sábado, 5 de noviembre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 9)




9

La cotorra leal

El viaje por mar hasta Ítaca fue largo y estuvo lleno de peligros, y además me produjo un terrible mareo. Pasé la mayor parte del tiempo acostada o vomitando, y a veces ambas cosas a la vez. Es posible que tuviera aversión al mar debido a la experiencia que había vivido en la infancia, o que el dios del mar, Poseidón, todavía estuviera enojado por no haber logrado devorarme.
Así pues, no pude contemplar la hermosura del cielo y las nubes que Odiseo me describía en las escasas visitas que me hacía para ver cómo me encontraba. Él pasó la mayor parte del tiempo en la proa, mirando detenidamente al frente con ojos de halcón por si había rocas, serpientes marinas u otros peligros (así me lo imaginaba yo); o al timón; o dirigiendo el barco de algún otro modo (yo no sabía cómo, porque era la primera vez que navegaba).
Desde el día de nuestra boda me había formado muy buena opinión de Odiseo. Lo admiraba enormemente, y tenía una idea exagerada de sus aptitudes -recordad que tenía quince años-, de modo que confiaba plenamente en él y consideraba que era un capitán competente que no podía fallar.
Por fin llegamos a Ítaca y entramos en el puerto, rodeado de abruptos acantilados. Debían de haber puesto vigías y encendido antorchas para anunciar nuestra llegada, porque el puerto estaba abarrotado de gente. Mientras me conducían a la orilla hubo algunas ovaciones y muchos empujones entre los que querían ver qué aspecto tenía yo, la prueba palpable de que Odiseo había cumplido con éxito su misión y había regresado a su tierra con una esposa de noble cuna y los valiosos regalos que completaban el lote.
Aquella noche se celebró un banquete al que invitaron a los aristócratas de la ciudad. Yo asistí con un reluciente velo y una de las túnicas mejor bordadas que me había llevado, y acompañada de la criada que también me había llevado. Ella era un regalo de boda de mi padre; se llamaba Actoris, y no le hizo ninguna gracia acompañarme a Ítaca. Actoris lamentaba haber dejado los lujos del palacio de Esparta y a todas las amigas que tenía entre las criadas, y yo no se lo reprochaba. Como no era joven -ni siquiera, mi padre habría sido tan estúpido para enviarme a Ítaca con una radiante muchacha que pudiera rivalizar conmigo por el afecto de Odiseo, sobre todo teniendo en cuenta que una de sus tareas consistía en montar guardia toda la noche frente a la puerta de nuestro dormitorio para impedir interrupciones- no duró mucho. Su muerte me dejó sola en Ítaca: una extraña rodeada de extraños.
Aquellos primeros días me harté de llorar encerrada en mi habitación. Intentaba ocultarle mi desdicha a Odiseo, por temor a parecer desagradecida. Y él seguía mostrándose tan atento y considerado como al principio, aunque me trataba como las personas mayores tratan a los niños. A menudo lo sorprendía observándome, con la cabeza ladeada y la mano en la barbilla, como si yo fuera un enigma para él; pero pronto descubrí que eso lo hacía con todo el mundo.
En una ocasión me dijo que todos teníamos una puerta oculta que conducía a nuestro corazón, y que para él era una cuestión de honor encontrar la forma de abrir esas puertas. Pues el corazón era a la vez llave y cerrojo, y quien pudiera llegar a dominar el corazón de los hombres y descubrir sus secretos estaba más cerca de dominar a las Parcas y controlar el hilo de su propio destino. Y eso no podía lograrlo cualquiera, se apresuró a añadir. Ni siquiera los dioses, dijo, eran más poderosos que las Tres Moiras. No las llamó por su nombre, y escupió para alejar la mala suerte; yo me estremecí al imaginármelas en su tenebrosa cueva, desenrollando, midiendo y cortando los hilos de la vida.
- ¿Tengo yo también una puerta oculta que conduce a mi corazón? -le pregunté con un tono insinuante y seductor-. ¿Y la has encontrado? Odiseo se limitó a sonreír y respondió: 
— Eso tienes que decírmelo tú.
—Y tú, ¿tienes también una puerta que conduce a tu corazón? —pregunté—. ¿Y he encontrado yo la llave?
Me produce bochorno recordar el ridículo tono de voz con que formulé estas preguntas: eran el tipo de halagos que habría utilizado Helena. Pero Odiseo se había girado y estaba mirando por la ventana.
— Ha entrado un barco en el puerto —dijo—. Y no lo conozco. —Tenía la frente arrugada.
—¿Esperas noticias? —pregunté.
— Siempre espero noticias —respondió él. 
Ítaca no era ningún paraíso. Solía soplar viento, y también llovía y hacía frío. Los nobles de allí eran unos desastrados comparados con los nobles a que yo estaba acostumbrada, y el palacio no era precisamente grande.
Era verdad que había muchas piedras y cabras, como me habían contado en Esparta. Pero también había vacas, y ovejas, y cerdos, y grano para hacer pan, y algún que otro higo, manzana o pera en temporada, de modo que nuestras mesas estaban bien surtidas, y con el tiempo me acostumbré a la isla. Además, tener un esposo como Odiseo no era nada despreciable. En aquella región todo el mundo lo admiraba, y mucha gente iba a pedirle favores y consejos. Algunos hasta llegaban en barco desde muy lejos para consultar con
él determinado asunto, pues Odiseo tenía fama de ser un hombre capaz de deshacer cualquier nudo por complicado que fuera, aunque a veces lo conseguía atando otro todavía más complicado.
Su padre, Laertes, y su madre, Anticlea, aún vivían en el palacio por aquel entonces; su madre todavía no había muerto, consumida por la espera y por el deseo de ver regresar a Odiseo, y también por su deficiente aparato digestivo, sospecho; y su padre todavía no había abandonado el palacio, desesperado por la ausencia de su hijo, para retirarse a vivir a una casucha y castigarse labrando la tierra. Todo eso ocurriría cuando Odiseo llevara unos años fuera, pero nadie podía imaginárselo todavía.
Mi suegra era una mujer circunspecta y reservada, y pese a que me dio la bienvenida formal, enseguida comprendí que no le caía bien. No se cansaba de repetir que yo era muy joven. Odiseo le contestaba con aspereza que ése era un defecto que ya se corregiría por sí solo con el tiempo.
La mujer que al principio me causó más problemas fue la antigua nodriza de Odiseo, Euriclea. Según ella, todo el mundo la respetaba porque era sumamente formal. Estaba en aquella casa desde que la comprara el padre de Odiseo, quien la valoraba tanto que ni siquiera se había acostado con ella. «¡Imagínate! ¡Y eso que era una esclava! —me dijo, muy orgullosa de sí misma—. ¡Y en aquella época yo era muy hermosa!» Algunas criadas me contaron que Laertes se había abstenido, no por respeto hacia Euriclea, sino por temor a su esposa, quien no lo habría dejado vivir si hubiera tomado una concubina. «Anticlea sería capaz de congelarle el deseo a Helios», comentó una de ellas. Yo sabía que debía reprenderla por insolente, pero no pude contener la risa.
Euriclea se hizo cargo de mí y me paseó por el palacio para enseñarme dónde estaba todo, y, como decía una y otra vez, «cómo hacemos las cosas aquí».
Debí agradecérselo, no sólo con los labios sino también con el corazón, pues no hay nada más violento que equivocarse con las formas de hacer las cosas, revelando tu ignorancia de las costumbres de quienes te rodean. Si debes taparte la boca cuando ríes, en qué ocasiones debes ponerte un velo, qué parte de la cara debe ocultar éste, con qué frecuencia tienes que pedir que te preparen un baño... Euriclea era experta en todas esas materias. Y tuve suerte, porque mi suegra, Anticlea —que tendría que haberse hecho cargo de mí—, se limitaba a permanecer sentada y en silencio, con una tensa y discreta sonrisa en los labios, mientras yo me ponía en ridículo. Anticlea se alegraba de que su adorado hijo Odiseo hubiera conseguido semejante logro —una princesa de Esparta no era moco de pavo—, pero creo que se habría alegrado más si me hubiera muerto del mareo en el viaje a Ítaca y Odiseo hubiera llegado a su casa con los regalos de boda, pero sin la novia. La frase que más a menudo me dirigía era: «No tienes buena cara.»
Por eso la evitaba siempre que podía, y me paseaba con Euriclea, que al menos se mostraba amable conmigo. Ella tenía un arsenal de información sobre las familias nobles vecinas, y de ese modo me enteré de muchas cosas vergonzosas sobre ellas que más tarde me serían útiles. Euriclea hablaba por los codos, y nadie sabía tantas cosas como ella acerca de Odiseo. Sabía perfectamente lo que le gustaba y cómo había que tratarlo, pues ella lo había amamantado y lo había cuidado cuando Odiseo era un recién nacido, y lo había criado hasta que se hizo mayor. Sólo ella podía bañarlo, untarle los hombros con aceite, prepararle el desayuno, guardar sus objetos de valor, disponer sus túnicas, etcétera. Me dejaba sin nada que hacer, sin faena alguna que realizar para mi esposo, pues si yo intentaba llevar a cabo cualquier pequeña tarea, ella aparecía y me decía que no era así como a Odiseo le gustaba tal o cual cosa. Ni siquiera las túnicas que yo confeccionaba para él eran del todo adecuadas: o demasiado ligeras, o demasiado pesadas, o demasiado resistentes, o demasiado delicadas. «No está mal para el mozo —decía—, pero no vale para Odiseo.»
Sin embargo, intentaba ser amable conmigo, a su manera. «¡Habrá que engordarte —decía—. Para que puedas darle un hermoso hijo a Odiseo! Ésa es tu única obligación; lo demás déjamelo a mí.» 
Como ella era lo más parecido a alguien con quien yo pudiera hablar —aparte de Odiseo, claro—, con el tiempo acabé aceptándola.
La verdad es que Euriclea fue de gran ayuda para mí cuando nació Telémaco. Tengo la obligación moral de admitirlo. Cuando el dolor era tan intenso que me impedía hablar, ella rezó las oraciones a Artemisa, y me sostuvo las manos y me frotó la frente con una esponja, y recibió al bebé y lo lavó, y lo envolvió para que no se enfriara; porque si de algo entendía —como no paraba de repetirme— era de recién nacidos.
Tenía un lenguaje especial para hablar con ellos, un lenguaje absurdo —«Cuchi cuchi», le canturreaba a Telémaco mientras lo secaba, después del baño; «¡Agugu!»—, y a mí me desconcertaba imaginar al fornido Odiseo, con su voz grave, tan hábil en las artes de persuasión, tan lúcido para expresar sus ideas y tan digno, en brazos de la nodriza, cuando era un recién nacido, y a ella dirigiéndole uno de aquellos discursos compuestos de gorjeos.
Pero no podía molestarme que Euriclea le dedicara tantas atenciones a Telémaco, al que adoraba. Cualquiera habría podido pensar que ella misma lo había parido.
Odiseo estaba contento conmigo. Claro que estaba contento. «Helena todavía no ha tenido ningún hijo», decía, lo cual debería haberme alegrado. Y me alegraba. Pero, por otra parte, ¿por qué volvía Odiseo a pensar en Helena? ¿Acaso nunca había dejado de pensar en ella?

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