi pecado. Me puse a tranquilizarla y a buscar razones que justificaran su ausencia, a esgrimir argumentos y pruebas. Nadie era más fácil de engañar entonces que ella, y además en momentos así todos escuchamos con alegría una palabra de consuelo, y nos sentimos felices con solo una sombra de justificación.

—Pero ¡si esto es ridículo! —dije yo, acalorándome cada vez más y satisfecho por la claridad de mis pruebas—. Si no podía venir. También a mí me ha engañado y engatusado usted, Nástenka, haciéndome incluso perder la noción del tiempo… Dese cuenta de que apenas le dio tiempo a recibir la carta; supongamos que no pudiera venir, supongamos que piensa contestar, en cuyo caso la carta no llegaría hasta mañana. Mañana en cuanto amanezca iré a recogerla y le haré saber lo que sea. Suponga, finalmente, miles de posibilidades: como, por ejemplo, que no estuviera en casa cuando llegara la carta, y puede que no la haya leído hasta ahora. Todo es posible.

—¡Sí, sí! —respondió Nástenka—, ni siquiera lo pensé: claro que todo es posible —dijo con voz complaciente en la que en forma de disonancia dolorosa se percibía otra idea lejana—. Ya sé lo que tiene que hacer usted mañana —dijo—. Vaya lo más temprano posible y si hay algo me lo dice enseguida. Porque usted sabe dónde vivo —y de nuevo empezó a repetirme la dirección de su casa.

Después, de pronto se puso muy tierna y tímida conmigo… Parecía escuchar atentamente lo que le decía; pero cuando me dirigí a ella con una pregunta, se quedó confusa y en silencio giró la cabeza. La miré a los ojos, y efectivamente: estaba llorando.

—Pero ¿es posible? Pero ¡qué niña es! ¡Qué infantil…! ¡Vamos, basta!

Intentó sonreír y tranquilizarse, pero le temblaba la barbilla y le palpitaba el pecho.

—Estoy pensando en usted —dijo tras un minuto de silencio—. Es usted tan bondadoso, que tendría que ser de piedra para no sentirlo. ¿Sabe lo que me ha venido ahora a la cabeza? Los he comparado a los dos. ¿Por qué él, y no usted? ¿Por qué él no es como usted? Él no es tan bueno como usted, aunque yo le quiera más.

No respondí nada. Parecía que Nástenka estaba esperando que yo dijera algo.

—Claro que puede que no lo comprenda bien todavía, no lo conozco bien. ¿Sabe una cosa? Siempre he tenido la sensación de tenerle respeto. Siempre se ha mostrado tan serio, tan orgulloso. Cierto que esa es la impresión que da, y que su corazón es más tierno que el mío… Recuerdo cómo me miraba cuando me dirigí a él con mi hatillo; pero a pesar de todo le respeto demasiado, como si no estuviéramos en pie de igualdad.

—¡No, Nástenka! ¡No! —respondí yo—, ¡eso quiere decir que le ama usted más que a nada en el mundo, incluso más que a sí misma!

—Sí, supongamos que así sea —respondió ingenuamente ella—, pero ¿sabe lo que se me ha pasado ahora por la cabeza? Solo que no voy a hablar de él, sino en general. Ya lo pensé hace tiempo. Escuche, ¿por qué no nos tratamos fraternalmente los unos a los otros? ¿Por qué hasta el hombre más bondadoso parece siempre disimular y callar en presencia de otro? ¿Por qué no se puede expresar en el momento lo que tienes en el corazón, sabiendo que tus palabras no se las llevará el viento? Porque todo el mundo se cree más severo de lo que realmente es, como si temiera ofender con sus sentimientos si los muestra demasiado deprisa…

—¡Ay, Nástenka!, es cierto lo que dice. Pero sucede a menudo —interrumpí yo, conteniendo en aquellos momentos mis sentimientos más que nunca.

—¡No, no! —respondió ella con gran pesar—. Usted, por ejemplo, no es como los demás. Yo, a decir verdad, no sabría expresar lo que siento. Me parece que, por ejemplo, usted… aunque solo fuera ahora… creo que se sacrifica por mí —añadió ella tímidamente y mirándome de soslayo—. Usted… y disculpe si le hablo de este modo: soy una muchacha sencilla. He visto poco en esta vida y la verdad es que a veces no sé ni hablar —dijo con una voz temblorosa que parecía ocultar algún sentimiento y procuraba a su vez sonreír—, pero me gustaría expresarle que le estoy agradecida y que también siento todo esto… ¡Oh! ¡Que Dios se lo pague haciéndole feliz! Porque lo que usted me describió con su soñador no es en absoluto cierto, o sea, quiero decir, que en absoluto le corresponde a usted. Usted se está reponiendo, realmente no es la misma persona que describió. Si algún día se enamora, ¡que Dios le haga feliz junto a ella! A ella no le deseo nada, porque ya será feliz con usted. Lo sé, yo soy una mujer, y debe creer lo que digo…

Se quedó callada y me apretó fuertemente la mano. De la agitación que tenía no podía hablar. Pasaron varios minutos.

—Sí, por lo que se ve, hoy no vendrá —dijo finalmente levantando la cabeza—. ¡Es muy tarde…!

—Vendrá mañana —dije yo en un tono convincente y severo.

—Sí —añadió ella, alegrándose—. Yo misma veo ahora que vendrá mañana. ¡Entonces hasta mañana, pues! ¡Hasta mañana! Si llueve, posiblemente no vendré. Pero pasado mañana vendré, lo haré sin falta, ocurra lo que ocurra. Esté aquí, pase lo que pase. Deseo verle y contarle todo.

Y después, cuando nos estábamos despidiendo, me dio su mano y me dijo en tono claro y mirándome a los ojos:

—Porque desde ahora siempre estaremos juntos, ¿no es así?

¡Oh, Nástenka, Nástenka! ¡Si supieras qué solo me siento ahora!

Cuando dieron las nueve de la noche, no pude permanecer más tiempo en la habitación, me vestí y salí sin reparar en el desapacible tiempo que hacía. Estuve sentado allí, en nuestro banco. Ya me había dirigido a su callejuela, pero me sentí incómodo y me di la vuelta sin mirar sus ventanas y a dos pasos de su casa. Regresé a casa tan triste como no lo estaba desde hacía tiempo. ¡Qué tiempo más malo, húmedo y aburrido! Si hiciera bueno, me estaría paseando toda la noche…

Pero ¡hasta mañana! Mañana ella me lo contará todo.

Sin embargo, hoy no ha habido carta. Por lo demás, así es como debía ser. Ya estarán juntos…

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