miércoles, 9 de noviembre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 11)



11
Helena me destroza la vida

Con el tiempo fui acostumbrándome a mi nuevo hogar, aunque tenía poca autoridad en él, pues Euriclea y mi suegra se ocupaban de todos los asuntos domésticos y tomaban todas las decisiones relacionadas con la casa. Odisea dirigía el reino, aunque, como es natural, su padre Laertes metía baza de vez en cuando, para discutir las decisiones de su hijo o para respaldarlas. Dicho de otro modo: había el clásico tira y afloja familiar sobre qué opinión era la que contaba más, y todos estaban de acuerdo en una cosa: no era la mía. Las comidas eran los momentos más tensos. Había demasiados trasfondos, demasiadas malas caras y demasiados gruñidos por parte de los hombres, y un silencio demasiado tenso alrededor de mi suegra. Cuando yo intentaba hablar con ella, mi suegra nunca me miraba al contestarme, sino que dirigía sus comentarios a un escabel o a una mesa. Como correspondía a una conversación con los muebles, aquellos comentarios eran rígidos y poco espontáneos.
No tardé en comprender que lo más sensato era mantenerme al margen de todo, y dedicarme a cuidar a Telémaco cuando Euriclea me lo permitía. «Pero si no eres más que una niña-decía, arrancándome el bebé de los brazos-. Dame, ya me ocupo yo del crío. Tú vete y diviértete. »
Pero yo no sabía cómo divertirme. No podía pasear sola por los acantilados ni por la orilla del mar como una campesina o una esclava: siempre que salía tenía que llevarme a dos criadas conmigo -debía preservar mi reputación, y la reputación de la esposa de un rey está bajo escrutinio constante-, pero ellas iban varios pasos detrás de mí, como correspondía.
Me sentía como un caballo premiado en exhibición, paseando con mis lujosas túnicas mientras los marineros me miraban fijamente y las mujeres susurraban.
No tenía ninguna amiga de mi misma edad y condición, de modo que aquellas excursiones no resultaban muy divertidas, y por ese motivo cada vez se fueron volviendo menos frecuentes.
A veces me quedaba sentada en el patio, hilando lana y escuchando a las criadas, que reían y cantaban en los edificios anexos mientras realizaban sus tareas.
Cuando llovía, llevaba mi labor a las dependencias de las mujeres. Allí, al menos, tenía compañía, porque siempre había varias esclavas trabajando en los telares. Me gustaba tejer, hasta cierto punto. Era un trabajo lento, rítmico y tranquilizador, y mientras tejía nadie, ni siquiera mi suegra, podía acusarme de estar ociosa (nunca lo había hecho, pero también existen las acusaciones silenciosas).
Pasaba mucho tiempo en nuestra habitación, la habitación que compartía con Odiseo. Era bastante bonita, con vistas al mar, aunque no tan bonita como la que yo tenía en Esparta. Odiseo había construido una cama especial, uno de cuyos pilares estaba tallado de un olivo que todavía tenía las raíces en el suelo. De ese modo, decía, nadie podría mover ni cambiar de lugar aquella cama, y sería un buen augurio para los hijos que fueran concebidos en ella. Aquel pilar era un gran secreto: nadie sabía de él excepto el propio Odiseo, mi criada Actoris -pero ella ya había muerto y yo misma. Si alguien se enteraba de la existencia de aquel pilar, decía Odiseo fingiendo un tono siniestro, él sabría que yo me había acostado con otro hombre, y entonces -añadió, mirándome con ceño, con un gesto presuntamente bromista-, él se enfadaría muchísimo, y tendría que cortarme en trocitos con su espada o colgarme de la viga del techo. Yo fingía que me asustaba y le aseguraba que nunca jamás se me ocurriría traicionar a su enorme pilar.
Pero lo cierto es que estaba asustada de verdad.
Pese a todo, los mejores momentos juntos los pasamos en aquella cama. A Odiseo le gustaba hablar conmigo después de hacer el amor. Me contaba muchas historias, historias sobre sí mismo, es cierto, y sus hazañas de cazador, y sus expediciones y saqueos, y sobre aquel arco que sólo él podía tensar, y sobre cómo siempre lo había protegido la diosa Atenea a causa de su agudo ingenio y su habilidad para disfrazarse y tramar estrategias, etcétera, etcétera; pero también me contaba otras historias: por qué cayó una maldición sobre la casa de Atreo, y cómo Perseo obtuvo el casco de Hades, que volvía invisible a quien se lo ponía, y le cortó la cabeza a la repugnante Gorgona; cómo el célebre Teseo y su amigo Pirítoo habían raptado a mi prima Helena antes de que ella cumpliera doce años y la habían escondido, con la intención de echarse a suertes cuál de los dos se casaría con ella cuando ésta alcanzara la edad apropiada. Teseo no la forzó, como habría podido hacer, porque mi prima no era más que una niña, o eso decían. La rescataron sus dos hermanos,
pero para recuperarla tuvieron que librar una gran guerra contra Atenas.
Yo ya conocía esa historia, pues me la había contado la propia Helena. Cuando la contaba ella, sonaba muy diferente. Helena explicaba que Teseo y Pirítoo estaban tan impresionados por su divina belleza que casi se desmayaban cada vez que la miraban, y apenas podían acercarse lo suficiente a ella para sujetarse a sus rodillas y suplicarle que los perdonara por su atrevimiento. La parte de la historia con que más disfrutaba Helena era la que mencionaba el número de hombres que habían perdido la vida en la guerra contra Atenas: consideraba aquellas muertes un tributo a su persona. La triste realidad es que la gente la había alabado tanto y le había prodigado tantos elogios y cumplidos que Helena se había trastornado. Creía que podía hacer cualquier cosa que quisiera, igual que los dioses de los que estaba convencida que descendía.
Me he preguntado muchas veces si, de no haber sido Helena tan vanidosa, habríamos podido ahorrarnos todos los sufrimientos y las penas que ella nos causó por su egoísmo y su desquiciada lujuria.
¿Por qué no podía llevar una vida normal? Pero no: las vidas normales eran aburridas, y Helena era ambiciosa.
Quería hacerse un nombre. Deseaba destacar de la masa.
El desastre se produjo cuando Telémaco tenía un año. Fue por culpa de Helena, ahora ya lo sabe todo el mundo.
La primera noticia que tuvimos de la inminente catástrofe nos la dio el capitán de un barco espartano que había atracado en nuestro puerto. El barco estaba en ruta por nuestras islas, comprando y vendiendo esclavos, y, como era habitual con los huéspedes de cierta posición, invitamos al capitán a cenar y le ofrecimos alojamiento para esa noche. Esa clase de visitas eran una fuente de noticias que siempre agradecíamos -quién había muerto, quién había nacido,quién acababa de casarse, quién había matado a quién en un duelo, quién había sacrificado a sus propios hijos a tal o cual dios-, pero las noticias que nos dio aquel hombre eran extraordinarias.
Nos dijo que Helena había huido con un príncipe troyano. El individuo, un tal Paris, era el hijo menor del rey Príamo, y decían que era muy atractivo. Lo de Helena y Paris fue amor a printera vista. Durante nueve días de banquete -ofrecido por Menelao con motivo de la gran categoría de aquel príncipe-, Paris y Helena no habían dejado de lanzarse miradas a espaldas del anfitrión, que no se había enterado de nada. Eso no me sorprendió, porque Menelao era más tonto que un ladrillo y sus modales daban pena.
Está claro que no había halagado lo suficiente a Helena,
de modo que ella estaba preparada para que lo hiciera otro hombre. Entonces, aprovechando que Menelao había tenido que ausentarse para asistir a un funeral, los dos amantes habían cargado el barco de Paris con todo el oro y la plata que pudieron reunir y se habían escabullido.
Menelao estaba furioso, igual que su hermano Agamenón, porque aquello era una ofensa al honor familiar. Habían enviado emisarios a Troya, exigiendo el regreso de Helena y del botín, pero los mensajeros habían vuelto con las manos vacías. Mientras tanto, Paris y la perversa Helena se reían de ellos desde detrás de las altas murallas de Troya. «Están que se suben por las paredes», comentó nuestro invitado, sin ocultar su deleite: como el resto de nosotros, él disfrutaba cuando los fuertes y poderosos caían de bruces. Nos aseguró que en Esparta no se hablaba de otra cosa.
Mientras escuchaba su relato, Odiseo palideció, aunque permaneció callado. Sin embargo, aquella noche me reveló el motivo de su inquietud. «Estamos todos comprometidos por un juramento -me explicó-. Lo pronunciamos sobre los pedazos de un caballo sagrado descuartizado, de modo que es un juramento muy poderoso. Todos los varones que lo hicieron serán llamados a defender los derechos de Menelao, zarparán hacia Troya y lucharán para recuperar a Helena.» Odiseo agregó que ésa no iba a ser tarea fácil: Troya era una gran potencia, un hueso mucho más duro de roer de lo que había sido Atenas cuando los hermanos de Helena la asolaron por el mismo motivo.
Reprimí el impulso de decir que deberían haber metido a la pérfida Helena en un baúl cerrado con llave y haberla encerrado en un sótano oscuro porque era una víbora con piernas. Lo que dije fue: «¿Tú también tendrás que ir?» Me horrorizaba la idea de quedarme en Ítaca sin Odiseo. ¿Qué iba a hacer sola en el palacio? Cuando digo sola quiero decir sin amigos ni aliados, ya me entendéis. Ya no habría placeres nocturnos para compensar el autoritarismo e Euriclea y los gélidos silencios de mi suegra.
«Yo también pronuncié el juramento -respondió Odiseo-. Es más, ese juramento fue idea mía. Ahora no me sería fácil librarme de él.»
Con todo, Odiseo lo intentó. Cuando aparecieron Agamenón y Menelao, lo cual tarde o temprano tenía que ocurrir -los acompañaba un fatídico tercer hombre, Palamedes, quien, a diferencia de los otros dos, no tenía ni un pelo de tonto-, Odiseo estaba preparado para recibirlos. Había hecho circular el rumor de que se había vuelto loco, y para demostrarlo se había puesto un ridículo sombrero de campesino y estaba arando un campo con un buey y un asno y sembrando los surcos con sal. Me creí muy lista cuando me ofrecí a acompañar a los tres visitantes al campo para presenciar aquella penosa imagen. «Ya lo veréis -dije con lágrimas en los ojos-. ¡Ya no me reconoce, ni siquiera reconoce a nuestro hijito!» Y me llevé al pequeño para demostrarlo.
Fue Palamedes quien descubrió a Odiseo: me arrancó a Telémaco de los brazos y lo colocó frente a la yunta. Odiseo tuvo que desviarse para no pasar por encima de su propio hijo con el arado. De modo que tuvo que ir.
Los otros tres lo adularon asegurándole que un oráculo había afirmado que Troya jamás caería sin su ayuda. Eso aceleró los preparativos de la partida de mi esposo, naturalmente. ¿Quién puede resistirse a la tentación de ser considerado indispensable?

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