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Los pretendientes se ponen morados
El otro día -si es que podemos llamarlo día- paseaba por el prado, mordisqueando unos asfódelos, cuando me encontré a Antínoo. Normalmente va por ahí dándose aires con su manto más bonito y su mejor túnica, con broches de oro y todo, con aire agresivo y orgulloso, haciendo a un lado a empujones a los otros espíritus; pero en cuanto me ve, adopta la forma de su cadáver, con la sangre manándole a chorros y una flecha clavada en el cuello.
Antínoo fue el primer pretendiente al que mató Odiseo. Ese espectáculo de la flecha que organiza cuando me ve quiere ser un reproche, pero a mí me deja fría. Ese hombre era repugnante en vida, y sigue siendo repugnante.
-Salud, Antínoo -le dije-. ¿Por qué no te quitas esa flecha del cuello?
-Es la flecha de mi amor, divina Penélope, la más hermosa y la más inteligente de las mujeres -me contestó-. Aunque salió del famoso arco de Odiseo, en realidad el cruel arquero fue el propio Cupido. La llevo en memoria de la gran pasión que sentía por ti, y que me llevó a la tumba. - Y siguió un buen rato con esas falacias, porque cuando vivía practicaba sin descanso.
-Vamos, Antínoo -repliqué yo-. Ahora estamos muertos. Aquí abajo no hace falta que digas esas tonterías: no te van a servir de nada. No hace falta que exhibas tu característica hipocresía. Así que, por una vez, sé bueno y quítate la flecha. No consigue mejorar tu aspecto.
Me miró con gesto lúgubre, como un cachorro maltratado.
-Despiadada en vida y despiadada después de muerta.
Suspiró. Pero desaparecieron la flecha y la sangre, y la piel de Antínoo, de un blanco verdoso, recuperó algo de color.
-Gracias -dije-. Así está mejor. Ahora podemos ser amigos, y como amiga te pido que contestes esta pregunta: ¿por qué arriesgasteis la vida los pretendientes comportándoos conmigo y con Odiseo de un modo tan injurioso, y no sólo una vez, sino durante varios años? No me dirás que no os avisaron. Los oráculos predijeron vuestra muerte, y el propio Zeus envió aves de mal agüero y reveladores truenos.
Antínoo suspiró.
-Los dioses querían destruirnos -dijo.
-Ésa siempre es la excusa para comportarse mal -objeté-. Dime la verdad. No creo que fuera por mi divina belleza. Hacia el final tenía treinta y cinco años, estaba consumida por la preocupación y el llanto, y, como tú y yo sabemos, mi cintura se estaba ensanchando. Vosotros, los pretendientes, todavía no habíais nacido cuando Odiseo zarpó hacia Troya, o a lo sumo erais unos críos, como mi hijo Telémaco, o un poco mayores que él, de modo que yo habría podido ser vuestra madre. No parabais de decir que cuando me veíais se os doblaban las rodillas, y que anhelabais compartir la cama conmigo y que os diera hijos, y sin embargo sabíais perfectamente que ya hacía tiempo que yo no estaba en edad fértil.
-Seguro que aún habrías podido parir uno o dos mocosos -replicó Antínoo con crueldad. No pudo contener una sonrisita.
-Así me gusta -dije--. Prefiero las respuestas sinceras. Dime, ¿cuáles eran vuestros verdaderos motivos?
-Queríamos el tesoro, naturalmente -contestó él-. ¡Queríamos el reino! -Esta vez tuvo la insolencia de reír abiertamente-. ¿Qué joven no iba a aspirar a casarse con una viuda rica y famosa? Dicen que a las viudas las consume la lujuria, sobre todo si sus esposos llevan mucho tiempo desaparecidos
o muertos, como era tu caso. No eras tan guapa como Helena, pero eso lo podríamos haber arreglado. ¡La oscuridad lo disimula todo! Y que fueras veinte años mayor que nosotros era una ventaja: morirías antes, quizá con un poco de ayuda, y entonces, una vez que hubiéramos heredado tus riquezas, habríamos podido escoger a la joven y hermosa princesa que hubiéramos querido. No me dirás que creías que estábamos locamente enamorados de ti, ¿verdad? Quizá no fueras ninguna beldad, pero siempre fuiste inteligente.
Había dicho que prefería las respuestas sinceras, pero cuando las respuestas son tan poco halagüeñas nadie las prefiere, claro.
-Gracias por tu franqueza -dije con frialdad-. Debes de sentir un gran alivio al expresar tus verdaderos sentimientos, por una vez. Ahora ya puedes volver a clavarte la flecha. Si he de serte sincera, siento una alegría inmensa cada vez que la veo sobresaliendo de tu mentirosa e insaciable garganta.
Los pretendientes no se presentaron enseguida. Durante los nueve o diez primeros años de la ausencia de Odiseo, sabíamos dónde estaba -en Troya-, y sabíamos que seguía con vida. No, no empezaron a asediar el palacio hasta que la esperanza se fue reduciendo y estaba a punto de apagarse. Primero llegaron cinco, luego diez, luego cincuenta; cuantos más eran, a más atraían, y todos temían perderse el interminable festejo y la lotería de la boda. Eran como los buitres cuando divisan una vaca muerta: primero baja uno, luego otro, hasta que al final todos los buitres que hay en varios kilómetros a la redonda están allí disputándose los huesos.
Se presentaban cada día en el palacio, como si tal cosa, y ellos mismos se proclamaban huéspedes míos; elegían ellos mismos el ganado, sacrificaban ellos mismos los animales, asaban la carne con la ayuda de sus criados y daban órdenes a las sirvientas y les pellizcaban el trasero como si estuvieran en su propia casa. Era asombrosa la cantidad de comida que podían engullir: se atracaban como si tuvieran las piernas huecas. Cada uno comía como si se hubiera propuesto superar a todos los demás; su objetivo era vencer mi resistencia con la amenaza del empobrecimiento, de modo que montañas de carne, colinas de pan y ríos de vino desaparecían por sus gaznates como si la tierra se hubiera abierto y se lo hubiera tragado todo. Decían que seguirían haciéndolo hasta que yo eligiera a uno de ellos como nuevo esposo, así que intercalaban en sus borracheras y sus juergas absurdos discursos sobre mi deslumbrante belleza, mis virtudes y mi sabiduría.
No voy a fingir que aquello no me deleitara en cierta medida. A todo el mundo le deleita; a todos nos gusta oír cantos de alabanza, aunque no nos los creamos. Pero yo intentaba contemplar sus gracias como habría contemplado un espectáculo o las travesuras de un bufón. ¿Qué nuevos símiles emplearían? ¿Cuál de ellos fingiría, de modo muy convincente, desmayarse de emoción al verme? De vez en cuando me presentaba -acompañada de dos criadas- en el salón donde ellos se estaban dando un festín, sólo para ver cómo se superaban unos a otros. Anfínomo solía imponerse en el terreno de los buenos modales, aunque distaba mucho de ser el más enérgico. Debo admitir que a veces soñaba despierta y me ponía a pensar con cuál preferiría acostarme, si llegaba el caso.
Después las criadas me repetían los comentarios graciosos que hacían los pretendientes a mis espaldas. Ellas podían escucharlos con disimulo, pues las obligaban a ayudar a servir la carne y la bebida.
¿Oueréis saber qué decían los pretendientes sobre mí cuando estaban solos? Os pondré algunos ejemplos. Primer premio, una semana en la cama de Penélope; segundo premio, dos semanas en la cama de Penélope. Si cierras los ojos todas son iguales: imagínate que es Helena, eso endurecerá tu lanza, ¡ja, ja! ¿Cuándo va a decidirse la muy bruja? Matemos al hijo, quitémoslo de en medio ahora que todavía es joven; ese desgraciado empieza a ponerme nervioso. ¿Qué impide que uno de nosotros agarre a esa arpía y se largue con ella? No, amigos, eso sería hacer trampa. Ya sabéis cuál es el trato: hemos acordado que el que se lleve el premio hará regalos decentes a los demás, ¿no? Estamos todos en el mismo bando, vencer o morir. Si tú vences, ella muere, porque quienquiera que gane, tiene que matarla a polvos, ja, ja, ja.
A veces me preguntaba si las criadas no inventaban algunos de aquellos comentarios, quizá porque se dejaban llevar por su alborozo, o simplemente para fastidiarme. Parecían disfrutar con los informes que me traían, sobre todo cuando yo me deshacía en lágrimas y rezaba a Atenea, la diosa de ojos grises, suplicándole que me devolviera a Odiseo o pusiera fin a mis sufrimientos. Entonces ellas también se deshacían en lágrimas y sollozaban, gemían y me ofrecían bebidas reconfortantes. Eso era un alivio para sus nervios.
Euriclea era especialmente diligente con los informes de chismes maliciosos, tanto si eran ciertos como inventados: seguramente intentaba endurecer mi corazón frente a los pretendientes y sus fervientes súplicas, para que yo continuase fiel a mi esposo hasta el último momento. Siempre fue la mayor admiradora de Odiseo.
¿Qué podía hacer yo para detener a aquellos jóvenes matones aristocráticos? Estaban en la edad de la arrogancia, de modo que los llamamientos a su generosidad, los intentos de razonar con ellos y las amenazas de represalias no tenían ningún efecto. Ni uno solo se retiraría, por temor a que los otros se burlaran de él y lo llamaran cobarde. Quejarse a sus padres no habría servido de nada: sus familias esperaban beneficiarse de su comportamiento. Telémaco era demasiado joven para enfrentarse a ellos, y en cualquier caso él estaba solo y ellos eran ciento doce, o ciento ocho, o ciento veinte (había tantos que resultaba difícil contarlos). Los hombres que habrían podido ser leales a Odiseo habían zarpado con él rumbo a Troya, y de los que quedaban, los pocos que habrían podido ponerse de mi parte, intimidados por la superioridad numérica de los pretendientes, no se atrevían a defenderme.
Yo sabía que no serviría de nada intentar expulsar a aquellos pretendientes indeseados, ni atrancar las puertas para impedirles la entrada al palacio. Si lo intentaba, ellos se pondrían desagradables de verdad, arrasarían el palacio y tomarían por la fuerza lo que estaban intentando conseguir mediante persuasión. Pero yo era hija de una náyade, y recordaba el consejo de mi madre. «Haz como el agua -me decía yo-. No intentes oponer resistencia. Cuando intenten asirte, cuélate entre sus dedos. Fluye alrededor de ellos.»
Por eso fingía que me complacía su cortejo. Hasta llegué a animar a uno, y luego a otro, y a enviarles mensajes secretos. Pero antes de elegir a uno de ellos, les decía, tenía que estar completamente segura de que Odiseo nunca regresaría a Itaca.