domingo, 15 de enero de 2017

Gabriel García Márquez: Algo muy grave va a suceder en este pueblo


Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:
-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:
-Te apuesto un peso a que no la haces.
Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-¿Y por qué es un tonto?
-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Entonces le dice su madre:
-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.
La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas.
Entonces la vieja responde:
-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
-Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
-Hay un pajarito en la plaza.
Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
-Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
-Si éste se atreve, pues nosotros también nos vamos.
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.


Ejercicios acerca de la lectura de este cuento

jueves, 12 de enero de 2017

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 23/29)




23
Odiseo y Telémaco se cargan a las criadas

Dormí durante toda la carnicería. ¿Cómo es posible?
Sospecho que Euriclea me puso algo en la bebida tonificante que me ofreció, para mantenerme al margen de la acción e impedir que interviniera. Aunque de todos modos no habría podido participar: Odiseo se aseguró de que las mujeres permaneciéramos encerradas en nuestras dependencias.
Euriclea me describió el episodio, y también a cualquiera que quisiera escucharla. Primero, dijo, Odiseo -que todavía iba disfrazado de mendigo observó cómo Telémaco colocaba en fila las doce hachas, y luego cómo los pretendientes intentaban sin éxito tensar su legendario arco. A continuación él cogió el arco y, tras tensarlo y disparar una flecha que atravesó el ojo de las doce hachas -ganando por segunda vez el derecho a casarse conmigo-, le disparó a Antínoo en el cuello, se desprendió del disfraz e hizo picadillo a todos los pretendientes, primero con flechas y luego con lanzas y espadas. Lo ayudaron Telémaco y dos sirvientes leales; con todo, fue una hazaña considerable. Los pretendientes tenían unas cuantas lanzas y espadas que les había proporcionado Melancio, el cabrero traidor, pero a la hora de la verdad no les sirvieron de nada.
Euriclea me contó que ella se había refugiado con el resto de las mujeres cerca de la puerta, que estaba cerrada con llave, y que oyó los.gritos, los ruidos de los muebles al romperse y los gruñidos de los moribundos. Entonces me describió los terribles sucesos que se produjeron más tarde.
Odiseo la llamó y le ordenó que le indicara qué criadas habían sido «desleales». Mi esposo obligó a las muchachas a arrastrar hasta el patio los cadáveres de los pretendientes -entre ellos los de sus antiguos amantes-, a lavar los sesos y la sangre del suelo, y a limpiar las sillas y mesas que hubieran salido indemnes.
Entonces, prosiguió Euriclea, pidió a Telémaco que descuartizara a las criadas con la espada. Pero mi hijo, que quería hacerse valer ante su padre y demostrar que sabía lo que se hacía -ya sabéis, estaba en esa edad tan tonta-, las colgó a todas en fila con soga de barco.
Después de eso, añadió Euriclea sin poder disimular su satisfacción, Odiseo y Telémaco le cortaron las orejas, la nariz, las manos, los pies y los genitales a Melancio, el cabrero malvado, y se los arrojaron a los perros, sin prestar oídos a los gritos del agonizante desgraciado.
-Tenían que infligirle un castigo ejemplar -explicó Euriclea- para que no hubiera más deserciones.
-Pero ¿a qué criadas han colgado? -pregunté, empezando a llorar-. Oh, dioses, ¿a qué criadas han colgado?
-¡Señora, niña querida-dijo Euriclea, presintiendo mi contrariedad-, quería matarlas a todas! ¡Tuve que elegir a unas cuantas, porque de otro modo habrían muerto todas!
-¿A cuáles elegiste? -pregunté, intentando controlar mis emociones.
-Sólo a doce -balbuceó ella-. A las más impertinentes.
A las que habían sido groseras. Las que se burlaban de mí. Melanto, la de hermosas mejillas, y sus amigas, ese grupito. Es bien sabido que eran unas rameras.
-Las que habían sido violadas -dije-. Las más jóvenes. Las más hermosas. «Mis ojos y mis oídos entre los pretendientes»,
pensé, pero no lo dije. Las que me habían ayudado a deshacer el sudario por las noches. Mis gansos blancos como la nieve. Mis tordos, mis palomas. ¡Fue culpa mía! No le había revelado mi plan a Euriclea.
-Se les habían subido los humos -se defendió Euriclea-. No habría sido propio del rey Odiseo permitir que unas muchachas tan insolentes continuaran sirviendo en palacio. Él nunca habría confiado en ellas. Y ahora baja, querida niña. Tu esposo te está esperando.
¿Qué podía hacer? Lamentándome no conseguiría devolver la vida a mis queridas niñas. Me mordí la lengua. Es asombroso que todavía me quedara lengua, después de la frecuencia con que había tenido que mordérmela a lo largo de aquellos años.
A lo pasado, pisado, me dije. Rezaré oraciones y haré sacrificios por sus almas. Pero tendré que hacerlo en secreto, para que Odiseo no sospeche también de mí. 
Podría haber una explicación más siniestra. ¿Y si Euriclea estaba al corriente del acuerdo que yo tenía con las criadas?¿ Y si sabía que espiaban a los pretendientes obedeciendo mis órdenes,,y que yo les había ordenado que se comportaran con rebeldía? ¿ Y si las eligió a ellas y las hizo matar por el resentimiento de haber sido excluida y por su deseo de conservar su privilegiada relación con Odiseo?
No he podido hablar con Euriclea de este asunto aquí abajo. Ella se ha hecho cargo de una docena de recién nacidos difuntos, y está muy ocupada cuidándolos. Por suerte para ella, esos bebés nunca crecerán. Cada vez que me acerco e intento iniciar una conversación con ella, me contesta: «Ahora no, mi niña. ¡Lo siento, pero estoy muy ocupadal ¡Mira qué cosita tan bonital ¡Cuchi-cuchil ¡Agugul»
Así que nunca lo sabré.

miércoles, 11 de enero de 2017

Gabriela Mistral: Blanca Nieve en la casa de los siete enanos


De la barranca, la niña
miró a la loma cercana;
ya se apretaba la noche
como una negra cuajada.

En lo alto de una loma
está encendida una casa,
y pestañea en la sombra
como una madre que llama.

Blanca Nieve sube, sube,
y golpea atribulada.
Todo sigue en el silencio,
que la casa está encantada;
tan sólo laten adentro,
dulcemente, siete lámparas.

La niña empuja la puerta;
se le abre como dos alas.
La casa sigue tan muda
como si ha siglos callara.
Blanca Nieve va pasando
con temblor, de sala en sala.

Hay un comedor pequeño,
que en cien aromas se exhala.
En la mesa hay siete platos;
en los platos siete viandas;
junto a ellos, dobladitas,
siete servilletas blancas;
hay siete ramos de flores;
siete ampollas de sal cándida;
siete sillas chiquititas,
del porte de una castaña;
en las sillas siete paños
con siete cifras grabadas,
y la paz que hay en los sueños,
en la casa se derrama.

Y Blanca Nieve la mesa
mira, contenida y pálida.
Tiene un hambre tan tremenda,
que todo lo devorara;
pero sólo va pasando,
como un ladrón, empinada,
y despunta un bocadito
de cada sabrosa vianda…

Aunque tiembla del espanto,
va siguiendo a la otra sala.
Hay un dormitorio blanco
que cabe en una mirada,
y tiene siete camitas
tan suaves como la nata;
son del largo de un jazmín
las menuditas almohadas;
las colchas son siete hojas
de una col encenizada.
Con qué miedo Blanca Nieve
se va acercando y las palpa,
y sonríe cuando ve
que no se le desbaratan.
Elige una que está oculta
y se tiende fatigada,
como una gota de agua
que en otra gota descansa.

Duérmese profundamente,
y su respirar se apaga;
se le oye el corazón
como grillo en una caja.
Llegaron los siete enanos.
Riendo entran en la casa,
y se sientan a la mesa
y se cruzan sus miradas.

—¿Quién se ha sentado en mi silla?
—¿Y quién probó de mi vianda?
—¿Y quién pellizcó mi pan?
—¿Y quién mordió mi tostada?
—¿Quién cambió mi tenedor?
—¿Quién dio más luz a mi lámpara?
—¿Y quién probó de mi vino?
—¿Quién vació mi limonada?
Gritan todos, y el asombro
sus breves ojos agranda,
y van hacia el dormitorio,
llevando sus siete lámparas.
Y van entrando miedosos,
y va a estallar su algazara:

—¡Alguien se acostó en mi lecho!
¡Han movido las almohadas!
Y grita uno desde el fondo:
—¡Hay una niña en mi casa!

Corren con sus siete luces
los enanos a mirarla,
y le hacen una aureola
grande junto a la cara.
—¡Ay, qué hermosa! –dicen todos–,
y qué grande, es como un haya.
Y uno le toca las sienes,
otro le mide la espalda,
y Blanca Nieve, por fin,
despierta entre la algarada.
Los va mirando, mirando,
y su risa se desata.

Son pequeños como siete
almendritas claveteadas,
y para que ella los vea
se empinan como las llamas.
En el regazo le caben;
los siete a una vez abraza…
Entonces les va contando
de su tremenda madrastra
y del cazador que al hombro
le cargó como alimaña.

Y ellos, conmovidos, lloran
sin cansarse de mirarla.
Le dicen nombres de flores;
“olor de salvia mojada”,
“cuesta con almendros blancos”,
“vertiente de la montaña”.

Y ella pregunta sus nombres.
Dicen: —Yo me llamo Plata.
—Yo me llamo Estaño Azul.
—Y yo Barbazas, Barbazas.

Y le cogen las orejas.
Le dicen: ” almejas blancas”,
y miden sus dedos largos;
“caracolazos” los llaman.

Y por fin la van durmiendo
con canción enamorada.

“Duerme hasta que cante el gallo
de cresta más encarnada
y se cuelguen los murciélagos
y muja largo una vaca.
“Te espantan los siete enanos
los monstruos de la montaña;
el lagarto volador,
la catarina giganta;
el que se parece al musgo
y que sube hasta la almohada,
y la culebra más negra
que a la medianoche baja.

“Para que el cuerpo no encojas
juntamos las siete camas,
y los enanos te velan
en cerco de siete espadas.
“Los duendes de los metales
te cuidan mejor que tu alma.
Duerme hasta que el gallo cante
y muja largo una vaca”.

sábado, 7 de enero de 2017

Anónimo: Romance de la molinera y el corregidor



En un pueblo castellano,
Vivía un molinero honrado,
Que ganaba su sustento,
Con un molino alquilado,

Y era casado con una moza,
Como una rosa,
De guapa y bella.

Que el corregidor
Mismo se apreció de ella,
La regalaba, la visitaba,
Hasta que un día,
La declaró el intento
Que pretendía

Contesta la molinera,
Vuestros favores admito.
Lo que siento es mi marido,
Si nos coge en el garlito
Porque el maldito

Tiene una llave,
Con la cual cierra,
Con la cual abre,
Cuando es su gusto,
Y si viene y nos coge,
Nos dará un susto.

Contesta el corregidor,
Yo puedo hacer que no venga
Enviándole al molino,
Cosa que allí le entretenga,
Pues como digo será de trigo,
Porción bastante.
Que la muela esta noche,
Que es importante.

Bajo la idea que traigo oculta,
Bajo la multa de doce duros,
Y con esto podemos
Estar seguros

Al otro día sin más porfía,
Por cierto, vino a este molino,
Un pasajero,
Que el oficio tenia de molinero.

Le dice: “Amigo si usted
Es celoso, yo soy altivo,
Váyase usted a su casa,
Yo muelo el trigo.”
Se ha marchado para su casa,
Que parecía un cohete,
Y a las doce de la noche,
Abre la puerta y se mete,

Y en una silla ve la ropilla,
Del corregidor sin faltar nada,
Botas, capa, sombrero
Bastón y espada.

Se la pone el molinero,
Con contento y alegría
Toma la vía para la casa,
De su rival llega a la puerta,
Le abre un criado que estaba alerta,
Y se va en busca de la
corregidora,
Que es una bella dama,
Muy seductora.

Y al verse el molinero,
en aquella linda cama
toda la noche anduvo,
Como pájaro en la jaula.
Subía y bajaba,
Bajaba y subía.
Y así estuvo toda la noche,
Hasta el ser de día.
Despierta el corregidor,
Y por la hora procura,
Echa mano a su reloj,
Extrañó la vestidura.
La molinera con aire tímido,
Dice, esta es la ropa de mi marido
Y el corregidor temblando,
En vestirse nada tarda.
Con capa parda,
Chupa y calzones,

Con mil jirones,
Lleno de remiendos,
Las polainas atadas,
Con unos vendos.
Y unos zapatos de piel de vaca
Con una estaca, y una montera,
Y siguiendo iba la molinera.

Al fin llegan a la puerta,
Y nadie les respondía,
Hasta que llamó el criado,
De dentro que se ofrecía.

Abre, criado, abre malvado
¿No me conoces, que soy tu amo?
Y “¿Por qué no me abres,
Cuando yo llamo?

Anda tu abuela,
Anda no muelas,
Con esta trama.
Que hace rato que mi amo, 
Duerme en la cama..

Despierta la corregidora,
Y ve que no es su marido,
Se echa bajo de la cama,
Con los ojitos dormidos,

“Anda malvado,
Por dónde has entrado
Que has profanado,
Mi gran decoro.
Anda que ahí abajo,
Se sabrá todo

En fin tiran para abajo,
Cuando juntos ya se vieron.
Sin que nadie lo notara,
En un cuarto se metieron,
Y como sabios,
Allí dispusieron,
Un gran desquite.
Celebrando el suceso,
Con un convite.

Y Esto señores,
Sirva de Norte,
Porque en la Corte,
Por el dinero.
Hay más corregidores,
Que molineros.

jueves, 5 de enero de 2017

Gabriela Mistral: Caperucita Roja (versión poética del cuento de Perrault)




Caperucita Roja visitará a la abuela 
que en el poblado próximo sufre de extraño mal. 
Caperucita Roja, la de los rizos rubios, 
tiene el corazoncito tierno como un panal. 

A las primeras luces ya se ha puesto en camino 
y va cruzando el bosque con un pasito audaz. 
Sale al paso Maese Lobo, de ojos diabólicos. 
«Caperucita Roja, cuéntame adónde vas». 

Caperucita es cándida como los lirios blancos. 
«Abuelita ha enfermado. Le llevo aquí un pastel 
y un pucherito suave, que se derrama en juego. 
¿Sabes del pueblo próximo? Vive en la entrada de él». 

Y ahora, por el bosque discurriendo encantada, 
recoge bayas rojas, corta ramas en flor, 
y se enamora de unas mariposas pintadas 
que la hacen olvidarse del viaje del Traidor... 

El Lobo fabuloso de blanqueados dientes, 
ha pasado ya el bosque, el molino, el alcor, 
y golpea en la plácida puerta de la abuelita, 
que le abre. (A la niña ha anunciado el Traidor.) 

Ha tres días la bestia no sabe de bocado. 
¡Pobre abuelita inválida, quién la va a defender! 
... Se la comió riendo toda y pausadamente 
y se puso en seguida sus ropas de mujer. 

Tocan dedos menudos a la entornada puerta. 
De la arrugada cama dice el Lobo: «¿Quién va?» 
La voz es ronca. «Pero la abuelita está enferma» 
la niña ingenua explica. «De parte de mamá». 

Caperucita ha entrado, olorosa de bayas. 
Le tiemblan en la mano gajos de salvia en flor. 
«Deja los pastelitos; ven a entibiarme el lecho». 
Caperucita cede al reclamo de amor. 

De entre la cofia salen las orejas monstruosas. 
«¿Por qué tan largas?», dice la niña con candor. 
Y el velludo engañoso, abrazado a la niña: 
«¿Para qué son tan largas? Para oírte mejor». 

El cuerpecito tierno le dilata los ojos. 
El terror en la niña los dilata también. 
«Abuelita, decidme: ¿por qué esos grandes ojos?» 
«Corazoncito mío, para mirarte bien...» 

Y el viejo Lobo ríe, y entre la boca negra 
tienen los dientes blancos un terrible fulgor. 
«Abuelita, decidme: ¿por qué esos grandes dientes?» 
«Corazoncito, para devorarte mejor...» 

Ha arrollado la bestia, bajo sus pelos ásperos, 
el cuerpecito trémulo, suave como un vellón; 
y ha molido las carnes, y ha molido los huesos, 
y ha exprimido como una cereza el corazón...

martes, 3 de enero de 2017

Miguel de Cervantes: Rinconete y Cortadillo (tramo 4)



Y adelantándose un poco el mozo, entró en una casa no muy buena, sino de muy mala apariencia, y los dos se quedaron esperando a la puerta. Él salió en seguida y los llamó, y ellos entraron, y su guía les mandó esperar en un pequeño patio con el suelo de ladrillos rojizo, muy limpio y fregado. A un lado había un banco de tres pies y al otro un cántaro que tenía el borde roto, con un jarrillo encima, no menos mellado que el cántaro; en otra parte había una estera de enea y, en el medio, un tiesto, que en Sevilla llaman maceta, de albahaca.

Miraban los mozos atentamente el mobiliario de la casa mientras bajaba el señor Monipodio; y viendo que tardaba, se atrevió Rincón a entrar en una de dos salas pequeñas que había en el patio, y vio en ellas dos espadas de esgrima y dos escudos de corcho, colgados de cuatro clavos, y un baúl grande, sin tapa ni nada que lo cubriese, y otras tres esteras de enea tendidas por el suelo. Pegada a la pared de enfrente había una estampa de Nuestra Señora; de esas de mala calidad, y más abajo colgaba una esportilla de esparto, y, encajado en la pared, un cuenco blanco, por lo que dedujo Rincón que la esportilla servía de cepillo para limosnas, y el cuenco para el agua bendita, y así era verdaderamente.
Estando en esto, entraron en la casa dos mozos de unos veinte años cada uno, vestidos de estudiantes, y poco después, dos de la esportilla y un ciego; y sin hablar palabra ninguna, comenzaron a pasearse por el patio. No pasó mucho tiempo hasta que entraron dos viejos vestidos sencillamente, con anteojos, que los hacían serios y dignos de ser respetados, con sendos rosarios de ruidosas cuentas en las manos. Tras ellos entró una vieja de larga y ancha falda, y, sin decir nada, se fue a la sala, y tras tomar agua bendita, con grandísima devoción se puso de rodillas ante la imagen, y al cabo de un buen rato, habiendo besado primero el suelo y levantados los brazos y los ojos al cielo varias veces, se levantó y echó su limosna en la esportilla, y se salió con los demás al patio.
En resumen, en poco tiempo se juntaron en el patio hasta catorce personas de diferentes trajes y oficios. Llegaron de los últimos también dos valientes y robustos mozos, de bigotes largos, sombreros de ala grande, cuellos a la valona, medias de color, ligas muy vistosas, espadas más largas de lo permitido por la ley, sendos pistoletes cada uno, y sus escudos colgando de la cintura. En cuanto entraron, miraron de reojo· a Rincón y Cortado, por ser extraños y desconocidos. Y acercándose a ellos, les preguntaron si eran de la cofradía. Rincón respondió que sí y que se ponían a su servicio.
Llegó entonces el momento en que bajó el señor Monipodio, tan esperado como bien visto por toda aquella virtuosa compañía. Tenía de cuarenta y cinco a cuarenta y seis años de edad, alto de cuerpo, moreno de rostro; las cejas y la barba negras y muy espesas; los ojos hundidos. Venía en camisa y por la abertura de delante descubría un bosque: tanto vello tenía en el pecho. Traía puesta una capa de lana fina casi hasta los pies en los cuales llevaba unos zapatos en chancletas; le cubrían las piernas unos calzones de tela basta, anchos y largos hasta los tobillos; el sombrero era de los que usan los delincuentes, con la copa en forma de campana y amplia ala; le cruzaba por la espalda y el pecho una correa de la que colgaba una espada ancha y corta; las manos eran cortas, peludas, y los dedos, gordos, y las uñas, anchas y recortadas; las piernas no se le veían; pero los pies eran descomunales, de anchos y juanetudos que eran. En resumen, parecía el más rústico y deforme bárbaro del mundo. Bajó con él el que les había servido de guía a los dos y cogiéndolos de las manos, los presentó ante Monipodio, diciéndole:
-Estos son los dos buenos mozuelos de los que hablé a vuesa merced, mi señor Monipodio; vuesa merced los desamine y verá cómo son dignos de entrar en nuestra congregación.
-Eso haré yo de muy buena gana -respondió Monipodio. Se me olvidaba decir que en cuanto Monipodio bajó, al instante, todos los que esperándole estaban le hicieron una profunda y larga reverencia, excepto los dos valentones, quienes se quitaron los sombreros a medias, y luego volvieron a su paseo por una parte del patio, y por la otra se paseaba Monipodio, el cual preguntó a los nuevos el oficio, la patria y padres.
A lo cual Rincón respondió:
-El oficio ya está dicho, pues venimos ante vuesa merced; la patria no me parece de mucha importancia decirla, ni los padres tampoco.
A lo cual respondió Monipodio·:
- Vos, hijo mío, estáis en lo cierto, y es cosa muy acertada ocultar eso que decís; porque si la suerte no viniese como debe, no está bien que quede registrado debajo de firma de escribano diciendo: «Fulano, hijo de Fulano, vecino de tal parte, tal día le ahorcaron, o le azotaron », u otra cosa semejante, que, cuanto menos, suena mal a los buenos oídos; y así, vuelvo a decir que es provechoso consejo callar la patria, ocultar los padres y cambiar los propios nombres; aunque entre nosotros no ha de haber nada oculto y únicamente ahora quiero saber los nombres de los dos.
Rincón dijo el suyo, y Cortado también.
-Pues de aquí en adelante -respondió Monipodio- quiero y es mi voluntad que vos, Rincón, os llaméis Rinconete, y vos, Cortad o, Cortadillo, que son nombres que cuadran como de molde a vuestra edad y a nuestras ordenanzas, bajo las cuales es necesario saber el nombre de los padres de nuestros cofrades, porque tenemos por costumbre hacer decir cada año ciertas misas por las almas de nuestros difuntos y protectores, pagando el estupendo de quien las dice de parte de lo que se garbea, y estas misas, una vez dichas y pagadas, dicen que aprovechan a tales almas por vía de naufragio; y entran dentro de nuestros protectores: el procurador que nos defiende, el guro que nos avisa, el verdugo que nos tiene lástima, el que, cuando alguno de nosotros va huyendo por la calle y detrás le van dando voces: «¡Al ladrón, al ladrón! ¡Deténganle, deténganle!», uno se pone en medio y se opone a la muchedumbre que le sigue, diciendo: «¡Déjenle al desventurado, que bastante desgracia lleva! ¡Allá él; suficiente castigo tiene con su pecado!». Son también bienhechoras nuestras las prostitutas que con el beneficio de su trabajo nos socorren, en la cárcel y en las galeras; y también lo son nuestros padres y madres, que nos echan al mundo, y el escribano porque si está de buenas no hay delito que merezca culpa ni culpa que requiera mucho castigo; y por todos estos que he dicho hace nuestra hermandad cada año su adversario con la mayor popa y soledad que podemos.
-Ciertamente -dijo Rinconete, ya confirmado con este nombre- que es obra digna del altísimo y profundísimo talento que hemos oído decir que vuesa merced, señor Monipodio, tiene. Pero nuestros padres aún disfrutan de la vida; si fallecieran daremos enseguida noticia a esta dichosa y protectora confraternidad, para que por sus almas se les haga ese naufragio o tormenta, o ese adversario que vuesa merced dice, con la solemnidad y pompa acostumbrada, a no ser que se haga mejor con popa y soledad, como también señaló vuesa merced en sus palabras.
-Así se hará, o no quedará de mí un solo pedazo -replicó Monipodio.
Y llamando al guía, le dijo:
-Ven acá, Ganchuelo; ¿están puestos los vigilantes?
-Sí -dijo el guía-: tres centinelas quedan vigilando, y no hay que temer que nos cojan de improviso.
-Volviendo a nuestro propósito -dijo Monipodio-, querría saber, hijos, lo que sabéis, para daros el oficio y ocupación de acuerdo con vuestra afición y habilidad.
-Yo -respondió Rinconete- sé hacer algunas trampas con las cartas y ayudar en un robo.
-Algo es para, empezar -dijo Monipodio-; pero andará el tiempo y ya veremos, que con esa base y media docena de lecciones, yo confío en Dios qué saldréis oficial famoso, y aun quizá maestro.
-Todo será para servir a vuesa merced y a los señores cofrades -respondió Rinconete.
-Y vos, Cortadillo, ¿qué sabéis? -preguntó Monipodio.
-Yo -respondió Cortadillo- sé limpiar los bolsillos con mucha precisión y habilidad.
- ¿Sabéis algo más? -dijo Monipodio.
-No, pecador de mí -respondió Cortadillo.
-No os apenéis, hijo -replicó Monipodio-, que a puerto y escuela habéis llegado donde ni os ahogaréis ni dejaréis de salir muy bien enseñado en todo aquello que más os convenga. Y en cuanto al valor, ¿cómo os va, hijos?
- ¿Cómo nos va a ir -respondió Rinconete- sino muy bien? Ánimo tenemos para acometer cualquier plan relacionado con nuestro arte y oficio.
-Está bien -replicó Monipodio-; pero querría yo que también lo tuvieseis para soportar, si fuese necesario, media docena de ansias sin despegar los labios y sin decir «esta boca es mía».
-Ya sabemos -dijo Cortadillo-, señor Monipodio, qué quiere decir ansias, y para todo tenemos valor; porque no somos tan ignorantes para no darnos cuenta de que lo que dice la lengua lo paga la gorja, y bastante favor le hace el cielo al hombre porque deja en su lengua su vida o su muerte: ¡como si tuviese más letras un no que un sí!
-¡Alto, no hace falta más! -dijo entonces Monipodio-. Digo que este solo razonamiento me convence, me obliga, me persuade y me fuerza a que desde ahora mismo ingreséis como cofrades mayores y que se os perdone el año del noviciado.
-Yo soy de esa opinión -dijo uno de los valentones.
Y de forma unánime lo confirmaron todos los presentes, que habían estado escuchando toda la conversación, y pidieron a Monipodio que a partir de ese momento les concediese y permitiese gozar de los privilegios de su cofradía, porque su presencia agradable y su buena conversación lo merecían todo.
Él respondió que, por darles alegría a todos, desde aquel momento se los concedía, advirtiéndoles que los valorasen mucho, porque eran no pagar la mitad del primer hurto que hiciesen; no hacer en todo aquel año oficios menores, es decir, no llevar recados de ningún hermano mayor a la cárcel, ni a la casa, de parte de sus clientes; beber vino puro; organizar banquetes cuando, corno y donde quisieran, sin pedir permiso a su superior; entrar en el reparto de lo que robasen los hermanos mayores, corno uno más de ellos, y otras cosas que ellos tornaron por favor destacadísimo.

domingo, 1 de enero de 2017

Miguel de Cervantes: Rinconete y Cortadillo (tramo 3)




Con esto se consoló algo el sacristán, y se despidió de Cortado, el cual se volvió a donde estaba Rincón, que lo había visto todo un poco apartado de él, y más abajo estaba otro mozo de la esportilla, que vio todo lo que había pasado y cómo Corta­do daba el pañuelo a Rincón; y acercándose a ellos, les dijo: 
-Díganme, señores galanes: ¿voacedes son de mala entrada, o no?
-No entendemos esas palabras, señor galán -respondió Rincón. 
- ¿Que no entrevan, señores murcios? -respondió el otro.
-No somos de Teba ni de Murcia -dijo Cortado-. Si otra cosa quiere, dígala; si no, váyase con Dios. 
-¿No lo entienden? -dijo el mozo-. Pues yo se lo explicaré. Quiero decir, señores, si son vuesas mercedes ladrones. Aunque no sé para qué les pregunto esto, pues ya sé que lo son. Pero díganme: ¿cómo no han ido a la aduana del señor Monipodio? 
-¿Es que se paga en esta tierra impuesto de ladrones, señor galán? -dijo Rincón. 
-Si no se paga -respondió el mozo-, por lo menos se re­gistran ante el señor Monipodio, que es su padre, su maestro y su protector, y así les aconsejo que vengan conmigo a rendirle obe­diencia, o si no, no se atrevan a hurtar sin su permiso, que les costará caro. 
-Yo pensaba -dijo Cortado- que el hurtar era oficio libre, no sujeto a impuestos, y que si se paga es de una vez, con la horca los azotes; pero puesto que así es y en cada tierra tienen sus cos­tumbres, guardemos nosotros las de esta, que por ser la más prin­cipal del mundo serán las más acertadas de todo él. Así que puede vuesa merced guiarnos adonde está ese caballero del que habla, que ya tengo yo sospechas, según lo que he oído decir, que es persona muy capacitada y generosa y sobradamente hábil en el oficio. 
-¡Y cómo que es capacitado, hábil y experto! -·-respondió el mozo-. Lo es tanto, que en cuatro años que hace que tiene el cargo de ser nuestro superior y maestro solo han padecido cuatro en el finibusterrae, treinta envesados y sesenta y dos en gurapas
-En verdad, señor -dijo Rincón-, entendemos tanto esos nombres como sabemos volar. 
-Comencemos a andar, que yo los iré aclarando por el cami­no -respondió el mozo---, junto con algunos otros que les harán tanta falta como el comer. 
Y así les fue diciendo y aclarando otros nombres de los que ellos llaman germanescos o de la germanía a lo largo de su conversación, que no fue corta, porque el camino era largo. En el cual dijo Rincón, a su guía: 
- ¿Acaso es vuesa merced ladrón?
- Sí -respondió él-, para servir a Dios y a las buenas personas, aunque no de los muy expertos; que todavía estoy en el año del noviciado. A lo cual respondió Cortado: 
-Cosa nueva es para mí que haya ladrones en el mundo para servir a Dios y a la gente buena. lo cual respondió el mozo: 
-Señor, yo no me meto en cuestiones de doctrina religiosa; o que sé es que cada uno en su oficio puede alabar a Dios, y más con la orden que tiene dada Monipodio a todos sus protegidos. 
-Sin duda -dijo Rincón- debe de ser buena y santa, pues hace que los ladrones sirvan a Dios. 
-Es tan santa y buena -replicó el mozo--, que no sé yo si se podrá mejorar en nuestro arte. Él tiene ordenado que de lo que hurtemos demos alguna cosa o limosna para el culto18 de una imagen muy devota que hay en esta ciudad, y en verdad que hemos visto grandes cosas por esta buena obra; porque hace unos días le dieron tres ansias a un cuatrero que había murciado dos roznos, y aunque estaba débil y sin fuerzas por unas fiebres, las sufrió sin cantar. Y esto lo atribuimos los del oficio a su devoción, porque sus fuerzas no eran bastantes para soportar el primer desconcierto del verdugo. Y puesto que sé que me van a preguntar algunos vocablos de los que he dicho, quiero curarme en salud y decírselos antes de que me pregunten. Sepan voacedes que cuatrero es ladrón de bestias; ansia es el tormento; roznos, los asnos; primer desconcierto es el principio del tormento que da el verdugo. Tenemos más: que rezamos nuestro rosario, durante la semana, y muchos de nosotros no hurtamos el vier­nes, ni tenemos trato carnal con mujer que se llame María el sábado. 
-De perlas me parece todo eso -dijo Cortado-; pero dígame vuesa merced: ¿se hace alguna devolución u otra penitencia además de lo ya dicho? 
-De eso de devolver no hay nada que hablar -respondió el mozo- porque es cosa imposible, por las muchas partes en las que se divide lo hurtado entre cada uno de los ministros y contrayentes; de modo que el primero que roba no puede devolver nada; además no hay nadie que nos mande cumplir este requisito, puesto que nunca nos confesamos, y si hay avisos de excomu­nión, jamás llegan a nuestro conocimiento, porque jamás vamos a la iglesia cuando se leen, a no ser los días en que la Iglesia concede el perdón general a los fieles, por la ganancia que nos ofrece la asistencia de tanta gente. 
-¿ Y haciendo solo eso dicen esos señores -dijo Cortadillo- que su vida es santa y buena? 
-Pues ¿qué tiene de malo? -replicó el mozo-. ¿No es peor ser hereje o renunciar a la fe del bautismo o matar al padre y a la madre? 
-Todo es malo -replicó Cortado-. Pero puesto que nuestro destino ha querido que entremos en esta cofradía, vuesa merced aligere el paso; que me muero por verme con el señor Monipodio, de quien tantas virtudes se cuentan. 
-Pronto se les cumplirá su deseo -dijo el mozo-, que ya desde aquí se alcanza a ver su casa. Quédense vuesas mercedes en la puerta, que yo entraré a ver si está desocupado, porque estas son las horas en las que él suele recibir visitas. 
- Así lo haremos -dijo Rincón.