martes, 1 de noviembre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 7)




7
La cicatriz 


De modo que me entregaron a Odiseo, como si fuera un paquete de carne. Un paquete de carne con un lujoso envoltorio, claro. Una especie de morcilla dorada.

Pero quizá ése sea un símil demasiado ordinario para vosotros. Dejadme añadir que en mi época la carne era algo muy valioso: la aristocracia comía muchísima carne: carne, carne, carne, y lo único que hacían con ella era asarla: la nuestra no era una época de haute cuisine. Ah, se me olvidaba: también había pan, es decir pan ácimo: pan, pan, pan, y vino, vino, vino. Sí, había algunas frutas y algunas verduras, pero seguramente vosotros nunca habéis oído hablar de ellas porque nadie las mencionaba en las canciones.

A los dioses les gustaba la carne tanto como a nosotros, pero lo único que recibían de nosotros eran los huesos y la grasa, gracias a un rudimentario ardid de Prometeo: sólo un imbécil se habría dejado engañar por una bolsa llena de trozos de ternera incomibles disfrazados de trozos buenos, y Zeus se dejó engañar; lo cual viene a demostrar que los dioses no siempre eran tan inteligentes como pretendían hacernos creer. 
Eso puedo decirlo ahora porque estoy muerta. Antes no me habría atrevido. Nunca se sabía cuándo podía haber algún dios escuchando, disfrazado de mendigo, de viejo amigo o de desconocido. Es cierto que a veces yo dudaba de la existencia de aquellos dioses. Pero en vida siempre consideré prudente no correr riesgos innecesarios. 
En mi banquete nupcial había abundancia de todo: enormes y brillantes pedazos de carne, enormes trozos de pan fragante, enormes jarras de vino añejo. Lo asombroso fue que los invitados no reventaran allí mismo, porque se atiborraron de comida. No hay nada que fomente más la gula que comer viandas por las que no se tiene que pagar, como más tarde me enseñó la experiencia. En aquellos tiempos comíamos con las manos. Roíamos y mascábamos a base de bien, pero era mejor así: nada de utensilios afilados que alguien pudiera clavarle a otro comensal que lo hubiera importunado.
En todas las bodas precedidas por un certamen había unos cuantos perdedores dolidos; sin embargo, en mi banquete ningún pretendiente derrotado perdió la calma. Más bien aparentaban no haber conseguido ganar la subasta de un caballo. El vino era demasiado fuerte, de modo que muchos acabaron con la mente embotada. Se emborrachó hasta mi padre, el rey Icario. Sospechaba que Tíndaro y Odiseo lo habían embaucado. Estaba casi seguro de que habían hecho trampas, pero no había averiguado cómo; eso lo enfurecía, y cuando estaba furioso bebía todavía más y soltaba comentarios ofensivos sobre los abuelos de la gente. Claro que, como era rey, nadie lo retaba a duelo. 
Odiseo no se emborrachó. Se las ingeniaba para simular que bebía mucho cuando en realidad apenas probaba el vino. Más tarde me contó que cuando uno vive de su astucia, como hacía él, necesita tener el ingenio siempre afilado, como las hachas o las espadas. Decía que sólo a los imbéciles les gustaba alardear de lo mucho que podían beber. Eso solía acabar en competiciones para ver quién era capaz de beber más, lo cual, a su vez, producía distracción y pérdida de fuerza, y entonces era cuando atacaba el enemigo.

En cuanto a mí, estaba demasiado nerviosa para probar bocado. Estaba allí sentada, envuelta en mi velo de novia, casi sin atreverme a mirar de reojo a Odiseo. Sabía que iba a llevarse un chasco conmigo en cuanto levantara ese velo y se abriera camino a través del manto, la faja y la reluciente túnica con que me habían engalanado. Pero Odiseo no me miraba; de hecho, nadie lo hacía. Todos miraban fijamente a Helena, que repartía deslumbrantes sonrisas a diestro y siniestro, sin dejarse a un solo hombre. Helena sonreía de un modo que hacía que cada uno de ellos creyera en su fuero interno que estaba enamorada sólo de él. 
Supongo que fue una suerte que Helena acaparara la atención de todos, porque eso les impedía fijarse en mí, en cómo temblaba y en lo incómoda que Me sentía. No era sólo que estuviera nerviosa, sino que estaba muy asustada. Las criadas me habían llenado la cabeza de cuentos sobre cómo, una vez que entrara en la cámara nupcial, mi esposo me desgarraría como el arado hiende la tierra, y lo dolorosa y humillante que resultaría esa experiencia. 
En cuanto a mi madre, había dejado de nadar por ahí como una marsopa el tiempo suficiente para asistir a mi boda, lo cual yo le agradecía menos de lo que habría debido. Allí estaba, sentada en su trono junto a mi padre, vestida de color azul, con un pequeño charco alrededor de los pies. Mi madre me dirigió un breve discurso mientras las doncellas me cambiaban una vez más de traje, pero yo no lo encontré nada útil en ese momento. Fue un discurso ambiguo, por no decir algo peor; pero no hay que olvidar que todas las náyades son ambiguas. 
Esto es lo que me dijo: «El agua no ofrece resistencia. El agua fluye.  Cuando sumerges la mano en el agua, lo único que notas es una caricia. El agua no es un muro sólido, no te puede detener. Pero el agua siempre va a donde quiere, y al final nada puede oponerse a ella. El agua es paciente. Las gotas de agua pueden erosionar la piedra. No lo olvides, hija mía. Recuerda que eres mitad agua. Si no puedes atravesar un obstáculo, rodéalo. Es lo que hace el agua.» 
Tras las ceremonias y el banquete, hubo la tradicional procesión hasta la cámara nupcial, con las tradicionales antorchas y los chistes groseros y los gritos de los borrachos. Habían engalanado la cama, rociado el umbral y hecho las libaciones. El guardián ya estaba situado frente a la puerta para impedir que la novia huyera horrorizada, y para evitar que sus amigas derribaran la puerta y la rescataran al oírla gritar.
Todo eso era teatro: se suponía que habían raptado a la novia, y la consumación del matrimonio se convertía en una especie de violación autorizada. Se suponía que era una conquista, la afrenta de un enemigo, un Asesinato simulado. Se suponía que tenía que haber sangre.

Cuando la puerta se hubo cerrado, Odiseo me cogió de la mano y me sentó en la cama. «Olvida todo lo que te han contado —me susurró—. No voy a hacerte daño, o no mucho. Pero nos ayudaría a ambos que fingieras. Me han dicho que eres una muchacha inteligente. ¿Crees que podrás gritar un poco? Con eso quedarán satisfechos (están escuchando detrás de la puerta), y entonces nos dejarán en paz y nosotros podremos tomarnos el tiempo que queramos para hacernos amigos.» 
Ése era uno de sus grandes secretos para persuadir: sabía convencer al otro de que los dos se enfrentaban juntos a un obstáculo común, y de que Necesitaban unir sus fuerzas para superarlo. Era capaz de obtener la colaboración de casi cualquiera que lo escuchara, de hacer participar a casi cualquiera en sus pequeñas conspiraciones. No había nadie que hiciera eso mejor que él: por una vez, las historias no mienten. Y también tenía una maravillosa voz, grave y resonante. Así que hice lo que me pedía, por supuesto.

Aquella misma noche supe que Odiseo era de esos hombres que, después del coito, no se limitan a darse la vuelta y ponerse a roncar. Y no es que esté al corriente de esa extendida costumbre masculina por mi propia experiencia; pero, como ya he dicho, las criadas me contaban muchas cosas. No: Odiseo Quería hablar conmigo, y puesto que sabía contar anécdotas, yo lo escuché de buen grado. Creo que eso era lo que él más valoraba de mí: mi capacidad Para apreciar las historias que me contaba. Es un talento que en las mujeres no se valora en su justa medida.
Yo me había fijado en la larga cicatriz que tenía en el muslo, y él procedió a contarme cómo se había hecho aquella herida. Como ya he mencionado, su abuelo era Autólico, quien aseguraba ser hijo del dios Hermes. Quizá fuera una manera de decir que era un ladrón astuto, tramposo y mentiroso, y que la suerte lo había favorecido en ese tipo de actividades. Autólico era el padre de la madre de Odiseo, Anticlea, que se había casado con el rey Laertes de Ítaca y por lo tanto era mi suegra. Sobre Anticlea circulaba un rumor calumnioso —que la había seducido Sísifo, y que éste era el verdadero padre de Odiseo—, pero a mí me costaba creerlo, porque ¿a quién se le iba a ocurrir seducir a Anticlea? Sería como seducir a un mascarón de proa. Pero démosle crédito a ese cuento, de momento. 
Según contaban, Sísifo era tan tramposo que había burlado a la muerte en dos ocasiones: una vez engañando al rey Hades para que se pusiera unas esposas que Sísifo se negó a abrir, y otra convenciendo a Perséfone para que lo dejara salir del infierno alegando que no le habían hecho el funeral adecuado y que por lo tanto no le correspondía estar en el lado de los muertos del río Estigia. De modo que, si admitimos el rumor sobre la infidelidad de Anticlea, Odiseo tenía a hombres astutos y sin escrúpulos en dos de las ramas principales de su árbol genealógico. 
Tanto si eso es verdad como si no, el caso es que su abuelo Autólico —quien había elegido el nombre de mi esposo— invitó a Odiseo al monte Parnaso para recoger los regalos que le habían sido prometidos el día de su nacimiento. Odiseo realizó la visita, durante la cual salió a cazar jabalíes con los hijos de Autólico. Fue un jabalí particularmente feroz el que lo hirió en el muslo.
El modo en que Odiseo me contó la historia me hizo sospechar que no me lo había explicado todo. ¿Por qué el jabalí había atacado salvajemente a Odiseo, pero no a los otros? ¿Sabían los demás dónde estaba escondido el jabalí y le habían tendido una trampa a Odiseo? ¿Pretendían matar a Odiseo para que Autólico, el tramposo, no tuviera que entregarle a su nieto los regalos que le debía? Es posible. 
A mí me gustaba pensarlo así. Me gustaba pensar que tenía algo en común con mi esposo: a ambos había estado a punto de matarnos un miembro de Nuestra familia cuando éramos jóvenes. Razón de más para que permaneciéramos juntos y lo meditáramos bien antes de confiar en los demás. 
A cambio de su historia de la cicatriz, yo le conté la historia de cómo estuve a punto de ahogarme y de cómo me rescataron unos patos. A él le interesó Mi relato, me hizo preguntas sobre él y se mostró comprensivo: es decir, hizo todo lo que uno espera que haga una persona que lo escucha. «Mi pobre Patita —dijo, acariciándome—. No te preocupes. Yo jamás arrojaría a una muchacha tan preciosa al mar.» Entonces me eché a llorar, y Odiseo me consoló como era de esperar tratándose de la noche de bodas. 
Así que cuando llegó la mañana, Odiseo y yo nos habíamos hecho amigos, como él había prometido. O mejor dicho: en mí habían nacido sentimientos de amistad hacia él —más que eso: sentimientos afectuosos y apasionados—; y él se comportaba como si los correspondiera, lo cual no es exactamente lo mismo.

Pasados unos días, Odiseo anunció su intención de regresar a Ítaca conmigo y con mi dote. A mi padre le molestó esa sugerencia: dijo que quería que se Respetaran las antiguas costumbres, lo cual significaba que quería que nosotros y nuestra recién obtenida fortuna permaneciéramos bajo sus órdenes.
Pero nosotros contábamos con el apoyo del tío Tíndaro, cuyo yerno era el esposo de Helena, el poderoso Menelao, de modo que Icario se vio obligado a ceder. 
Seguramente habréis oído decir que mi padre echó a correr tras nuestra cuadriga cuando nos marchamos, suplicándome que me quedara con él, y que Odiseo me preguntó si me iba a Ítaca con él por mi propia voluntad o si prefería quedarme con mi padre.
Cuentan que a modo de respuesta me tapé con el velo, pues era demasiado recatada para proclamar con palabras el deseo que sentía por mi esposo, y que más tarde erigieron una estatua de mí en honor a la virtud del pudor. En esa historia hay algo de verdad. Pero me tapé con el velo para ocultar que estaba riendo. Comprenderéis que daba risa ver a un padre, que en su día había arrojado a su propia hija al mar, corriendo y brincando por el camino detrás de esa misma hija y gritando: «¡Quédate conmigo!»
No me apetecía quedarme. En aquel momento estaba impaciente por alejarme de la corte de Esparta. No había sido muy feliz allí, y estaba deseando empezar una nueva vida.

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