martes, 3 de enero de 2017

Miguel de Cervantes: Rinconete y Cortadillo (tramo 4)



Y adelantándose un poco el mozo, entró en una casa no muy buena, sino de muy mala apariencia, y los dos se quedaron esperando a la puerta. Él salió en seguida y los llamó, y ellos entraron, y su guía les mandó esperar en un pequeño patio con el suelo de ladrillos rojizo, muy limpio y fregado. A un lado había un banco de tres pies y al otro un cántaro que tenía el borde roto, con un jarrillo encima, no menos mellado que el cántaro; en otra parte había una estera de enea y, en el medio, un tiesto, que en Sevilla llaman maceta, de albahaca.

Miraban los mozos atentamente el mobiliario de la casa mientras bajaba el señor Monipodio; y viendo que tardaba, se atrevió Rincón a entrar en una de dos salas pequeñas que había en el patio, y vio en ellas dos espadas de esgrima y dos escudos de corcho, colgados de cuatro clavos, y un baúl grande, sin tapa ni nada que lo cubriese, y otras tres esteras de enea tendidas por el suelo. Pegada a la pared de enfrente había una estampa de Nuestra Señora; de esas de mala calidad, y más abajo colgaba una esportilla de esparto, y, encajado en la pared, un cuenco blanco, por lo que dedujo Rincón que la esportilla servía de cepillo para limosnas, y el cuenco para el agua bendita, y así era verdaderamente.
Estando en esto, entraron en la casa dos mozos de unos veinte años cada uno, vestidos de estudiantes, y poco después, dos de la esportilla y un ciego; y sin hablar palabra ninguna, comenzaron a pasearse por el patio. No pasó mucho tiempo hasta que entraron dos viejos vestidos sencillamente, con anteojos, que los hacían serios y dignos de ser respetados, con sendos rosarios de ruidosas cuentas en las manos. Tras ellos entró una vieja de larga y ancha falda, y, sin decir nada, se fue a la sala, y tras tomar agua bendita, con grandísima devoción se puso de rodillas ante la imagen, y al cabo de un buen rato, habiendo besado primero el suelo y levantados los brazos y los ojos al cielo varias veces, se levantó y echó su limosna en la esportilla, y se salió con los demás al patio.
En resumen, en poco tiempo se juntaron en el patio hasta catorce personas de diferentes trajes y oficios. Llegaron de los últimos también dos valientes y robustos mozos, de bigotes largos, sombreros de ala grande, cuellos a la valona, medias de color, ligas muy vistosas, espadas más largas de lo permitido por la ley, sendos pistoletes cada uno, y sus escudos colgando de la cintura. En cuanto entraron, miraron de reojo· a Rincón y Cortado, por ser extraños y desconocidos. Y acercándose a ellos, les preguntaron si eran de la cofradía. Rincón respondió que sí y que se ponían a su servicio.
Llegó entonces el momento en que bajó el señor Monipodio, tan esperado como bien visto por toda aquella virtuosa compañía. Tenía de cuarenta y cinco a cuarenta y seis años de edad, alto de cuerpo, moreno de rostro; las cejas y la barba negras y muy espesas; los ojos hundidos. Venía en camisa y por la abertura de delante descubría un bosque: tanto vello tenía en el pecho. Traía puesta una capa de lana fina casi hasta los pies en los cuales llevaba unos zapatos en chancletas; le cubrían las piernas unos calzones de tela basta, anchos y largos hasta los tobillos; el sombrero era de los que usan los delincuentes, con la copa en forma de campana y amplia ala; le cruzaba por la espalda y el pecho una correa de la que colgaba una espada ancha y corta; las manos eran cortas, peludas, y los dedos, gordos, y las uñas, anchas y recortadas; las piernas no se le veían; pero los pies eran descomunales, de anchos y juanetudos que eran. En resumen, parecía el más rústico y deforme bárbaro del mundo. Bajó con él el que les había servido de guía a los dos y cogiéndolos de las manos, los presentó ante Monipodio, diciéndole:
-Estos son los dos buenos mozuelos de los que hablé a vuesa merced, mi señor Monipodio; vuesa merced los desamine y verá cómo son dignos de entrar en nuestra congregación.
-Eso haré yo de muy buena gana -respondió Monipodio. Se me olvidaba decir que en cuanto Monipodio bajó, al instante, todos los que esperándole estaban le hicieron una profunda y larga reverencia, excepto los dos valentones, quienes se quitaron los sombreros a medias, y luego volvieron a su paseo por una parte del patio, y por la otra se paseaba Monipodio, el cual preguntó a los nuevos el oficio, la patria y padres.
A lo cual Rincón respondió:
-El oficio ya está dicho, pues venimos ante vuesa merced; la patria no me parece de mucha importancia decirla, ni los padres tampoco.
A lo cual respondió Monipodio·:
- Vos, hijo mío, estáis en lo cierto, y es cosa muy acertada ocultar eso que decís; porque si la suerte no viniese como debe, no está bien que quede registrado debajo de firma de escribano diciendo: «Fulano, hijo de Fulano, vecino de tal parte, tal día le ahorcaron, o le azotaron », u otra cosa semejante, que, cuanto menos, suena mal a los buenos oídos; y así, vuelvo a decir que es provechoso consejo callar la patria, ocultar los padres y cambiar los propios nombres; aunque entre nosotros no ha de haber nada oculto y únicamente ahora quiero saber los nombres de los dos.
Rincón dijo el suyo, y Cortado también.
-Pues de aquí en adelante -respondió Monipodio- quiero y es mi voluntad que vos, Rincón, os llaméis Rinconete, y vos, Cortad o, Cortadillo, que son nombres que cuadran como de molde a vuestra edad y a nuestras ordenanzas, bajo las cuales es necesario saber el nombre de los padres de nuestros cofrades, porque tenemos por costumbre hacer decir cada año ciertas misas por las almas de nuestros difuntos y protectores, pagando el estupendo de quien las dice de parte de lo que se garbea, y estas misas, una vez dichas y pagadas, dicen que aprovechan a tales almas por vía de naufragio; y entran dentro de nuestros protectores: el procurador que nos defiende, el guro que nos avisa, el verdugo que nos tiene lástima, el que, cuando alguno de nosotros va huyendo por la calle y detrás le van dando voces: «¡Al ladrón, al ladrón! ¡Deténganle, deténganle!», uno se pone en medio y se opone a la muchedumbre que le sigue, diciendo: «¡Déjenle al desventurado, que bastante desgracia lleva! ¡Allá él; suficiente castigo tiene con su pecado!». Son también bienhechoras nuestras las prostitutas que con el beneficio de su trabajo nos socorren, en la cárcel y en las galeras; y también lo son nuestros padres y madres, que nos echan al mundo, y el escribano porque si está de buenas no hay delito que merezca culpa ni culpa que requiera mucho castigo; y por todos estos que he dicho hace nuestra hermandad cada año su adversario con la mayor popa y soledad que podemos.
-Ciertamente -dijo Rinconete, ya confirmado con este nombre- que es obra digna del altísimo y profundísimo talento que hemos oído decir que vuesa merced, señor Monipodio, tiene. Pero nuestros padres aún disfrutan de la vida; si fallecieran daremos enseguida noticia a esta dichosa y protectora confraternidad, para que por sus almas se les haga ese naufragio o tormenta, o ese adversario que vuesa merced dice, con la solemnidad y pompa acostumbrada, a no ser que se haga mejor con popa y soledad, como también señaló vuesa merced en sus palabras.
-Así se hará, o no quedará de mí un solo pedazo -replicó Monipodio.
Y llamando al guía, le dijo:
-Ven acá, Ganchuelo; ¿están puestos los vigilantes?
-Sí -dijo el guía-: tres centinelas quedan vigilando, y no hay que temer que nos cojan de improviso.
-Volviendo a nuestro propósito -dijo Monipodio-, querría saber, hijos, lo que sabéis, para daros el oficio y ocupación de acuerdo con vuestra afición y habilidad.
-Yo -respondió Rinconete- sé hacer algunas trampas con las cartas y ayudar en un robo.
-Algo es para, empezar -dijo Monipodio-; pero andará el tiempo y ya veremos, que con esa base y media docena de lecciones, yo confío en Dios qué saldréis oficial famoso, y aun quizá maestro.
-Todo será para servir a vuesa merced y a los señores cofrades -respondió Rinconete.
-Y vos, Cortadillo, ¿qué sabéis? -preguntó Monipodio.
-Yo -respondió Cortadillo- sé limpiar los bolsillos con mucha precisión y habilidad.
- ¿Sabéis algo más? -dijo Monipodio.
-No, pecador de mí -respondió Cortadillo.
-No os apenéis, hijo -replicó Monipodio-, que a puerto y escuela habéis llegado donde ni os ahogaréis ni dejaréis de salir muy bien enseñado en todo aquello que más os convenga. Y en cuanto al valor, ¿cómo os va, hijos?
- ¿Cómo nos va a ir -respondió Rinconete- sino muy bien? Ánimo tenemos para acometer cualquier plan relacionado con nuestro arte y oficio.
-Está bien -replicó Monipodio-; pero querría yo que también lo tuvieseis para soportar, si fuese necesario, media docena de ansias sin despegar los labios y sin decir «esta boca es mía».
-Ya sabemos -dijo Cortadillo-, señor Monipodio, qué quiere decir ansias, y para todo tenemos valor; porque no somos tan ignorantes para no darnos cuenta de que lo que dice la lengua lo paga la gorja, y bastante favor le hace el cielo al hombre porque deja en su lengua su vida o su muerte: ¡como si tuviese más letras un no que un sí!
-¡Alto, no hace falta más! -dijo entonces Monipodio-. Digo que este solo razonamiento me convence, me obliga, me persuade y me fuerza a que desde ahora mismo ingreséis como cofrades mayores y que se os perdone el año del noviciado.
-Yo soy de esa opinión -dijo uno de los valentones.
Y de forma unánime lo confirmaron todos los presentes, que habían estado escuchando toda la conversación, y pidieron a Monipodio que a partir de ese momento les concediese y permitiese gozar de los privilegios de su cofradía, porque su presencia agradable y su buena conversación lo merecían todo.
Él respondió que, por darles alegría a todos, desde aquel momento se los concedía, advirtiéndoles que los valorasen mucho, porque eran no pagar la mitad del primer hurto que hiciesen; no hacer en todo aquel año oficios menores, es decir, no llevar recados de ningún hermano mayor a la cárcel, ni a la casa, de parte de sus clientes; beber vino puro; organizar banquetes cuando, corno y donde quisieran, sin pedir permiso a su superior; entrar en el reparto de lo que robasen los hermanos mayores, corno uno más de ellos, y otras cosas que ellos tornaron por favor destacadísimo.

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