domingo, 4 de diciembre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 18/29)



18

Noticias de Helena


Telémaco evitó la emboscada que le habían tendido -gracias a la buena suerte, no a una buena planificación- y regresó a casa sano y salvo. Yo lo recibí con lágrimas de gozo, y lo mismo hicieron las criadas.
Lamento tener que decir que a continuación mi único hijo y yo tuvimos una fuerte discusión. -¡Tienes un cerebro de mosquito! -lo reprendí-. ¿Cómo te atreves a embarcarte y partir sin más, sin pedir siquiera permiso? ¡Pero si eres un crío! ¡No tienes experiencia como capitán de barco! Es un milagro que no te hayas matado, y si hubieras muerto ¿qué habría dicho tu padre a su regreso? ¡Pues que la culpable era yo, por no haberte vigilado bien! -Y etcétera, etcétera.
Me equivoqué de táctica. Telémaco se envalentonó.
Dijo que ya no era ningún crío y proclamó su hombría: había vuelto a casa, ¿no? ¿Acaso no era prueba suficiente de que sabía lo que hacía? Luego desafió mi autoridad materna argumentando que no necesitaba el permiso de nadie para coger un barco que, de hecho, era parte de su herencia, y añadió que si quedaba algo de esa herencia no era gracias a mí, pues yo no la había defendido y ahora se la estaban zampando los pretendientes. Entonces dijo que había tomado la decisión correcta: había ido en busca de su padre, porque nadie más parecía dispuesto a mover ni un dedo en ese sentido. Aseguró que su padre habría estado orgulloso de él por demostrar un poco de coraje y no dejarse dominar por las mujeres, que como de costumbre se mostraban excesivamente emotivas y no exhibían ni sensatez ni buen juicio.
Al decir «las mujeres» se refería a mí. ¿Cómo podía referirse a su propia madre de esa manera? ¿Qué podía hacer yo sino romper a llorar? A continuación le solté el clásico sermón de «¿así es como me lo agradeces?, no tienes ni idea de lo que he tenido que soportar por ti, ninguna mujer merece semejante sufrimiento, más me valdría suicidarme». Pero me temo que Telémaco ya lo había oído otras veces, y cruzándose de brazos y poniendo los ojos en blanco manifestó que mi discurso lo importunaba y que estaba esperando a que terminara.
Después de eso nos tranquilizamos. Telémaco se dio un agradable baño que le prepararon las criadas; ellas le restregaron todo el cuerpo, le llevaron ropa limpia y luego les sirvieron deliciosos manjares a él y a unos amigos suyos a los que había invitado: Pireo y Teoclímeno. Pireo era itacense, y había ayudado a mi hijo a emprender su viaje secreto. Decidí hablar con él más adelante, y echar en cara a sus padres que dejaban demasiada libertad al muchacho. A Teoclímeno no lo conocía. Parecía agradable, pero pensé que debía averiguar algo acerca de su estirpe, porque es muy frecuente que los jóvenes de la edad de Telémaco caigan en malas compañías.
Telémaco devoró la comida y se bebió el vino de un trago, y yo me reproché no haberle enseñado modales en la mesa. Nadie podía recriminarme por no haberlo intentado. Pero, cada vez que lo regañaba, intervenía la anciana Euriclea y decía cosas por el estilo de:
-No seas así, hija mía, deja que el niño coma a gusto, cuando crezca ya tendrá tiempo de sobra para aprender buenos modales.
-Los árboles crecen hacia donde torcemos las ramitas -decía yo.
-¡Exacto! -replicaba ella-. Y nosotras no queremos que esta ramita se tuerza, ¿verdad que no? ¡Pues claro que no! ¡Nosotras queremos que crezca alto y erguido, y que arranque todo lo bueno que tiene su sabroso trozo de carne, sin que nuestra mamaíta cascarrabias lo ponga triste! Entonces las criadas reían por lo bajo y le llenaban el plato a Telémaco, y le decían que era un muchacho muy guapo.
Lamento tener que admitir que mi hijo estaba muy mimado.



• • •


Cuando los tres jóvenes hubieron acabado de comer, les pedí que me hablaran del viaje. ¿Había averiguado Telémaco algo acerca de Odiseo y su paradero, dado que aquél era el objeto de su excursión? Y si había descubierto algo, ¿le importaría compartir conmigo sus hallazgos? 
Como veréis, yo seguía un poco dolida. No es fácil perder una discusión con tu hijo adolescente. Cuando tus hijos ya son más altos que tú, sólo te queda la autoridad moral, que es un arma muy débil. Lo que Telémaco dijo a continuación me sorprendió mucho. Después de visitar al rey Néstor, que no sabía nada de Odiseo; había ido a visitar a Menelao. A Menelao en persona. A Menelao el rico, Menelao el tarugo, Menelao el de la voz estridente,
Menelao el cornudo. Menelao, el esposo de Helena, mi prima Helena, Helena la hermosa, Helena la zorra infecta, la causa fundamental de todas mis desgracias.
-¿ Y viste a Helena? -pregunté un tanto cohibida.
-Sí, ya lo creo -contestó mi hijo-. Nos ofreció una espléndida cena.
Entonces se puso a contar no sé qué historia acerca del anciano del mar, y de cómo Menelao se había enterado gracias a aquel anciano y sospechoso caballero de que Odiseo estaba atrapado en la isla de una hermosa diosa que lo obligaba a hacer el amor con ella noche tras noche hasta que llegaba el alba. Llegados a este punto, yo ya había oído suficientes historias sobre hermosas deidades.
-¿ Y cómo encontraste a Helena? -pregunté.
-Pues la encontré bien -respondió Telémaco-. Todos contaban historias de la guerra de Troya, historias fabulosas, con muchos enfrentamientos, combates cuerpo a cuerpo y tripas desparramadas (mi padre salía en ellas), pero cuando los ancianos veteranos empezaron a lloriquear, Helena echó algo en las bebidas y todos nos reímos mucho.
-Ya, ya, pero ¿qué aspecto tenía?
-Estaba tan radiante como la dorada Afrodita -contestó Telémaco-. Uno se estremecía al verla.
Helena tiene gran fama, y hasta forma parte de la historia.
¡Es como la pintan, o incluso más hermosa! -Sonrió tímidamente.
-Supongo que habrá envejecido un poco -dije con toda la calma de que fui capaz. ¡Helena no podía seguir tan radiante como la dorada Afrodita! ¡Eso habría sido antinatural!
-Bueno, sí, claro -dijo mi hijo. Y finalmente se impuso ese vínculo que se supone que existe entre las madres y los hijos que han crecido sin padre.
Telémaco escudriñó mi rostro e interpretó mi expresión-. La verdad es que estaba muy envejecida -prosiguió-. Parecía mucho mayor que tú. Estaba como consumida. Y muy arrugada -añadió-.Como una seta reseca. Y tenía los dientes amarillentos. Y le faltaban unos cuantos. No empezó a parecernos hermosa hasta que hubimos bebido mucho.
Yo sabía que Telémaco mentía, pero me conmovió que mintiera parn complacerme. Tenía que notarse que era bisnieto de Autólico, el amigo de Hermes, el tramposo por excelencia, e hijo del astuto Odiseo, el de la voz tranquilizadora, fecundo en ardides, experto en persuadir a hombres y engañar a mujeres. Al final iba a resultar que mi hijo no era tonto del todo.
-Gracias por todo lo que me has contado, hijo mío -dije-. Te lo agradezco mucho. Ahora voy a entregar un cesto de trigo como ofrenda, y rezaré para que tu padre regrese sano y salvo.
Y así lo hice.

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