miércoles, 12 de octubre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Capítulos 1 y 2)


Pica sobre la imagen para saber datos de su biografía. Un poco más sobre la escritora, premio Príncipe de Asturias en 2008.


1
Un arte menor

«Ahora que estoy muerta lo sé todo», esperaba poder decir; pero, como tantos otros de mis deseos, éste no se hizo realidad. Sólo sé unas cuantas patrañas que antes no sabía. Huelga decir que la muerte es un precio demasiado alto para la satisfacción de la curiosiodad.

Desde que estoy muerta -desde que alcancé este estado en que no existen huesos, labios, pechos- me he enterado de algunas cosas que preferiría no saber, como ocurre cuando escuchas pegado a una ventana o cuando abres una carta dirigida a otra persona. ¿Creéis que os gustaría poder leer el pensamiento? Pensadlo dos veces.
Aquí abajo todo el mundo llega con un odre, como los que se usan para guardar los vientos, pero cada uno de esos odres está lleno de palabras: palabras que has pronunciado, palabras que has oído, palabras que se han dicho sobre ti. Algunos odres son muy pequeños, y otros más grandes; el mío es de tamaño mediano, aunque muchas de las palabras que contiene se refieren a mi ilustre esposo. Cómo me engañó, dicen algunos. Ésa era una de sus especialidades: engañar a la gente. Siempre se salía con la suya. Otra de sus especialidades era escabullirse.
Era sumamente convincente. Muchos han creído que su versión de los acontecimientos era la verdadera, sin detenerse a contar con rigor el número de asesinatos, de seductoras beldades, de monstruos de un solo ojo. Hasta yo le creía, a veces. Sabía que mi esposo era astuto y mentiroso, pero no esperaba que me hiciera jugarretas ni que me contara mentiras.
¿Acaso no había sido yo fiel? ¿No había esperado y seguido esperando pese a la tentación -casi la obligación- de hacer lo contrario? ¿Y en qué me con- vertí cuando ganó terreno la versión oficial? En una leyenda edificante. En un palo con el que pegar a otras mujeres. ¿Por qué no podían ellas ser tan consideradas, tan dignas de confianza, tan sacrificadas corno yo? Ésa fue la interpretación que eligieron los rapsodas, los recitadores de historias. «No sigáis mi ejemplo», me gustaría gritaros al oído. ¡Sí, a vosotras! Pero, cuando intento gritar, parezco una lechuza.
Sí, claro que tenía sospechas: de su sagacidad, de su astucia, de su zorrería, de su ... ¿cómo explicarlo? De su falta de escrúpulos. Pero hacía la vista gorda. Mantenía la boca cerrada; y si la abría, era para elogiarlo. No lo contradecía, no le planteaba preguntas delicadas, no trataba de obtener detalles. En aquella época me interesaban los finales felices, y la mejor forma de conseguir un final feliz es mantener bien cerradas las puertas y echarse a dormir durante las refriegas.
Sin embargo, una vez pasados los principales sucesos, y cuando las cosas ya habían perdido su aire de leyenda, me di cuenta de que mucha gente se reía a mis espaldas. Se burlaban de mí y hacían chistes de todo tipo, inocentes y groseros; me estaban convirtiendo en una historia, o en varias, aunque no en la clase de historias que me habría gustado que contaran. ¿Qué puede hacer una mujer cuando se extienden por el mundo chismes escandalosos sobre ella? Si se defiende, parece que reconozca su culpabilidad. Así que decidí esperar un poco más.
Ahora que todos los demás se han quedado ya sin aliento, me toca a mí contar lo ocurrido. Me lo 
debo a mí misma. No me ha resultado fácil convencerrne de ello: la narración de cuentos es un arte menor. A las ancianas les encanta, corno a los vagabundos, a los cantores ciegos, a las sirvientas, a los niños: gente con tiempo. En otra época se habrían reído si yo hubiera intentado reconvertirrne en aedo, pues no hay nada más ridículo que un aristócrata metido a artista, pero ¿qué importa ahora la opinión pública? ¿Qué valor tiene la opinión de la gente que hay aquí abajo: la opinión de las sombras, de los ecos? Así que voy a tejer mi propia versión.

El inconveniente es que no tengo boca para hablar. No puedo hacerme entender en vuestro mundo, el mundo de cuerpos, lenguas y dedos; y la mayor parte del tiempo no hay nadie que me escuche en vuestra orilla del río. Si alguno de vosotros alcanza a oír algún susurro, algún chillido, confunde mis palabras con el ruido de los juncos secos agitados por la brisa, con el de los murciélagos al anochecer, con una pesadilla.
Pero siempre he sido una mujer decidida. Paciente, decían. Me gusta ver las cosas acabadas.

2

Coro: Canción de saltar a la cuerda

somos las criadas que mataste
las criadas traicionadas
colgadas en el aire quedamos 
agitando los desnudos pies

tú te desahogabas
con cada diosa, reina y ramera 
con que te cruzabas

nosotras ¿qué hicimos? 
mucho menos que tú 
fuiste injusto

tú tenías la fuerza de la lanza
el poder de la palabra 
de mesas y suelos de sillas y puertas
la sangre limpiamos
de nuestros amantes
de rodillas, empapadas, 
mientras tú contemplabas
nuestros pies desnudos 
fuiste injusto
saboreabas nuestro miedo
tu fuente de placer 
levantaste la mano 
nos viste caer
en el aire suspendidas 
nos dejaste
traicionadas y asesinadas

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