lunes, 14 de noviembre de 2016

Miguel de Cervantes: Rinconete y Cortadillo (Tramo 1)





En la venta del Molinillo, que está situada al final de los famosos campos de Alcudia, según vamos de Castilla a Andalucía, un caluroso día de verano se encontraron casualmente dos muchachos de unos catorce a quince años; ambos agradables, pero muy descuidados, rotos y mal vestidos: capa no tenían; los calzones eran de tela basta y las medias eran su propia carne. Esto lo completaban los zapatos, porque los de uno eran alpargatas desgastadas por el mucho uso, y los del otro estaban agujereados y sin suelas. Traía uno sombrero verde de cazador, el otro un sombrero sin cinta, bajo de copa y con el ala grande y caída. A la espalda y sujeta por el pecho, traía el primero una camisa amarillenta recogida como si fuera una bolsa; el otro venía sin cargas, aunque por el pecho se le veía un gran bulto que no era sino un cuello de los que llaman valones, grasiento y deshilachado. Dentro de él llevaba envueltos y guardados unos naipes de forma ovalada, porque de utilizarlos se les habían gastado las puntas y para que durasen más se las habían recortado. Estaban los dos quemados del sol, las uñas las traían largas y negras y las manos no muy limpias; uno tenía una espada corta, y el otro un cuchillo de mango amarillo de los que suelen utilizar los carniceros.
Salieron los dos a descansar a la hora de la siesta a un cobertizo que hay delante de la venta; y, sentándose uno enfrente del otro, el que parecía de más edad dijo al más pequeño: 
—¿De qué tierra es vuesa merced, señor gentilhombre, y para dónde camina?
—Mi tierra, señor caballero —respondió el preguntado— no la sé, ni para dónde camino, tampoco.
—Pues en verdad —dijo el mayor— que no parece vuesa merced caído del cielo, y que este no es lugar para quedarse, sino que forzosamente hay que seguir adelante.
—Así es —respondió el menor—, pero yo he dicho la verdad porque mi tierra no es mía, puesto que no tengo en ella más que a un padre que no me tiene por hijo y una madrastra que me trata como hijastro; el camino que llevo es a la ventura, y terminará donde halle quien me dé lo necesario para pasar esta miserable vida.
—Y ¿sabe vuesa merced algún oficio? —preguntó el grande.
Y el menor respondió:
—No sé otro sino que corro como una liebre, y salto como un gamo y corto con la tijera con mucha delicadeza.
—Todo eso es muy bueno, útil y provechoso —dijo el grande— porque habrá sacristán que le recompense con pan y vino por cortarle flores de papel para el monumento del Jueves Santo.
—No es mi corte de ese estilo —respondió el menor—, sino que mi padre, por la misericordia del cielo, es sastre y me enseñó a cortar diversas prendas de las que se utilizan para cubrir las piernas, tan bien que podría ejercer el oficio, pero la mala suerte no me lo permite.
—Todo eso y más le sucede a cualquiera —respondió el grande—, y siempre he oído decir que las buenas habilidades son las más desperdiciadas, pero aún tiene vuesa merced edad para cambiar su suerte. Aunque, si yo no me engaño y el ojo no me miente, otras habilidades tiene vuesa merced ocultas, y no las quiere manifestar.
—Sí las tengo —respondió el pequeño—, pero no son para decirlas en público, como vuesa merced muy bien ha insinuado.
A lo cual replicó el grande:
—Pues yo le aseguro que soy uno de los más discretos mozos que pueden encontrarse en ninguna parte; y, para obligar a vuesa merced a que descubra su corazón y se sincere conmigo, le quiero obligar descubriéndole el mío primero; porque imagino que por algo nos ha juntado aquí la suerte, y pienso que seremos, desde este hasta el último día de nuestra vida, verdaderos amigos. Yo, señor hidalgo, soy natural de la Fuenfrida, lugar conocido por los ilustres pasajeros que por él pasan continuamente; mi nombre es Pedro del Rincón; mi padre es persona distinguida, porque es ministro de la Santa Cruzada, quiero decir que es buldero. Algunos días le acompañé en el oficio y lo aprendí de manera que no me aventajaría en echar las bulas ni el que más presumiese de ello. Pero, habiéndome un día aficionado más al dinero de las bulas que a las bulas mismas, me abracé a una bolsa y di conmigo y con ella en Madrid, donde con las oportunidades que allí habitualmente se ofrecen, en pocos días le saqué las entrañas a la bolsa y la dejé completamente vacía. Vino tras de mí el que tenía a cargo el dinero, me apresaron, tuve poca ayuda ante la justicia, aunque viendo aquellos señores mi poca edad, se contentaron con azotarme la espalda y con que saliese desterrado por cuatro años de la corte; tuve paciencia, me encogí de hombros, sufrí la tanda de azotes y salí a cumplir mi destierro con tanta prisa que no tuve ocasión de buscar cabalgadura.
Tomé de mis pertenencias las que pude y las que me parecieron más necesarias, y de ellas saqué estos naipes (y descubrió los que se han dicho, que en el cuello traía), con los cuales he ganado mi vida por los mesones y ventas que hay desde Madrid hasta aquí, jugando a la veintiuna; y aunque vuestra merced los ve tan sucios y maltratados, tienen una maravillosa virtud para quien los conoce, y es que no cortará vuesa merced la baraja una sola vez que no quede un as debajo. Y si vuesa merced conoce este juego, sabrá cuánta ventaja lleva el que sabe que tiene seguro un as en la primera carta, que le puede valer como un punto y como once, y con esta ventaja el dinero de la apuesta se queda en casa.
Además de esto, aprendí de un cocinero de cierto embajador ciertas trampas para otros juegos de manera que así como vuesa merced se puede examinar de sastre, así puedo yo ser maestro en el arte de los naipes. Con esto voy seguro de no morir de hambre, porque, donde quiera que llego, siempre hay quien quiere pasar el tiempo jugando un rato. Y esto lo vamos a comprobar ahora los dos: preparemos la red y veamos si cae algún pájaro de estos arrieros que hay aquí; quiero decir que fingiremos que jugamos los dos a la veintiuna y que si alguno quisiese ser tercero en el juego, será el primero que se deje los cuartos.—Sea en buena hora —dijo el otro— y considero un gran honor el que vuesa merced me ha hecho al relatarme su vida, con lo que me ha obligado a que yo no le oculte la mía, que, contándola más brevemente, es esta: yo nací en una villa entre Salamanca y Medina del Campo; mi padre es sastre; me enseñó su oficio y del corte de tijera, con mi buen ingenio, salté a cortar bolsas y bolsillos ajenos; me disgustó la miserable vida de la aldea y el trato poco afectuoso de mi madrastra. Dejé mi pueblo, vine a Toledo a ejercitar mi oficio y en él he hecho maravillas, porque no hay joya colgante ni bolsillo tan escondido que mis dedos no encuentren, ni mis tijeras no corten, aunque lo estén vigilando con cien ojos.
Y en cuatro meses que estuve en aquella ciudad, nunca fui cogido con las manos en la masa, ni sorprendido, ni avergonzado por los guardias ni delatado por ningún soplón. Bien es verdad, que hará ocho días que un confidente dio noticia de mi habilidad al Corregidor, el cual, atraído por mis cualidades, hubiese querido verme; pero yo, que por ser humilde no quiero tratar con personas tan importantes, procuré no verme con él, y así, salí de la ciudad con tanta prisa, que no tuve ocasión de conseguirme ni cabalgadura, ni dinero, ni coche de alquiler o, por lo menos, un carro.
—Olvidémonos de eso —dijo Rincón—; y puesto que ya nos conocemos, no son necesarias esas grandezas: confesemos llanamente que no teníamos blanca y ni siquiera zapatos.
—Sea así —respondió Diego Cortado, que así dijo el menor que se llamaba—; y, pues nuestra amistad, como vuesa merced, señor Rincón, ha dicho, ha de ser perpetua, comencémosla con las debidas ceremonias.
Y levantándose Diego Cortado, abrazó a Rincón y Rincón a él tierna y estrechamente, y luego se pusieron los dos a jugar a la veintiuna con los ya referidos naipes limpios de polvo y de paja, pero no de grasa y malicia, y en poco tiempo cortaba tan bien Cortado por donde estaba el as como Rincón, su maestro.
En esto salió un arriero a refrescarse al portal y pidió ser tercero en el juego. De buena gana lo acogieron y en menos de media hora le ganaron doce reales y veintidós maravedís que fue como darle doce lanzadas y veintidós mil disgustos, y creyendo el arriero que por ser muchachos no se lo impedirían, quiso quitarles el dinero, pero, echando mano uno a su media espada, y el otro a su cuchillo, le dieron tanto que hacer que, de no salir sus compañeros, sin duda lo habría pasado mal.
En ese momento pasaron casualmente por el camino unos viajeros a caballo que iban a descansar a la venta del Alcalde, que está media legua más adelante, los cuales viendo la pelea del arriero con los dos muchachos, los apaciguaron y les dijeron que si por casualidad iban a Sevilla que se fuesen con ellos.
—Allá vamos —dijo Rincón— y serviremos a vuesas mercedes en todo cuanto nos manden.
Y, sin detenerse un momento, saltaron delante de las mulas y se fueron con ellos, dejando al arriero ofendido y a la ventera admirada de la buena crianza de los pícaros, pues había estado oyendo su conversación sin que ellos lo advirtiesen; y cuando dijo al arriero que los naipes con que jugaban eran falsos, este se tiraba de los pelos y quería ir a la venta tras ellos a recuperar su dinero, porque decía que era una grandísima ofensa y humillación que dos muchachos hubiesen engañado a un hombretón tan grande como él. Sus compañeros le detuvieron y aconsejaron que no fuese, aunque no fuera más que por no hacer pública su simplicidad y torpeza. En fin, tales razones le dijeron que, aunque no le consolaron, le obligaron a quedarse.Mientras tanto, Cortado y Rincón se dieron tan buena maña en servir a los caminantes que la mayor parte del camino los llevaron montados en las mulas y aunque se les ofrecieron algunas ocasiones de hurtar en las maletas de sus medio amos, no las aprovecharon, por no perder la oportunidad tan buena de viajar a Sevilla, donde ellos tenían gran deseo de verse.
Sin embargo, a la entrada de la ciudad, que fue al anochecer y por la puerta de la Aduana, no se pudo contener Cortado; y así, con su cuchillo le hizo tan larga y profunda herida a una de las maletas que traía un francés del grupo que se le veían claramente las entrañas, y sutilmente le sacó dos camisas buenas, un reloj de sol y un cuaderno; cosas que, cuando las vieron los dos amigos no les dieron mucho gusto, pues pensaron que el francés que llevaba sobre una mula aquella pesada maleta debía de haberla llenado con objetos de más peso que aquellos y hubiesen querido volver a darle otro toque, pero no lo hicieron, imaginando que ya habrían echado de menos lo robado y habrían puesto en lugar seguro lo que quedaba.
Se habían despedido, antes de hacer el robo, de los que hasta allí los habían mantenido, y al día siguiente vendieron las camisas en el mercadillo que se hace fuera de la puerta del Arenal por veinte reales. Hecho esto, se fueron a ver la ciudad y se quedaron admirados de la grandeza y esplendor de su catedral y de la gran afluencia de gente en el río, pues había en él seis galeras, cuya vista les hizo suspirar y aun temer el día en que sus delitos les traerían a vivir en ellas de por vida; se dieron cuenta de los muchos muchachos de la esportilla que por allí andaban; se informaron por uno de ellos sobre aquel oficio, y si era de mucho trabajo y de cuánta ganancia.
Un muchacho asturiano, que fue al que le hicieron la pregunta, respondió que el oficio era descansado, que no se pagaba impuestos y que algunos días salía con cinco y seis reales de ganancia, con los que comía y bebía a cuerpo de rey, libre de buscar amo y seguro de comer a la hora que quisiese, pues a cualquiera lo podía hacer en el más humilde de los mesones de la ciudad.
No les pareció mal a los dos amigos la narración del asturianillo, ni les desagradó el oficio, por parecerles muy adecuado para poder usar el suyo, con disimulo y seguridad, por la oportunidad que ofrecía de entrar en todas las casas; y en seguida decidieron comprar los instrumentos necesarios para ejercerlo. Y preguntándole al asturiano qué tenían que comprar cada uno, les respondió que un saco pequeño, limpio o nuevo, y tres espuertas de esparto, dos grandes y una pequeña, en las cuales se repartía la carne, el pescado y la fruta, y en el saco, el pan; y él mismo les guio a donde lo vendían, y ellos, del dinero del hurto del francés, lo compraron todo, y en dos horas parecían expertos en el nuevo oficio, de lo bien que les sentaban las esportillas y les cuadraban los sacos. Les avisó su guía de los puestos adonde habían de acudir: por las mañanas a la Carnicería y a la plaza de San Salvador; los días de pescado, a la Pescadería y a la Costanilla, todas las tardes, al río; los jueves, a la Feria.

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