sábado, 15 de octubre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Capítulo 3)




Mi infancia 

¿Por dónde empiezo? Sólo hay dos opciones: empezar por el principio o no empezar por el principio. El verdadero principio sería el principio del mundo, después de lo cual una cosa ha llevado a la otra; pero como sobre eso hay diversidad de opiniones, empezaré por mi nacimiento. Mi padre era el rey Icario de Esparta; mi madre, una náyade. En aquella época, hijas de náyades las
había a montones; uno se las encontraba por todas partes. Sin embargo, nunca va mal tener orígenes semidivinos, al menos en teoría. 
Siendo yo todavía muy pequeña, mi padre ordenó que me arrojaran al mar. Mientras viví, nunca supe por qué lo había hecho, pero ahora sospecho que un oráculo debió de predecirle que yo tejería su sudario. Seguramente pensó que si me mataba él a mí primero, ese sudario nunca llegaría a tejerse y por tanto él viviría eternamente. Ya imagino cuáles debieron de ser sus razonamientos. En ese caso, su deseo de ahogarme habría surgido de un comprensible afán de protegerse. Pero debió de oírlo mal, o quizá fuera el oráculo el que oyó mal —los dioses suelen hablar entre dientes—, porque no se trataba del sudario de mi padre, sino del de mi suegro. Si ésa era la profecía, era cierta, y desde luego, tejer ese otro sudario me vino muy bien más adelante. 
Tengo entendido que ahora ya no está de moda enseñar oficios a las niñas, pero por fortuna no ocurría lo mismo en mi época. Siempre resulta útil tener las manos ocupadas. De ese modo, si alguien hace un comentario inadecuado, puedes fingir que no lo has oído. Y así no tienes que contestar. 
Pero quizá esta idea mía de la profecía del sudario pronunciada por el oráculo sea infundada. Quizá la inventé para sentirme mejor. Se oyen tantos susurros en las oscuras cavernas y los prados, que a veces cuesta discernir si proceden del exterior o suenan dentro de tu propia cabeza. Digo «cabeza» en sentido figurado. Aquí abajo nadie tiene cabeza. 
El caso es que me arrojaron al mar. ¿Si me acuerdo de las olas cerrándose sobre mí, si me acuerdo de cómo mis pulmones se quedaban sin aire y del sonido de campanas que al parecer oyen los ahogados? No, no me acuerdo de nada. Pero me lo contaron: siempre hay alguna sirvienta, alguna esclava, alguna anciana nodriza o alguna entrometida dispuesta a obsequiar a un niño con el relato de las cosas espantosas que le hicieron sus padres cuando él era demasiado pequeño para recordarlo. Oír esta desalentadora anécdota no mejoró mi relación con mi padre. Es a ese episodio —o mejor dicho, al conocimiento de él— a lo que atribuyo mi prudencia, así como mi desconfianza respecto a las intenciones de la gente. 
Sin embargo, Icario cometió una estupidez al intentar ahogar a la hija de una náyade. El agua es nuestro elemento, un medio donde nos desenvolvemos bien. Aunque no somos tan buenas nadadoras como nuestras madres, flotamos con facilidad y tenemos buenos contactos entre los peces y las aves marinas.
Una bandada de patos salvajes vino a rescatarme y me llevó hasta la orilla. Tras un presagio así, ¿qué podía hacer mi padre? Me acogió de nuevo y me cambió el nombre: pasé a llamarme «patita». Sin duda se sentía culpable por lo que había estado a punto de hacerme, pues se volvió sumamente cariñoso conmigo. 
Me resultaba difícil corresponder a ese afecto. Imaginaos. Iba paseando de la mano de mi presuntamente afectuoso padre por el borde de un acantilado, por la orilla de un río o por un parapeto, y de pronto se me ocurría pensar que quizá él decidiera, de improviso, arrojarme al vacío o golpearme con una piedra hasta matarme. En esas circunstancias, mantener una apariencia de tranquilidad suponía todo un reto para mí. Después de esas excursiones, me retiraba a mi habitación y lloraba a mares. (También debo deciros que el llanto exagerado es una característica típica de los hijos de las náyades. Pasé como mínimo una cuarta parte de mi vida terrenal deshaciéndome en lágrimas. Afortunadamente, en mi época llevábamos velo, muy útil para disimular los ojos hinchados y enrojecidos. 
Como todas las náyades, mi madre era hermosa, pero insensible. Tenía el cabello ondulado, hoyuelos en las mejillas y una risa cantarina. Era esquiva. De pequeña, muchas veces intentaba abrazarla, pero ella tenía la costumbre de escabullirse. Me gustaría pensar que fue mi madre la que llamó a aquella bandada de patos, aunque seguramente no fue así: ella prefería nadar en el río antes que cuidar a niños pequeños, y muchas veces se olvidaba de mí. Si mi padre no me hubiera arrojado al mar, quizá lo habría hecho ella misma en un momento de distracción o enfado. Le costaba mantener la atención y cambiaba rápidamente de humor. 
Por lo que os he contado, supondréis que aprendí pronto las ventajas —si es que son tales— de la independencia. Comprendí que tendría que cuidar de mí misma, ya que no podía contar con el apoyo familiar.

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