martes, 18 de octubre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 4)



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Coro: Llanto de las niñas (lamento) 

Nosotras también fuimos niñas. Nosotras tampoco tuvimos unos padres perfectos. Nuestros padres eran padres pobres, padres esclavos, padres campesinos, padres siervos; nuestros padres nos vendían o dejaban que nos robaran. Estos padres no eran dioses, ni semidioses, ni ninfas ni náyades. Nos ponían a trabajar en el palacio cuando todavía éramos unas crías; trabajábamos como esclavas, de sol a sol, y no éramos más que crías. Si llorábamos, nadie nos enjugaba las lágrimas. Si nos quedábamos dormidas, nos despertaban a patadas. Nos decían que no teníamos madre. Nos decían que no teníamos padre. Nos decían que éramos perezosas. Nos decían que éramos cochinas. Éramos unas cochinas. Las cochinadas eran nuestra preocupación, nuestro tema, nuestra especialidad, nuestro delito. Éramos las niñas cochinas.


Si nuestros amos o los hijos de nuestros amos o un noble que estaba de visita o los hijos de un noble que estaba de visita querían acostarse con nosotras, no podíamos negarnos. No servía de nada llorar, no servía de nada decir que estábamos enfermas. Todo eso nos pasó cuando éramos niñas. Si éramos guapas, nuestra vida era aún peor. Pulíamos el suelo de las salas donde se celebraban espléndidos banquetes de boda, y luego nos comíamos las sobras; nuestros cuerpos tenían muy poco valor. Pero nosotras también queríamos bailar y cantar, también queríamos ser felices. Cuando nos hicimos mayores, nos volvimos refinadas y esquivas, hasta dominar las artes de seducción.
Ya de niñas meneábamos las caderas, acechábamos, guiñábamos el ojo, alzábamos las cejas; quedábamos con los niños detrás de las pocilgas, tanto si eran nobles como si no. Nos revolcábamos en la paja, en el barro, en el estiércol, en los lechos de suave vellón que estábamos preparando para nuestros amos. Apurábamos el vino que quedaba en las copas. Escupíamos en las bandejas. Entre el reluciente salón y la oscura antecocina nos llenábamos la boca de carne. Por la noche, reunidas en nuestro desván, reíamos a carcajadas. Robábamos cuanto podíamos.

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