domingo, 20 de noviembre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 15)


15
El sudario

Transcurrían los meses, y la presión a que estaba sometida era cada vez mayor. Pasaba días enteros sin salir de mi habitación -no la que había compartido con Odiseo, eso no lo habría soportado, sino una habitación para mí sola que se hallaba en los aposentos de las mujeres-. Me tumbaba en la cama y lloraba, sin saber qué hacer. Lo último que quería era casarme con uno de aquellos mocosos maleducados. Sin embargo, mi hijo Telémaco estaba haciéndose mayor -tenía aproximadamente la misma edad que los pretendientes-, y empezaba a mirarme de forma extraña y a responsabilizarme de que aquellos granujas se estuvieran zampando literalmente su herencia. Él lo habría tenido más fácil si yo hubiera hecho las maletas y regresado a Esparta con mi padre, el rey Icario, pero las probabilidades de que hiciera eso voluntariamente eran nulas, porque no tenía intención de que me arrojaran al mar por segunda vez. Al principio, Telémaco pensó que mi regreso al palacio de mi padre sería una buena solución desde su punto de vista, pero después de reflexionar un poco -y de hacer cuatro cálculos matemáticos- se dio cuenta de que una buena parte del oro y la plata que había en el palacio regresarían conmigo a Esparta, porque constituían mi dote. Y si me quedaba en Itaca y me casaba con uno de aquellos críos, ese crío se convertiría en rey, y en su padrastro, y tendría aatoridad sobre él. Y a Telémaco no le hacía ninguna gracia que lo mangonearaun muchacho de su misma edad.
En realidad, la mejor solución para Telémaco habría sido que yo hubiera encontrado una muerte digna, una muerte de la que no se lo pudiera culpar de ningún modo. Porque si hacía lo mismo que Orestes -pero sin motivo, a diferencia de Orestes y asesinaba a su madre, atraería a las Erinias -las temidas Furias, con serpientes en el cabello, cabeza de perro y alas de murciélago- y ellas lo perseguirían con sus ladridos, sus silbidos, sus latigazos y sus azotes hasta volverlo loco. Y como me habría matado a sangre fría, y por el más abyecto de los motivos -la adquisición de riquezas-, no habría podido obtener la purificación en ningún santuario y mi sangre lo habría contaminado hasta que, completamente enloquecido, hubiera hallado una muerte terrible.
La vida de una madre es sagrada. Hasta la vida de una mala madre es sagrada -recordad a mi repugnante prima Clitemnestra, adúltera, asesina de su esposo y torturadora de sus hijos-, y nadie decía que yo fuera una mala madre. Pero no me gustaba nada el aluvión de hoscos monosílabos y miradas de rencor que recibía de mi propio hijo.
Cuando los pretendientes iniciaron su campaña, yo les recordé que un oráculo había predicho el regreso de Odiseo; pero, como pasaban los años y Odiseo no aparecía, la fe en el oráculo empezó a debilitarse. Quizá habían interpretado mal el oráculo, sugirieron los pretendientes: los oráculos tenían fama de ambiguos. Hasta yo empecé a dudar, y al final tuve que reconocer -al menos en público- que lo más probable era que Odiseo hubiera muerto. Sin embargo, su fantasma nunca se me había aparecido en sueños, como habría tenido que ocurrir. Yo no me explicaba que Odiseo no me hubiera enviado ningún mensaje desde el Hades, si era cierto que había llegado a aquel tenebroso reino.
Seguía intentando hallar la manera de aplazar el día de la decisión sin labrarme la deshonra. Finalmente se me ocurrió un plan. Cuando más tarde explicaba la historia, solía decir que fue Palas Atenea, la diosa del tejido, quien me había inspirado esa idea, y quizá fuera cierto, al fin y al cabo; pero atribuirle a algún dios las propias inspiraciones siempre era una buena manera de evitar acusaciones de orgullo en caso de que el plan funcionara, así como de echarle la culpa si fracasaba.Esto fue lo que hice: puse una gran pieza de tejido en mi telar y dije que era un sudario para mi suegro Laertes, pues sería muy impío por mi parte no regalarle una lujosa mortaja para el caso de que muriera.
Hasta que terminara esa obra sagrada no podría pensar en elegir un nuevo esposo, pero en cuanto la completara me apresuraría a escoger al afortunado. (A Laertes no le agradó mucho mi amable idea: después de enterarse de lo que pretendía hacer, se mantuvo alejado de palacio más que de costumbre. ¿ Y si algún pretendiente, en su impaciencia, decidía precipitar su muerte, obligándome a enterrar a Laertes en el sudario, lo hubiera terminado o no, para acelerar así mi boda?)
Nadie podía oponerse a mi tarea, pues era extremadamente piadosa. Pasaba todo el día trabajando en mi telar, tejiendo sin descanso, y haciendo comentarios melancólicos como «Este sudario sería una prenda más adecuada para mí que para Laertes, desgraciada de mí, y condenada por los dioses a una existencia que parece una muerte en vida». Pero por la noche deshacía la labor que había hecho durante el día, de modo que el sudario nunca crecía.
Para que me ayudaran en aquella laboriosa tarea elegí a doce de mis criadas, las más jóvenes, porque llevaban toda su vida conmigo. Las había comprado o adquirido cuando eran niñas, las había criado como compañeras de juego de Telémaco, y las había instruido meticulosamente en todo lo que necesitarían saber para vivir en palacio. Eran muchachas agradables y llenas de energía; a veces resultaban un poco ruidosas y alborotadoras, como ocurre con todas las criadas jóvenes, pero a mí me animaba oírlas charlar y cantar. Todas tenían una voz hermosa, y les habían enseñado a usarla.
Ellas eran mis ojos y mis oídos en el palacio, y fueron ellas quienes me ayudaron a deshacer lo tejido, en plena noche y con las puertas cerradas con llave, a la luz de las teas, durante más de tres años.
Aunque teníamos que trabajar con cuidado y hablar en susurros, aquellas noches tenían un aire festivo, incluso un toque de hilaridad. Melanto, la de hermosas mejillas, robaba manjares para que comiéramos algo: higos frescos, pan con miel, vino caliente en invierno. Mientras avanzábamos en nuestra tarea de destrucción, contábamos historias, chistes, adivinanzas.
A la vacilante luz de las teas, nuestros rostros diurnos se suavizaban Y, cambiaban, igual que nuestros modales diurnos. Eramos casi como hermanas. Por la mañana, la falta de sueño oscurecía nuestros ojos; intercambiábamos sonrisas de complicidad y nos dábamos algún disimulado apretón en las manos. Sus «sí, señora» y «no, señora» estaban al borde de la risa, como si ni ellas ni yo pudiéramos tomarnos en serio su actitud servil.
Por desgracia, una de ellas traicionó el secreto de mi interminable labor. Estoy segura de que fue un accidente: las jóvenes son despistadas, y a esa mu-chacha debió de escapársele algún indicio o alguna palabra reveladora. Todavía no sé quién fue: aquí abajo, entre las sombras, siempre van en grupo, y escapan corriendo cuando me acerco a ellas. Me rehúyen como si yo les hubiera causado una herida terrible.
Pero yo jamás les habría hecho daño, al menos voluntariamente.
El hecho de que traicionaran mi secreto fue, estrictamente hablando, culpa mía. Les dije a mis doce jóvenes criadas -las más adorables, las más cautivadoras- que hicieran compañía a los pretendientes y los espiaran, utilizando cualquier tentadora argucia que se les ocurriera. Nadie estaba al corriente de mis instrucciones, salvo yo misma y las criadas en cuestión; decidí no compartir el secreto con Euriclea, lo cual fue un grave error.
El plan se fue al traste. A varias niñas las forzaron, desgraciadamente; a otras las sedujeron, o las presionaron tanto que decidieron que era mejor ceder que oponer resistencia.
No era inusual que los invitados de una gran casa o un palacio se acostaran con las criadas. Proporcionar un animado entretenimiento nocturno se consideraba parte de la hospitalidad de un buen anfitrión, y ese anfitrión magnánimo podía ofrecer a sus invitados que eligieran entre las muchachas; sin embargo, estaba totalmente fuera de lugar que las criadas fueran utilizadas de ese modo sin el permiso del señor de la casa. Eso equivalía a robar.
Pero en nuestra casa no había señor, así que los pretendientes hacían lo que querían con las criadas con el mismo desparpajo con que consumían ovejas'. cerdos, cabras y vacas. Seguramente, para ellos no tenía ninguna importancia.
Yo consolé a las niñas lo mejor que pude. Se sentían muy culpables, y a aquellas a las que habían violado había que cuidarlas y prestarles atención. Dejé esa tarea en manos de Euriclea, que maldijo a los viles pretendientes, y bañó a las niñas y las ungió con mi propio aceite de oliva perfumado, lo cual era un privilegio muy especial. Se quejó un poco de tener que hacerlo. Seguramente le molestaba el cariño que yo sentía_ por aquellas muchachas. Me dijo que las estaba mimando, y que se volverían unas creídas. «No importa -les dije yo-. Debéis fingir que estáis enamoradas de esos hombres. Si creen que os habéis puesto de su parte, se confiarán a vosotras, y así sabremos cuáles son sus planes. Es una manera de servir a vuestro amo, y él estará muy agradecido cuando regrese a casa.» Eso las hizo sentirse mejor. Hasta las animé a hacer comentarios groseros e irreverentes sobre Telémaco y sobre mí, y también sobre Odiseo, para reforzar el engaño. Ellas se abocaron a ese proyecto con gran voluntad: Melanto, la de hermosas mejillas, era especialmente hábil y se divertía mucho inventando comentarios insidiosos.Sin duda hay algo maravilloso en ser capaz de combinar la obediencia y la desobediencia en un solo acto.
No todo era una farsa absoluta. Varias criadas se enamoraron de los hombres que con tanta crueldad las habían utilizado. Supongo que era inevitable. Ellas creían que no me daba cuenta de lo que estaba pasando, pero yo lo sabía perfectamente. Sin embargo, las perdoné. Eran jóvenes e inexpertas, y no todas las esclavas de ltaca podían jactarse de ser la amante de un joven noble. Pero, estuvieran enamoradas o no, y hubiera excursiones nocturnas o no, ellas seguían transmitiéndome cualquier información útil que hubieran sonsacado a los pretendientes.
Así que, pobre de mí, me consideraba muy lista.
Ahora me doy cuenta de que mis actos eran poco meditados, y de que causaron perjuicios. Pero se me acababa el tiempo, y empezaba a desesperarme, y tenía que emplear todas las artimañas y estrategias que tuviera a mi disposición.
Cuando se enteraron del truco del sudario con que los engañaba, los pretendientes irrumpieron en mis aposentos en plena noche y me sorprendieron trabajando en mi secreta labor. Estaban furiosos, sobre todo por haberse dejado engañar por una mujer; montaron una escena terrible, y yo tuve que pasar a la defensiva. No me quedó más remedio que prometer que terminaría el sudario tan pronto pudiera, después de lo cual escogería sin falta a uno de los pretendientes como esposo.
Aquel sudario se convirtió casi de inmediato en una leyenda. «La telaraña de Penélope», lo llamaban; la gente llamaba así a cualquier tarea que continuara misteriosamente inacabada. A mí no me gustaba la palabra «telaraña». Si el sudario era una telaraña, entonces yo era la araña. Pero yo no pretendía atrapar hombres como si fueran moscas: todo lo contrario, sólo intentaba evitar verme ligada a ellos.

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