viernes, 11 de noviembre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 12)




12

La espera

¿Qué queréis que os cuente acerca de los diez años siguientes? Odiseo zarpó rumbo a Troya y yo me quedé en Ítaca. El sol salía, cruzaba el cielo y se ponía, y, al verlo, yo casi nunca pensaba en el llameante carro de Helios. Lo mismo hacía la luna, pasando de una fase a otra, y, al verla, yo casi nunca pensaba en el barco plateado de Artemisa. La primavera, el verano, el otoño y el invierno se sucedían con puntualidad.
El viento soplaba a menudo. Telémaco fue creciendo, bien alimentado con abundante carne y mimado por todos.
Nos llegaban noticias del desarrollo de la guerra contra Troya: a veces eran buenas y a veces malas. Los aedos loaban en sus canciones a los héroes más distinguidos: Aquiles, Agamenón, Áyax, Menelao, Héctor, Eneas y compañía. A mí no me importaban ellos: sólo me interesaban las noticias acerca de Odiseo.
¿Cuándo regresaría mi esposo y aliviaría mi aburrimiento? También él aparecía en las canciones, y yo saboreaba aquellos momentos. Allí estaba, pronunciando un discurso inspirador, uniendo a las facciones enfrentadas, inventando con facilidad asombrosa, ofreciendo sabios consejos, disfrazándose de esclavo fugitivo para colarse en Troya y entrevistarse con Helena, quien -así lo proclamaba la canción- lo había bañado y lo había ungido con sus propias manos.
Esa parte no me gustaba tanto.
Y allí estaba por último, tramando la estrategia del caballo de madera lleno de soldados. La noticia de la caída de Troya fue propagándose de faro en faro. Dijeron que se había producido una gran matanza y que hubo un terrible saqueo en la ciudad. Las calles se convirtieron en torrentes de sangre; el cielo
sobre el palacio ardía en llamas; lanzaban a niños inocentes desde lo alto de un acantilado, y las mujeres troyanas, entre ellas las hijas del rey Príamo, fueron entregadas como botín. Por fin nos confirmaron lo que tanto tiempo llevábamos deseando oír: que los barcos griegos habían emprendido el regreso a casa.
Y luego, nada.
Un día tras otro, yo subía a lo alto del palacio y oteaba el horizonte, pero no había ni rastro de Odiseo. A veces veía barcos, pero nunca el que anhelaba ver. Llegaban otros barcos que traían rumores. Odiseo y sus hombres se habían emborrachado en el primer puerto de escala y los hombres se habían amotinado, decían algunos; no, explicaban otros: habían comido una planta mágica que les había hecho perder la memoria, y Odiseo los había salvado haciéndolos atar y transportar a las naves. Odiseo había luchado contra un cíclope, afirmaban unos; no, sólo se había peleado con un tabernero tuerto, desmentían otros, y el motivo de la discusión había sido una cuenta que no se había pagado. Varios hombres habían sido devorados por caníbales, aseguraban unos; no, sólo había sido una reyerta como otra cualquiera, replicaban otros, con mordiscos en la oreja, narices sangrantes, apuñalamientos y destripamientos. Odiseo era huésped de una diosa en una isla encantada, sostenían unos; la diosa había convertido a los marinos en cerdos -lo cual, en mi opinión, no debía de haberle costado mucho trabajo-, pero les había devuelto la forma humana porque se había enamorado de Odiseo y le preparaba deliciosos manjares con sus propias manos inmortales, y cada noche hacían el amor con desenfreno; no, corregían otros, sólo era una prostituta de lujo, y lo que hacía Odiseo era gorronear a la madam.
Huelga decir que los aedos recogían esos temas y los adornaban considerablemente. En mi presencia siempre cantaban las versiones más nobles, aquellas que describían a Odiseo como un hombre inteligente, valiente e ingenioso que luchaba contra monstruos sobrenaturales y al que las diosas apreciaban.El único motivo por el que todavía no había regresado a casa era que un dios -según algunos, Poseidón, el dios del mar-- estaba contra él porque el cíclope al que Odisea había lisiado era hijo suyo. O varios dioses estaban contra él. O las Parcas. O algo. Pues no cabía duda -insinuaban los aedos para elogiarme de que sólo una poderosa fuerza divina podía impedir a mi esposo regresar cuanto antes ?- los tiernos --y amorosos- brazos de su esposa.
Cuanto más exageraban, más costosos eran los regalos que esperaban de mí. Yo siempre cumplía sus deseos. Hasta una mentira obvia sirve de cierto consuelo cuando no hay verdades que nos reconforten.
Murió mi suegra, arrugada como el barro seco y enferma de tanto esperar, convencida de que nunca volvería a ver a Odisea. Según ella, la culpa la tenía yo, y no Helena: ¡si no me hubiera llevado al crío al campa de labranza! La anciana Euriclea envejeció aún más. Y lo mismo hizo mi suegro, Laertes. A Laertes dejó de interesarle la vida de palacio y se marchó a vivir al campo; se lo podía ver arrastrando los pies por una de sus granjas, vestido con ropa mugrienta y quejándose de los perales. Yo sospechaba que estaba volviéndose idiota.
Yo sola dirigía las extensas propiedades de Odisea.
En Esparta, en mi anterior vida, no me habían preparado para semejante tarea. Al fin y al cabo, yo era una princesa, y trabajar era algo que hacían los demás. Mi madre, pese a haber sido reina, no me había dado buen ejemplo. A ella no le gustaba la comida que se servía en el gran palacio, pues la más solicitada eran unos enormes pedazos de carne; ella prefería, como mucho, un pescadito o dos, con guarnición de algas. Se comía los pescados crudos, la cabeza primero, una práctica que yo contemplaba entre fascinada y horrorizada. ¿Os he comentado ya que mi madre tenía unos dientes muy pequeños y puntiagudos?
Tampoco le gustaba dar órdenes a los esclavos ni castigarlos, aunque de pronto podía matar a uno que la fastidiaba -no entendía que los criados tenían valor como propiedades-, y ni el tejido ni el hilado le interesaban en absoluto. «Demasiados nudos. Eso es trabajo de arañas. Que lo haga Aracne», decía. En cuanto a la tarea de supervisar las provisiones de comida, la bodega y lo que ella llamaba «los juguetes dorados de los mortales» que se guardaban en los enormes almacenes del palacio, mi madre se reía sólo de pensarlo. «Las náyades no sabemos contar más que hasta tres -aclaraba-. Los peces van en bancos, no en listas. ¡Un pez, dos peces, tres peces, otro pez, otro pez, otro pez! ¡Así es como los contamos nosotras!» Y reía con su risa cantarina. «Nosotros, los inmortales, no somos tacaños. ¡Acaparar no tiene ningún sentido!» Se escabullía e iba a bañarse en la fuente del palacio, o desaparecía y pasaba varios días contando chistes con los delfines y haciéndoles bromas a las almejas. Así que en el palacio de Ítaca tuve que aprender empezando desde cero. Al principio me lo impedía Euriclea, que quería encargarse de todo, pero al final se dio cuenta de que había demasiado trabajo que hacer, incluso para una entrometida como ella. Pasaron los años y me sorprendí a mí misma haciendo inventarios -donde hay esclavos es inevitable que haya robos; hay que vigilar--, y preparando los menús y organizando los guardarropas del palacio.
Aunque las prendas que vestían los criados eran bastas y resistentes, con el tiempo acababan estropeándose y había que reemplazarlas, de modo que yo tenía que indicar a las hilanderas y tejedoras lo que tenían que hacer. Los moledores de grano estaban en el escalafón más bajo de la jerarquía de los esclavos, y vivían encerrados en un edificio anexo; generalmente los ponían allí por mal comportamiento, y a veces había peleas entre ellos, así que yo tenía que estar al corriente de animosidades y venganzas .
Se suponía que los esclavos varones no podían dormir con las esclavas sin haber solicitado permiso. Ése era un tema delicado. A veces se enamoraban y se ponían celosos, igual que sus amos, lo cual causaba muchos problemas. Si la situación se descontrolaba, yo tenía que venderlos, como es lógico. Pero si de esos apareamientos nacía una hermosa criatura, solía quedármela y educarla yo misma, convirtiéndola en una criada refinada y amable.
Quizá mimé en exceso a algunas de esas niñas. Euriclea siempre lo decía. Melanto, la de hermosas mejillas, era una de ellas.
A través de mi administrador, compraba provisiones, y pronto me gané la reputación de astuta negociadora. A través de mi capataz, supervisaba las granjas y los rebaños, y me preocupé de aprender cuestiones como las épocas de nacimiento de los corderos y los terneros, o la forma de impedir que una cerda devore a su camada. A medida que fui adquiriendo experiencia, empecé a disfrutar con las conversaciones sobre esos temas tan burdos y ordinarios. Para mí era motivo de orgullo que el porquerizo viniera a pedirme consejo.
Mi plan consistía en hacer crecer las propiedades de Odiseo para que cuando él volviera tuviera aún más riquezas que cuando se había marchado: más ovejas, más vacas, más cerdos, más campos de cereal, más esclavos. Tenía una imagen muy clara en la mente: Odiseo regresaba, y yo -con femenina modestia- le mostraba lo bien que había realizado un trabajo que solía considerarse de hombres. Y lo había hecho por Odiseo, por supuesto. No había dejado de pensar en él. ¡Cómo se iba a iluminar su rostro! ¡Qué satisfecho iba a estar de mí! «Vales mil veces más que Helena», me diría. ¿ Verdad que sí? Y me abrazaría con ternura.
• • •
Pese a tanto trabajo y tanta responsabilidad, me sentía más sola que nunca. ¿Qué sabios consejeros tenía? En realidad, ¿con quién podía contar, aparte de conmigo misma? Muchas noches me dormía llorando o suplicando a los dioses que me devolvieran a mi amado esposo o me trajeran una muerte rápida. Euriclea me preparaba baños relajantes y bebidas reconfortantes, aunque todo eso conllevaba un precio.
Euriclea tenía la irritante costumbre de recitar dichos populares pensados para endurecerme y animarme a seguir dedicada al trabajo, como por ejemplo:

La que llora cuando el sol brilla
nunca llenará su plato de comida.
O:
La que en quejas pierde el tiempo
no se lleva a la boca más que viento.
O:
Si eres perezosa, descarados
se te vuelven los esclavos.
Truhanes, rameras y ladrones
tendrás si castigos no impones.

Y cosas parecidas. Si Euriclea hubiera sido más joven, le habría pegado una bofetada. Sin embargo, sus exhortaciones debieron de surtir algún efecto, porque durante el día yo conseguía mantener la apariencia de ánimo y esperanza, y aunque no me engañara a mí misma, al menos engañaba a Telémaco. Le contaba historias sobre Odiseo: sobre lo buen guerrero, lo inteligente y lo atractivo que era, y lo felices que íbamos a ser cuando él volviera a casa.
Cada vez inspiraba más curiosidad, como era lógico que ocurriera con la esposa-¿o había que decir la viuda?- de un hombre tan famoso; cada vez venían a visitarnos con más frecuencia barcos extranjeros que traían nuevos rumores. Y a veces también tanteaban el terreno: si se demostraba que Odiseo había muerto, no lo quisieran los dioses, ¿estaría yo abierta, quizá, a otras ofertas? Yo y mis tesoros, claro.
Yo no hacía caso de esas indirectas, porque seguían llegando noticias de mi esposo, aunque fueran confusas. Odiseo había descendido al reino de los muertos para consultar a los espíritus, aseguraban algunos. No, sólo había pasado la noche en una vieja y tenebrosa cueva llena de murciélagos, decían otros. Había hecho que sus hombres se pusieran cera en los oídos, explicó uno, cuando navegaban cerca de las seductoras sirenas -mitad pájaro, mitad mujer-, que atraían a los hombres a su isla y luego los devoraban; él se había atado al mástil para poder oír su irresistible canto sin saltar por la borda. No, le corrigió otro, era un burdel siciliano de lujo: las cortesanas que trabajaban allí eran famosas por su talento musical y sus extravagantes vestidos de plumas.
Resultaba difícil saber qué creer. A veces pensaba que la gente inventaba cosas sólo para asustarme, y para ver cómo se me llenaban los ojos de lágrimas.
Tiene cierta gracia atormentar a los vulnerables. No obstante, cualquier rumor era mejor que no saber nada de Odiseo, así que yo los escuchaba todos con avidez. Pero pasados unos cuantos años más dejaron de llegar rumores: era como si Odiseo hubiera desaparecido de la faz de la tierra.

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