Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía
muchas más puertas, pero aquélla era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo
el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios que le
entregaban a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se
hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear de la aldaba de bronce
subía a un tono, más que notorio, escandaloso, impidiendo el sosiego de los vecinos
(las personas comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos, que no atiende), daba orden
al primer secretario para que fuera a ver lo que quería el impetrante, que no había
manera de que se callara. Entonces, el primer secretario llamaba al segundo
secretario, éste llamaba al tercero, que mandaba al primer ayudante, que a su vez
mandaba al segundo, y así hasta llegar a la mujer de la limpieza que, no teniendo en
quién mandar, entreabría la puerta de las peticiones y preguntaba por el resquicio, Y
tú qué quieres. El suplicante decía a lo que venía, o sea, pedía lo que tenía que pedir,
después se instalaba en un canto de la puerta, a la espera de que el requerimiento
hiciese, de uno en uno, el camino contrario, hasta llegar al rey. Ocupado como siempre
estaba con los obsequios, el rey demoraba la respuesta, y ya no era pequeña señal de
atención al bienestar y felicidad del pueblo cuando pedía un informe fundamentado
por escrito al primer secretario que, excusado será decirlo, pasaba el encargo al
segundo secretario, éste al tercero, sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de
la limpieza, que opinaba sí o no de acuerdo con el humor con que se hubiera
levantado. (Seguir leyendo)
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