miércoles, 14 de diciembre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 19/29)



19
El grito de alegría

¿Quién afirma que las oraciones sirven para algo? Y por otra parte, ¿quién afirma que no sirven para nada?Me imagino a los dioses triscando en el Olimpo, deleitándose en el néctar, la ambrosía y el aroma de los huesos y la grasa ardiendo, traviesos como una pandilla de niños de diez años con un gato enfermo con que jugar y un montón de tiempo por delante. «¿A qué oración respondemos hoy? -se preguntan unos a otros-. ¡Echemos los dados!

Esperanza para éste, desconsuelo para ese otro, y ya puestos, ¡destrocémosle la vida a aquella mujer de allí adoptando forma de cangrejo y poseyéndola!» Creo que muchas de sus travesuras las hacen porque se aburren.
Mis plegarias llevaban veinte años sin ser escuchadas. Pero finalmente los dioses me prestaron atención. En cuanto hube realizado el ritual de rigor y hube derramado las lágrimas de rigor, Odiseo entró arrastrando los pies en el patio.
Lo de arrastrar los pies formaba parte dela puesta en escena, como es lógico. Yo no esperaba menos de él. Era evidente que mi esposo ya se había formado una idea de lo que estaba sucediendo en el palacio -de cómo los pretendientes estaban dilapidando sus riquezas, de sus intenciones asesinas hacia Telémaco, de cómo se habían apropiado de los servicios sexuales de sus criadas, y del afán de apoderarse de su esposa -y había llegado a la sabia conclusión de que no podía entrar como si tal cosa, anunciar que era Odiseo y ordenar a aquellos intrusos que salieran de su casa. Si lo hubiera hecho, lo habrían matado en pocos minutos.
Por eso iba disfrazado de anciano y sucio mendigo. Jugaba a su favor el hecho de que la mayoría de los pretendientes no tenían ni idea de qué aspecto tenía, pues eran demasiado jóvenes o ni siquiera habían nacido cuando Odiseo partió de Ítaca. Su disfraz estaba muy logrado -yo confié en que las arrugas y la calvicie no fueran reales, sino parte del engaño-, pero en cuanto vi aquel torso fornido y aquellas piernas cortas surgió en mí una profunda sospecha, que se convirtió en certeza después de oír que aquel hombre le había partido el cuello a un pordiosero agresivo. Ese era su estilo: furtivo cuando era necesario, sí, pero cuando estaba seguro de que podía ganar nunca renunciaba al asalto directo.
No le hice saber que lo había reconocido, porque lo habría puesto en peligro. Además, si un hombre se enorgullece de su habilidad para disfrazarse, es una tontería que su esposa le haga saber que lo ha reconocido: siempre es una imprudencia interponerse entre un hombre y el reflejo de su propia inteligencia.
También me di cuenta de que Telémaco estaba confabulado con Odiseo. Mi hijo era un farsante nato, como su padre, pero todavía no dominaba tanto el arte del embuste. Cuando me presentó al presunto mendigo, lo delataron su balbuceo, sus miradas de soslayo y su turbación.
Esa presentación no se produjo hasta más tarde. Odiseo pasó las primeras horas en el palacio fisgoneando y siendo objeto de los insultos de los pretendientes, que se burlaban de él y le lanzaban objetos. Por desgracia, yo no podía revelar a mis doce criadas quién era en realidad aquel individuo, de modo que ellas continuaron mostrándose groseras con Telémaco y se unieron a los pretendientes en sus insultos. Según me dijeron, Melanto, la de hermosas mejillas, estuvo particularmente hiriente. Decidí interponerme cuando llegara el momento y explicarle a Odiseo que aquellas muchachas habían actuado obedeciendo mis instrucciones.
Cuando cayó la noche, manifesté mis deseos de ver al presunto mendigo en el salón, entonces vacío. Él afirmó tener noticias de Odiseo: me contó una historia verosímil, y me aseguró que Odiseo volvería pronto a casa, y yo lloré y expresé mi temor de que no fuera así, pues muchos viajeros me habían garantizado lo mismo durante años. Le describí mis sufrimientos con detalle, y la nostalgia que sentía por mi esposo: era mejor que Odiseo oyera todo eso mientras todavía iba disfrazado de vagabundo, pues así estaría más inclinado a creerlo.
A continuación lo halagué pidiéndole consejo. Dije que había decidido sacar el gran arco de Odiseo, aquel con el que mi esposo había disparado una flecha que había atravesado el ojo de doce hachas puestas en fila -un logro asombroso-, para desafiar a los pretendientes a imitar esa hazaña, ofreciéndome como premio. Sin duda de ese modo pondría fin, de una forma u otra, a la intolerable situación en que me encontraba. ¿Qué opinaba él de mi plan?
Dijo que era una idea excelente.
Las canciones afirman que la llegada de Odiseo y mi decisión de organizar la prueba del arco y las hachas coincidieron por casualidad, o por intervención divina, que era como lo expresábamos en aquellos tiempos. Ahora ya conocéis la verdad lisa y llana. Yo sabía que sólo Odiseo sería capaz de realizar aquel truco de tiro con arco. Sabía que el mendigo era Odiseo. No hubo ninguna casualidad. Lo organicé todo a propósito.
Adoptando un tono más confidencial con el falso y andrajoso vagabundo, a continuación le conté un sueño que había tenido, en el que aparecía mi bandada de adorables gansos blancos, con los que yo estaba muy encariñada. Soñé que estaban picoteando tranquilamente por el patio cuando, de pronto, un águila enorme con el pico curvo descendió en picado y los mató a todos, con lo cual yo me puse a llorar desconsoladamente.
El mendigo Odiseo interpretó mi sueño: el águila era mi esposo, los gansos eran los pretendientes, y aquél no tardaría en dar muerte a éstos. No dijo nada acerca del pico curvo del águila, ni del cariño que yo sentía por los gansos, ni de mi angustia ante su muerte.
Resultó que Odiseo se equivocó al interpretar mi sueño. El era el águila, en efecto, pero los gansos no eran los pretendientes. Los gansos eran mis doce criadas, como pronto comprendería, para mi infinito pesar.




Hay un detalle sobre el que insisten mucho las canciones. Ordené a las criadas que le lavaran los pies al mendigo Odiseo, y él se negó, alegando que sólo podía permitir que le lavara los pies una persona que no fuera a burlarse de él por ser pobre y estar deforme. Entonces propuse para la tarea a la anciana Euriclea, una mujer cuyos pies tenían tan poco valor estético como los de Odiseo. Euriclea, rezongando, puso manos a la obra, sin sospechar la trampa que yo le había preparado. La anciana no tardó en ver la larga cicatriz que ella tan bien conocía, pues le había hecho aquel servicio a Odisea en innumerables ocasiones. Entonces soltó un grito de alegría y volcó la vasija de agua, y Odisea casi la estranguló para que no lo delatara.
Según las canciones, yo no me enteré de nada porque Atenea me había distraído. Si os creéis ese cuento, os creeréis todo tipo de tonterías. La verdad es que yo les había dado la espalda,,a ambos para que ellos no vieran cómo me regocijaba por el éxito de mi pequeña sorpresa.

No hay comentarios: