La verdad es que la sensación que se tiene cuando se leen muchos poemas de Miguel Hernández es la tristeza, la pena de vivir. Su vida es una pena tras otra. Su cuna fue muy pobre y su vida fue ir arrastrando penosamente su alma por las tierras de España. Es natural que su compromiso político fuese con el bando republicano; y llegó a alistarse en sus milicias; y con sus dotes literarias arengaba a las tropas.
Él confiesa que la vida, su vida es dolor, dolor desde siempre. La repetición del ay es síntoma de ello.
Hijo soy del ay, mi hijo,
hijo de su padre amargo.
En un ay fui concebido
y en un ay fui engendrado.
Dolor de macho y de hembra
frente al uno el otro: ambos.
En un ay puse a mi madre
el vientre disparatado:
iba la pobre –¡ay, qué peso!–
con mi bulto suspirando.
–¡A y, que voy a malparir!
¡Ay, que voy a malograrlo!
¡Ay, que me apetece esto!
¡Ay, que aquello será malo!
¡Ay, que me duele la madre!
¡Ay, que no puedo llevarlo!
¡Ay, que se me rompe él dentro,
ay, que él afuera! ¡Ay, que paro!
En un ay nací: en un ay
y en un ay, ¡ay! fui criado.
– ¡A y, que me arranca los pechos
a pellizcos y a bocados!
¡Ay, que me deja sin sangre!
¡Ay, que me quiebra los brazos!
¡Ay, que mi amor y mi vida
se quedan sin leche, exhaustos!
¡Ay, que enferma! ¡Ay, que suspira!
¡Ay, que me sale contrario!
D el ay al ay, por ay,
a un ay eterno he llegado.
Vivo en un ay, y en un ay
moriré cuando haga caso
de la tierra que me lleva
del ay al ay trasladado.
¡Ay!, dirá, solo, mi huerto;
¡ay!, llorarán mis hermanos;
¡ay!, gritarán mis amigos,
y ¡ay!, también, cortado, el árbol
que ha de remitir mi caja,
ya tal vez sobre lo alto,
ya tal vez bajo los filos
del hacha fiera en la mano.
E l mundo me duele: ¡ay!
Me duele el vicio, y me paso
las horas de la virtud
con un ay entre los labios.
¡Ay, qué angustia! ¡Ay, qué dolor
de cielos, mares y campos;
de flores, montes y nieves;
de ríos, voces y pájaros!
Por palicos y cañicas
¡ay!, me veo sustentado.
El lilio no me hace señas,
¡ay!, con pañuelito cano.
Las pitas no me defienden,
con sus espadones áridos,
del demonio. Las palmeras
no me quieren hacer alto
por más que viva a la sombra
de estrella de sus palacios.
No me pone la naranja
el ojo redondo y claro,
ni con sus luces porosas
el limón el gusto amargo.
Y ¡adiós!, el aire me dice
cuando pasa por mi lado.
La inmovilidad del monte
no lleva mi sangre al paro,
ni hacia los cielos me tiran
honda ruda y puro raso,
y tengo la carne siempre
pechiabierta a los pecados.
Sucias rachas tumban todas
las cometas que levanto,
y todos los ruy-señores
esquivos y solitarios
se burlan de ver mis sitios
malamente acompañados.
¡Ay!, todo me duele: todo:
¡ay!, lo divino y lo humano.
Silbo para consolar
mi dolor a lo canario,
y a lo ruy-señor, y el silbo,
¡ay! me sale vulnerado.
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