viernes, 21 de octubre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 5)


Asfódelos 

Esto está muy oscuro, como muchos han observado. «La oscura muerte», solían decir; «las tenebrosas regiones del Hades», y cosas así. Bueno, sí, está oscuro, pero eso tiene sus ventajas. Por ejemplo: si ves a alguien con quien preferirías no hablar, siempre puedes fingir que no lo has reconocido. 

Y están los prados de asfódelos, claro. Si quieres, puedes pasearte por allí. Hay más luz, y a veces encuentras a alguien bailando alguna danza insulsa, aunque esa región no es tan bonita como su nombre podría sugerir («prados de asfódelos» suena muy poético).
Pero imaginaos. Asfódelos, asfódelos, asfódelos: unas flores blancas muy bonitas, pero al cabo de un tiempo uno se cansa de ellas. Habría sido preferible introducir cierta variedad: una gama más amplia de colores, unos cuantos senderos sinuosos, miradores, bancos de piedra y fuentes. Yo habría preferido unos pocos jacintos, como mínimo, ¿y habría sido excesivo pedir algún azafrán de primavera? Aunque aquí nunca hay primavera, ni ninguna otra estación. Desde luego, el que diseñó este sitio se lució.
¿He mencionado que para comer sólo hay asfódelos? Pero no debería quejarme.
Las grutas más oscuras tienen más encanto: allí, si encuentras a algún granujilla (un carterista, un agente de Bolsa, un proxeneta de poca monta), puedes mantener conversaciones interesantes. Como muchas jóvenes modélicas, siempre me sentí secretamente atraída por hombres así. 
De todos modos, no frecuento los niveles muy profundos. Allí es donde se castiga a los verdaderamente infames, aquellos a los que no se atormentó suficiente en vida. Los gritos son insoportables. Aunque se trata de tortura psicológica, puesto que ya no tenemos cuerpo. Lo que más les gusta a los dioses es hacer aparecer banquetes —enormes fuentes de carne, montones de pan, racimos de uvas— y luego hacerlos desaparecer. Otra de sus bromas favoritas consiste en obligar a la gente a empujar rocas enormes por empinadas laderas. A veces me entran unas ganas locas de bajar allí: quizá eso me ayudara a recordar lo que era tener hambre de verdad, lo que era estar cansado de verdad. 
En ocasiones, la niebla se disipa y podemos echar un vistazo al mundo de los vivos. Es como pasar la mano por el cristal de una ventana sucia para mirar a través de él. A veces la barrera se desvanece y podemos salir de excursión. Cuando eso ocurre, nos emocionamos mucho y se oyen numerosos chillidos. Esas excursiones pueden producirse de muchas  maneras. En otros tiempos, cualquiera que quisiera consultarnos algo le cortaba el cuello a una oveja, una vaca o un cerdo y dejaba que la sangre fluyera hacia una zanja excavada en la tierra. Nosotros la olíamos e íbamos derecho hacia allí, como las moscas hacia un cadáver. Allí estábamos, gorjeando y revoloteando,
miles de nosotros, como el contenido de una papelera gigantesca girando en un tornado, mientras el supuesto héroe de turno nos mantenía apartados con la espada desenvainada, hasta que aparecía aquel a quien él quería consultar, y entonces se pronunciaban algunas profecías vagas (aprendimos a enunciarlas con vaguedad: ¿por qué contarlo todo? Necesitábamos que vinieran a buscar más, con otras ovejas, vacas, cerdos, etcétera). 
Una vez pronunciado ante el héroe el número adecuado de palabras, nos dejaban beber a todos de la zanja, y no puedo hacer grandes elogios de los modales que exhibíamos en tales ocasiones. Había codazos y empujones; sorbíamos ruidosamente y la sangre nos teñía la barbilla de rojo. Sin embargo, era fabuloso sentir la sangre circulando de nuevo por nuestras inexistentes venas, aunque sólo fuera un instante. A veces nos aparecíamos en forma de sueños, aunque eso no era tan satisfactorio. Luego estaban los que se quedaban atrapados al otro lado del río porque no les habían hecho el funeral adecuado. Vagaban muy compungidos; no estaban ni aquí ni allí, y podían causar muchos problemas. 
Y entonces, tras cientos, quizá miles de años —aquí es fácil perder la noción del tiempo, porque en realidad no existe el tiempo—, las costumbres cambiaron. Los vivos ya casi nunca descendían al mundo subterráneo, y nuestra morada quedó eclipsada por creaciones mucho más espectaculares: fosos abrasadores, gemidos y rechinamiento de dientes, gusanos que te roían, demonios con tridentes; un montón de efectos especiales. 
Pero en ocasiones todavía nos invocaban los magos y los hechiceros —personas que habían pactado con los poderes infernales—, y también otros sujetos de poca monta: videntes, médiums, espiritistas, gente de esa calaña. Todo eso era degradante (tener que aparecerse dentro de un círculo de tiza o en un salón tapizado con terciopelo sólo porque a alguien se le antojaba contemplarte embobado), pero también nos permitía estar al corriente de lo que ocurría entre los vivos. A mí me interesó mucho la invención de la bombilla, por ejemplo, y las teorías de conversión de materia en energía del siglo XX. Más recientemente, algunos de nosotros hemos podido infiltrarnos en el nuevo sistema de ondas etéreas que ahora envuelven el planeta, y viajar de ese modo, asomándonos al mundo desde las superficies planas e iluminadas que sirven de santuarios domésticos. Quizá fuera así como los dioses se las ingeniaban para ir y venir tan deprisa en otros tiempos: debían de tener algo parecido a su disposición.
A mí los magos no me invocaban mucho. Sí, era famosa —preguntad a quien queráis—, pero por algún extraño motivo no querían verme. En cambio, mi prima Helena estaba muy solicitada. Era injusto: yo no era célebre por haber hecho nada malo, y menos aún en el terreno sexual, mientras que ella tenía muy mala reputación. Helena era muy hermosa, desde luego. Decían que había salido de un huevo, pues era hija de Zeus, que había adoptado la forma de un cisne para violar a su madre. Helena se lo tenía muy creído.
No sé cuántos de nosotros se tragaban ese cuento de la violación del cisne. En aquella época circulaban muchas historias de ese tipo; por lo visto, los dioses no podían quitarles las manos, las patas o los picos de encima a las hembras mortales, y siempre estaban violando a alguna. 
En fin, los magos insistían en ver a Helena, y ella siempre estaba dispuesta a complacerlos. Ver a un montón de hombres contemplándola boquiabiertos era como volver a los viejos tiempos. A ella le gustaba aparecer con uno de sus atuendos troyanos, demasiado recargados para mi gusto, pero chacun à son goût.
Se volvía lentamente; luego agachaba la cabeza y miraba desde abajo a quien fuera que la hubiera invocado, le dedicaba una de sus características sonrisas íntimas y ya lo tenía en el bote. O adoptaba la forma en que se mostró a su ultrajado esposo, Menelao, cuando Troya ardía y él estaba a punto de clavarle la espada de la venganza. Lo único que tuvo que hacer fue descubrir uno de sus incomparables pechos, y él se arrodilló y se puso a babear y suplicar que volviera con él. 
En cuanto a mí... bueno, todos me decían que era hermosa; tenían que decírmelo porque yo era una princesa, y poco después me convertí en reina, pero la verdad es que, aunque no era deforme ni fea, tampoco era el otro mundo. Eso sí, era inteligente: muy inteligente para la época. Por lo visto, por eso me conocían: por mi inteligencia. Y por mi labor, y por la lealtad a mi esposo, y por mi prudencia. 
Si vosotros fuerais magos y estuvierais tonteando con las artes oscuras y arriesgando vuestra alma, ¿invocaríais a una esposa sencilla pero inteligente, buena tejedora, que nunca ha cometido pecado alguno, en lugar de a una mujer que ha vuelto locos de lujuria a centenares de hombres y que ha provocado que una gran ciudad arda? Yo tampoco. 
Me gustaría saber por qué Helena no recibió ningún castigo. A otros, por delitos mucho menores, los estrangulaban serpientes marinas, se ahogaban en tempestades, se convertían en arañas, les disparaban flechas. Por comerse determinada vaca. Por presumir. Por cosas así. Lo normal habría sido que Helena hubiera recibido una buena azotaina, como mínimo, después de todo el daño y sufrimiento que causó a tantísima gente. Pero no fue así. Y no es que me importe. Ni que me importara entonces. Había otras cosas en mi vida que requerían mi atención.
Lo cual me lleva al tema de mi boda.

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