lunes, 28 de noviembre de 2016

Miguel Hernández: Sentado sobre los muertos




Sentado sobre los muertos
que se han callado en dos meses,
beso zapatos vacíos
y empuño rabiosamente
la mano del corazón
y el alma que lo mantiene.

Que mi voz suba a los montes
y baje a la tierra y truene,
eso pide mi garganta
desde ahora y desde siempre.

Acércate a mi clamor,
pueblo de mi misma leche,
árbol que con tus raíces
encarcelado me tienes,
que aquí estoy yo para amarte
y estoy para defenderte
con la sangre y con la boca
como dos fusiles fieles.

Si yo salí de la tierra,
si yo he nacido de un vientre
desdichado y con pobreza,
no fue sino para hacerme
ruiseñor de las desdichas,
eco de la mala suerte,
y cantar y repetir
a quien escucharme debe
cuanto a penas, cuanto a pobres,
cuanto a tierra se refiere.

Ayer amaneció el pueblo
desnudo y sin qué ponerse,
hambriento y sin qué comer,
el día de hoy amanece
justamente aborrascado
y sangriento justamente.
En su mano los fusiles
leones quieren volverse
para acabar con las fieras
que lo han sido tantas veces.

Aunque le falten las armas,
pueblo de cien mil poderes,
no desfallezcan tus huesos,
castiga a quien te malhiere
mientras que te queden puños,
uñas, saliva, y te queden
corazón, entrañas, tripas,
cosas de varón y dientes.
Bravo como el viento bravo,
leve como el aire leve,
asesina al que asesina,
aborrece al que aborrece
la paz de tu corazón
y el vientre de tus mujeres.
No te hieran por la espalda,
vive cara a cara y muere
con el pecho ante las balas,
ancho como las paredes.

Canto con la voz de luto,
pueblo de mí, por tus héroes:
tus ansias como las mías,
tus desventuras que tienen
del mismo metal el llanto,
las penas del mismo temple,
y de la misma madera
tu pensamiento y mi frente,
tu corazón y mi sangre,
tu dolor y mis laureles.
Antemuro de la nada
esta vida me parece.

Aquí estoy para vivir
mientras el alma me suene,
y aquí estoy para morir,
cuando la hora me llegue,
en los veneros del pueblo
desde ahora y desde siempre.
Varios tragos es la vida
y un solo trago es la muerte.

jueves, 24 de noviembre de 2016

Miguel de Cervantes: Rinconete y Cortadillo (Tramo 2)



Bien aprendieron de memoria toda esta lección, y al día siguiente bien de mañana se plantaron en la plaza de San Salvador; y apenas llegaron los rodearon otros mozos del oficio, que, por lo flamante de los sacos y espuertas, vieron que eran nuevos en la plaza; les hicieron mil preguntas, y a todas respondían con discreción y moderación. En esto llegaron uno que parecía estudiante y un soldado, y atraídos por la limpieza de las espuertas de los dos novatos, el que parecía estudiante llamó a Cortado, y el soldado, a Rincón.
-En nombre sea de Dios -dijeron ambos.
-En buena hora comienzo el oficio -dijo Rincón-, que vuesa merced me estrena, señor mío.
A lo cual respondió el soldado:
-El estreno no será malo, porque me van bien las cosas y estoy enamorado, y quiero ofrecerles hoy un banquete a unas amigas de mi amada
-Pues cargue vuesa merced a su gusto que ánimo y fuerzas tengo para llevarme toda esta plaza e incluso si fuera necesario ayudar a guisarlo, lo haré de muy buena gana.
Quedó contento el soldado de la buena gracia del mozo, y le dijo que, si quería ser su criado, que él le sacaría de aquel bajo oficio; a lo cual respondió Rincón que, por ser aquel día el primero que lo ejercía, no lo quería dejar tan pronto, hasta ver al menos lo que tenía de malo y de bueno; y si no le agradase, él daba su palabra de servirle a él antes que a un canónigo.
Se rio el soldado, le cargó bien las esportillas y le mostró la casa de su dama, para que la conociese a partir de entonces y ya no tuviese necesidad de acompañarle cuando le enviase de nuevo. Rincón prometió fidelidad y buen trato; le dio el soldado tres cuartos, y en un vuelo volvió a la plaza para no perder una nueva oportunidad, porque también de esta agilidad les había advertido el asturiano, y de que, cuando llevasen pescado pequeño, por ejemplo albures, sardinas o acedías, bien podían quedarse con algunas para la comida del día, pero que esto habían de hacerlo con sumo cuidado y astucia, para que no perdiesen la confianza en ellos, que era lo que más importaba en aquel oficio.
Aunque volvió muy pronto Rincón, ya halló en el mismo puesto a Cortado. Se acercó a él y le preguntó que cómo le había ido. Rincón abrió la mano y le enseñó los tres cuartos. Cortado metió la suya en el pecho y sacó una bolsilla que mostraba que había pertenecido a persona rica en otros tiempos; venía algo hinchada, y dijo:
-Con esta me pagó el estudiante, y con dos cuartos; pero cogedla vos, Rincón, por lo que pueda suceder.
Y una vez que se la había dado a escondidas y la había guardado, vieron que volvía el estudiante, sudoroso y angustiado; y viendo a Cortado le preguntó si por casualidad había visto una bolsa de tales y tales señas, que, con quince escudos de oro y con tres reales de a dos y tantos maravedís en cuartos y en ochavos, le faltaba, y si la había cogido mientras había andado con él comprando.
A lo cual, con extraordinario disimulo, sin alterarse ni inmutarse lo más mínimo, respondió Cortado:
-Lo que yo puedo decir de esa bolsa es que no debe de estar perdida, a no ser que vuesa merced descuidara su vigilancia.
-Así ha sido, pecador de mí -respondió el estudiante-, que la debí de descuidar, pues me la han hurtado.
-Lo mismo digo yo -dijo Cortado-, pero para todo hay remedio menos para la muerte, y el que vuesa merced podrá tomar es, primera y principalmente, tener paciencia, que un día viene tras otro día y donde las dan las toman, y podría ser que, con el tiempo, el que se llevó la bolsa, se arrepintiera y se la devolviese a vuesa merced mejorada.
-La mejoría la perdonaríamos -respondió el estudiante. Y Cortado prosiguió diciendo:
-Cuanto más que hay decretada orden de excomunión para los ladrones; aunque, en verdad, no quisiera ser yo el portador de tal bolsa, porque si es que vuesa merced pertenece a alguna orden religiosa, me parecería a mí que había cometido algún gran sacrilegio.
-¡Y cómo que_ha cometido sacrilegio! -dijo a esto el apenado estudiante-; que aunque yo .no soy sacerdote, sino sacristán, el dinero de la bolsa era de las rentas de una capellanía, que me pidió que cobrara un sacerdote amigo mío, y es dinero sagrado y bendito.
-Con su pan se lo coma -dijo Rincón a este punto-; no le arriendo la ganancia; día del juicio final hay, donde todo se averiguará, y entonces se verá quién fue el valiente que se atrevió a tomar, hurtar y reducir el dinero de la capellanía. Y ¿cuánto renta cada año?, dígame, señor sacristán, si es tan amable.
-¡Renta la puta que me parió! ¿Y estoy yo ahora para decir lo que renta? -respondió el sacristán, bastante enfurecido-. Decidme, hermanos, si sabéis algo; si no, quedad con Dios, que yo quiero anunciar la pérdida.
-No me parece mal remedio ese-dijo Cortado-, pero no olvide vuesa merced las señas de la bolsa ni la cantidad exacta del dinero que va en ella, que si se equivoca en un céntimo le profetizo que no aparecerá jamás.
-No hay que temer eso -respondió el sacristán-, que lo tengo más metido en la memoria que el tocar de las campanas; no me equivocaré lo más mínimo.
Sacó entonces del bolsillo un pañuelo adornado con encajes para limpiarse el sudor que goteaba de su rostro; y, apenas lo hubo visto Cortado, cuando le echó el ojo. Y habiéndose ido el sacristán, Cortado le siguió y le alcanzó en las Gradas de la Catedral, donde le llamó y le apartó a un lado, y allí le comenzó a decir tantos disparates y trolas acerca del hurto y hallazgo de su bolsa, dándole buenas esperanzas, sin concluir jamás razonamiento alguno, que el pobre sacristán estaba extasiado escuchándole; y como no acababa de entender lo que le decía, pedía que se lo repitiese dos y tres veces.
Cortado le miraba a la cara atentamente, y no apartaba la mirada de sus ojos. El sacristán le miraba de la misma manera, estando maravillado de sus palabras; este enorme embobamiento dio ocasión a Cortado a concluir su obra, y sutilmente le sacó el pañuelo del bolsillo y, despidiéndose del estudiante, le dijo que a la tarde procurase verle en aquel mismo lugar, porque él sospechaba que un muchacho de su mismo oficio y de su misma edad, que era algo ladroncillo, le había cogido la bolsa, y que él se comprometía a averiguarlo dentro de pocos o de muchos días.
Con esto se consoló algo el sacristán, y se despidió de Cortado, el cual se volvió a donde estaba Rincón, que lo había visto todo un poco apartado de él, y más abajo estaba otro mozo de la esportilla, que vio todo lo que había pasado y cómo Cortado daba el pañuelo a Rincón; y acercándose a ellos, les dijo:
- Díganme, señores galanes: ¿voacedes son de mala entrada, o no?
-No entendemos esas palabras, señor galán -respondió Rincón.
-¿Que no entrevan, señores murcios? -respondió el otro.
-No somos de Teba ni de Murcia -dijo Cortado-. Si otra cosa quiere, dígala; si no, váyase con Dios.
-¿No lo entienden? -dijo el mozo-. Pues yo se lo explicaré. Quiero decir, señores, si son vuesas mercedes ladrones. Aunque no·sé para qué les pregunto esto, pues ya sé que lo son. Pero
díganme: ¿cómo no han ido a la aduana del señor Monipodio?
-¿Es que se paga en esta tierra impuesto de ladrones, señor galán? -dijo Rincón.
-Si no se paga -respondió el mozo-, por lo menos se registran ante el señor Monipodio, que es su padre, su maestro y su protector, y así les aconsejo que vengan conmigo a rendirle obediencia, o si no, no se atrevan a hurtar sin su permiso, que les costará caro.
-Yo pensaba -dijo Cortado- que el hurtar era oficio libre, no sujeto a impuestos, y que si se paga es de una vez, con la horca o los azotes; pero puesto que así es y en cada tierra tienen sus costumbres, guardemos nosotros las de esta, que por ser la más principal del mundo serán las más acertadas de todo él. Así que puede vuesa merced guiarnos adonde está ese caballero del que habla, que ya tengo yo sospechas, según lo que he oído decir, que es persona muy capacitada y generosa y sobradamente hábil en el oficio.
-¡Y cómo que es capacitado, hábil y experto! - respondió el mozo-. Lo es tanto, que en cuatro años que hace que tiene el cargo de ser nuestro superior y maestro solo han padecido cuatro en el finibusterrae, treinta envesados y sesenta y dos en gurapas.
-En verdad, señor -dijo Rincón-, entendemos tanto esos nombres como sabemos volar.
- Comencemos a andar, que yo los iré aclarando por el camino -respondió el mozo-, junto con algunos otros que les harán tanta falta como el comer.
Y así les fue diciendo y aclarando otros nombres de los que ellos llaman germanescos o de la germanía a lo largo de su conversación, que no fue corta, porque el camino era largo. En el cual dijo Rincón, a su guía:
-¿Acaso es vuesa merced ladrón?
-Sí -respondió él-, para servir a Dios y a las buenas personas, aunque no de los muy expertos; que todavía estoy en el año del noviciado.
A lo cual respondió Cortado:
-Cosa nueva es para mí que haya ladrones en el mundo para servir a Dios y a la gente buena.
A lo cual respondió el mozo:
-Señor, yo no me meto en cuestiones de doctrina religiosa; lo que sé es que cada uno en su oficio puede alabar a Dios, y más con la orden que tiene dada Monipodio a todos sus protegidos.
-Sin duda -dijo Rincón- debe de ser buena y santa, pues hace que los ladrones sirvan a Dios.
-Es tan santa y buena -replicó el mozo--, que no sé yo si se podrá mejorar en nuestro arte. Él tiene ordenado que de lo que hurtemos demos alguna cosa o limosna para el culto de una imagen muy devota que hay en esta ciudad, y en verdad que hemos visto grandes cosas por esta buena obra; porque hace unos días le dieron tres ansias a un cuatrero que había murciado dos roznos, y aunque estaba débil y sin fuerzas por unas fiebres, las sufrió sin cantar. Y esto lo atribuimos los del oficio a su devoción, porque sus fuerzas no eran bastantes para soportar el primer desconcierto del verdugo. Y puesto que sé que me van a preguntar algunos vocablos de los que he dicho, quiero curarme en salud y decírselos antes de que me pregunten. Sepan voacedes que cuatrero es ladrón de bestias; ansia es el tormento; roznos, los asnos; primer desconcierto es el principio del tormento que da el verdugo. Tenemos más: que rezamos nuestro rosario, durante la semana, y muchos de nosotros no hurtamos el viernes, ni tenemos trato carnal con mujer que se llame María el sábado.
-De perlas me parece todo eso -dijo Cortado-; pero dígame vuesa merced: ¿se hace alguna devolución u otra penitencia además de lo ya dicho?
-De eso de devolver no hay nada que hablar -respondió el mozo- porque es cosa imposible, por las muchas partes en las que se divide lo hurtado entre cada uno de los ministros y contrayentes; de modo que el primero que roba no puede devolver nada; además no hay nadie que nos mande cumplir este requisito, puesto que nunca nos confesamos, y si hay avisos de excomunión, jamás llegan a nuestro conocimiento, porque jamás vamos a la iglesia cuando se leen, a no ser los días en que la Iglesia concede el perdón general a los fieles, por la ganancia que nos ofrece la asistencia de tanta gente.
-¿ Y haciendo solo eso dicen esos señores -dijo Cortadillo- que su vida es santa y buena?
-Pues ¿qué tiene de malo? -replicó el mozo-. ¿No es peor ser hereje o renunciar a la fe del bautismo o matar al padre y a la madre?
-Todo es malo -replicó Cortado-. Pero puesto que nuestro destino ha querido que entremos en esta cofradía, vuesa merced aligere el paso; que me muero por verme con el señor Monipodio, de quien tantas virtudes se cuentan.
-Pronto se les cumplirá su deseo -dijo el mozo-, que ya desde aquí se alcanza a ver su casa. Quédense vuesas mercedes en la puerta, que yo entraré a ver si está desocupado, porque estas son las horas en las que él suele recibir visitas.
-Así lo haremos -dijo Rincón.
Ministros y contrayentes: de nuevo se utiliza un lenguaje religioso para referirse a los miembros de la cofradía de Monipodio. En este caso, se refiere al matrimonio, siendo los ministros los que lo celebran, y contrayentes, quienes se casan.

martes, 22 de noviembre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 16 y 17/29)


16
Pesadillas

Allí empezó el peor período de mi suplicio. Lloraba tanto que temí convertirme en un río o una fuente, como en las historias antiguas. Por mucho que rezara y ofreciera sacrificios y buscara presagios, mi esposo seguía sin regresar a Ítaca. Por si fuera poca mi desgracia, Telémaco ya tenía edad para empezar a darme órdenes. Yo llevaba veinte años dirigiendo los asuntos del palacio prácticamente sin ayuda de nadie, pero ahora él quería imponer su autoridad como hijo de Odisea y tomar las riendas. Empezó a montar escenas en el salón, plantándoles cara a los pretendientes con una impetuosidad que habría podido costarle la vida. Era evidente que cualquier día se
embarcaría en al guna descabellada aventura, como suelen hacer los varones jóvenes.
Y efectivamente, se marchó a escondidas en un barco para ir en busca de noticias de su padre, sin consultarlo siquiera conmigo. Eso era un grave insulto, pero yo no podía pensar demasiado en ello, porque mis criadas favoritas me trajeron la noticia de que los pretendientes, tras enterarse de la osada
aventura emprendida por mi hijo, pensaban enviar uno de sus barcos para que estuviera al acecho, le tendiera una emboscada y lo matara en su viaje de regreso.
Es cierto que el heraldo Medonte me reveló también a mí esa conspiración, cómo lo relatan las canciones. Pero yo ya lo sabía por las criadas. Sin embargo, tuve que fingir que la noticia me sorprendía, para que Medonte -que no estaba ni en un bando ni en otro- no supiera que yo tenía mis propias fuentes de información.
Pues bien, como es lógico, me tambaleé, me derrumbé en el umbral, lloré' y gemí, y todas mis criadas -mis doce favoritas y las demás- se unieron a mis lamentos. Les reproché que no me hubieran informado de la partida de mi hijo y que no le hubieran impedido marchar, hasta que Euriclea, la vieja entrometida, confesó que ella era la única que lo había
ayudado y encubierto. Explicó que el único motivo por el que habían mantenido la partida de mi hijo en secreto era que no querían preocuparme. Pero al final todo saldría bien, añadió, porque los dioses eran justos.
Me abstuve de manifestar que hasta entonces había visto escasas pruebas de la justicia de los dioses.
• • •
Afortunadamente, cuando las cosas se ponen demasiado
negras, y cuando ya he llorado todo lo posible sin convertirme en un estanque, siempre puedo dormir. Y cuando duermo, sueño. Aquella noche tuve un montón de sueños, sueños que no han quedado registrados en ningún sitio, porque nunca se los conté a nadie. En uno de ellos, el cíclope le rompía la cabeza a Odiseo y se comía sus sesos; en otro, Odiseo
saltaba al agua desde su barco y nadaba hacía las sirenas,
que cantaban con una cautivadora dulzura, igual que mis criadas, mientras estiraban sus garras de ave para desgarrarlo; en otro, Odíseo disfrutaba haciendo el amor con una hermosa diosa. Entonces la diosa se convertía en Helena, que me miraba por encima del hombro desnudo de mi esposo esbozando una sonrisita maliciosa. Esta última pesadilla era tan desagradable que desperté y recé para que fuera un sueño
falso enviado desde la cueva de Morfeo a través de la puerta de marfil, y no un sueño verdadero enviado a través de la puerta de cuerno.
Volví a dormirme, y al final conseguí tener un sueño reconfortante. Ése sí lo expliqué; quizá lo hayáis oído. Mí hermana Iftime -que era mucho mayor que yo y a la que apenas conocía porque se había casado y se había ido a vivir lejos- entró en mi habitación y se quedó de pie junto a mi cama. Me dijo que la enviaba la propia Atenea, porque los dioses no querían que yo sufriera. Su mensaje era que Telémaco regresaría sano y salvo, pero cuando le pregunté siOdisea estaba vivo o muerto, ella se negó a contestar
y desapareció.
Menos mal que los dioses no querían verme sufrir. Son todos unos falsos. Mi tormento podría compararse con el de un perro callejero, acribillado a pedradas o con la cola en llamas para divertir a los dioses. Lo que a los inmortales les encanta saborear no son la grasa y los huesos de animales, sino nuestro sufrimiento.

17
Coro: Naves del sueño (balada)

El sueño es nuestro único solaz;
sólo dormidas hallamos paz:
los suelos no nos hacen pulir ni fregar,
ni nos hacen la mugre rascar.
No nos persiguen por el salón
ni nos revuelcan por el suelo,
todos los nobles tarados
ansiosos de un buen bocado.
Y cuando dormimos nos gusta soñar.
Soñamos que vamos por el mar,
surcando las olas en naves doradas,
y que somos libres, felices y honradas.
En sueños deseables estamos
con nuestros vestidos encarnados;
con nuestros amantes dormimos
y de besos los cubrimos.
Ellos convierten en festines nuestros días,
de canciones llenamos sus noches nosotras,
los llevamos en nuestras naves doradas
y vamos todo el año a la deriva.
Y todo es alegría y bondad,
de dolor no hay lágrimas;
pues las leyes que imponemos son piadosas
en nuestro reino de tranquilidad.
Pero llega la mañana y nos despierta:
hemos de volver a trabajar,
recogernos la falda cada vez que nos lo ordenan,
y dejarlos hacer sin rechistar.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 15)


15
El sudario

Transcurrían los meses, y la presión a que estaba sometida era cada vez mayor. Pasaba días enteros sin salir de mi habitación -no la que había compartido con Odiseo, eso no lo habría soportado, sino una habitación para mí sola que se hallaba en los aposentos de las mujeres-. Me tumbaba en la cama y lloraba, sin saber qué hacer. Lo último que quería era casarme con uno de aquellos mocosos maleducados. Sin embargo, mi hijo Telémaco estaba haciéndose mayor -tenía aproximadamente la misma edad que los pretendientes-, y empezaba a mirarme de forma extraña y a responsabilizarme de que aquellos granujas se estuvieran zampando literalmente su herencia. Él lo habría tenido más fácil si yo hubiera hecho las maletas y regresado a Esparta con mi padre, el rey Icario, pero las probabilidades de que hiciera eso voluntariamente eran nulas, porque no tenía intención de que me arrojaran al mar por segunda vez. Al principio, Telémaco pensó que mi regreso al palacio de mi padre sería una buena solución desde su punto de vista, pero después de reflexionar un poco -y de hacer cuatro cálculos matemáticos- se dio cuenta de que una buena parte del oro y la plata que había en el palacio regresarían conmigo a Esparta, porque constituían mi dote. Y si me quedaba en Itaca y me casaba con uno de aquellos críos, ese crío se convertiría en rey, y en su padrastro, y tendría aatoridad sobre él. Y a Telémaco no le hacía ninguna gracia que lo mangonearaun muchacho de su misma edad.
En realidad, la mejor solución para Telémaco habría sido que yo hubiera encontrado una muerte digna, una muerte de la que no se lo pudiera culpar de ningún modo. Porque si hacía lo mismo que Orestes -pero sin motivo, a diferencia de Orestes y asesinaba a su madre, atraería a las Erinias -las temidas Furias, con serpientes en el cabello, cabeza de perro y alas de murciélago- y ellas lo perseguirían con sus ladridos, sus silbidos, sus latigazos y sus azotes hasta volverlo loco. Y como me habría matado a sangre fría, y por el más abyecto de los motivos -la adquisición de riquezas-, no habría podido obtener la purificación en ningún santuario y mi sangre lo habría contaminado hasta que, completamente enloquecido, hubiera hallado una muerte terrible.
La vida de una madre es sagrada. Hasta la vida de una mala madre es sagrada -recordad a mi repugnante prima Clitemnestra, adúltera, asesina de su esposo y torturadora de sus hijos-, y nadie decía que yo fuera una mala madre. Pero no me gustaba nada el aluvión de hoscos monosílabos y miradas de rencor que recibía de mi propio hijo.
Cuando los pretendientes iniciaron su campaña, yo les recordé que un oráculo había predicho el regreso de Odiseo; pero, como pasaban los años y Odiseo no aparecía, la fe en el oráculo empezó a debilitarse. Quizá habían interpretado mal el oráculo, sugirieron los pretendientes: los oráculos tenían fama de ambiguos. Hasta yo empecé a dudar, y al final tuve que reconocer -al menos en público- que lo más probable era que Odiseo hubiera muerto. Sin embargo, su fantasma nunca se me había aparecido en sueños, como habría tenido que ocurrir. Yo no me explicaba que Odiseo no me hubiera enviado ningún mensaje desde el Hades, si era cierto que había llegado a aquel tenebroso reino.
Seguía intentando hallar la manera de aplazar el día de la decisión sin labrarme la deshonra. Finalmente se me ocurrió un plan. Cuando más tarde explicaba la historia, solía decir que fue Palas Atenea, la diosa del tejido, quien me había inspirado esa idea, y quizá fuera cierto, al fin y al cabo; pero atribuirle a algún dios las propias inspiraciones siempre era una buena manera de evitar acusaciones de orgullo en caso de que el plan funcionara, así como de echarle la culpa si fracasaba.Esto fue lo que hice: puse una gran pieza de tejido en mi telar y dije que era un sudario para mi suegro Laertes, pues sería muy impío por mi parte no regalarle una lujosa mortaja para el caso de que muriera.
Hasta que terminara esa obra sagrada no podría pensar en elegir un nuevo esposo, pero en cuanto la completara me apresuraría a escoger al afortunado. (A Laertes no le agradó mucho mi amable idea: después de enterarse de lo que pretendía hacer, se mantuvo alejado de palacio más que de costumbre. ¿ Y si algún pretendiente, en su impaciencia, decidía precipitar su muerte, obligándome a enterrar a Laertes en el sudario, lo hubiera terminado o no, para acelerar así mi boda?)
Nadie podía oponerse a mi tarea, pues era extremadamente piadosa. Pasaba todo el día trabajando en mi telar, tejiendo sin descanso, y haciendo comentarios melancólicos como «Este sudario sería una prenda más adecuada para mí que para Laertes, desgraciada de mí, y condenada por los dioses a una existencia que parece una muerte en vida». Pero por la noche deshacía la labor que había hecho durante el día, de modo que el sudario nunca crecía.
Para que me ayudaran en aquella laboriosa tarea elegí a doce de mis criadas, las más jóvenes, porque llevaban toda su vida conmigo. Las había comprado o adquirido cuando eran niñas, las había criado como compañeras de juego de Telémaco, y las había instruido meticulosamente en todo lo que necesitarían saber para vivir en palacio. Eran muchachas agradables y llenas de energía; a veces resultaban un poco ruidosas y alborotadoras, como ocurre con todas las criadas jóvenes, pero a mí me animaba oírlas charlar y cantar. Todas tenían una voz hermosa, y les habían enseñado a usarla.
Ellas eran mis ojos y mis oídos en el palacio, y fueron ellas quienes me ayudaron a deshacer lo tejido, en plena noche y con las puertas cerradas con llave, a la luz de las teas, durante más de tres años.
Aunque teníamos que trabajar con cuidado y hablar en susurros, aquellas noches tenían un aire festivo, incluso un toque de hilaridad. Melanto, la de hermosas mejillas, robaba manjares para que comiéramos algo: higos frescos, pan con miel, vino caliente en invierno. Mientras avanzábamos en nuestra tarea de destrucción, contábamos historias, chistes, adivinanzas.
A la vacilante luz de las teas, nuestros rostros diurnos se suavizaban Y, cambiaban, igual que nuestros modales diurnos. Eramos casi como hermanas. Por la mañana, la falta de sueño oscurecía nuestros ojos; intercambiábamos sonrisas de complicidad y nos dábamos algún disimulado apretón en las manos. Sus «sí, señora» y «no, señora» estaban al borde de la risa, como si ni ellas ni yo pudiéramos tomarnos en serio su actitud servil.
Por desgracia, una de ellas traicionó el secreto de mi interminable labor. Estoy segura de que fue un accidente: las jóvenes son despistadas, y a esa mu-chacha debió de escapársele algún indicio o alguna palabra reveladora. Todavía no sé quién fue: aquí abajo, entre las sombras, siempre van en grupo, y escapan corriendo cuando me acerco a ellas. Me rehúyen como si yo les hubiera causado una herida terrible.
Pero yo jamás les habría hecho daño, al menos voluntariamente.
El hecho de que traicionaran mi secreto fue, estrictamente hablando, culpa mía. Les dije a mis doce jóvenes criadas -las más adorables, las más cautivadoras- que hicieran compañía a los pretendientes y los espiaran, utilizando cualquier tentadora argucia que se les ocurriera. Nadie estaba al corriente de mis instrucciones, salvo yo misma y las criadas en cuestión; decidí no compartir el secreto con Euriclea, lo cual fue un grave error.
El plan se fue al traste. A varias niñas las forzaron, desgraciadamente; a otras las sedujeron, o las presionaron tanto que decidieron que era mejor ceder que oponer resistencia.
No era inusual que los invitados de una gran casa o un palacio se acostaran con las criadas. Proporcionar un animado entretenimiento nocturno se consideraba parte de la hospitalidad de un buen anfitrión, y ese anfitrión magnánimo podía ofrecer a sus invitados que eligieran entre las muchachas; sin embargo, estaba totalmente fuera de lugar que las criadas fueran utilizadas de ese modo sin el permiso del señor de la casa. Eso equivalía a robar.
Pero en nuestra casa no había señor, así que los pretendientes hacían lo que querían con las criadas con el mismo desparpajo con que consumían ovejas'. cerdos, cabras y vacas. Seguramente, para ellos no tenía ninguna importancia.
Yo consolé a las niñas lo mejor que pude. Se sentían muy culpables, y a aquellas a las que habían violado había que cuidarlas y prestarles atención. Dejé esa tarea en manos de Euriclea, que maldijo a los viles pretendientes, y bañó a las niñas y las ungió con mi propio aceite de oliva perfumado, lo cual era un privilegio muy especial. Se quejó un poco de tener que hacerlo. Seguramente le molestaba el cariño que yo sentía_ por aquellas muchachas. Me dijo que las estaba mimando, y que se volverían unas creídas. «No importa -les dije yo-. Debéis fingir que estáis enamoradas de esos hombres. Si creen que os habéis puesto de su parte, se confiarán a vosotras, y así sabremos cuáles son sus planes. Es una manera de servir a vuestro amo, y él estará muy agradecido cuando regrese a casa.» Eso las hizo sentirse mejor. Hasta las animé a hacer comentarios groseros e irreverentes sobre Telémaco y sobre mí, y también sobre Odiseo, para reforzar el engaño. Ellas se abocaron a ese proyecto con gran voluntad: Melanto, la de hermosas mejillas, era especialmente hábil y se divertía mucho inventando comentarios insidiosos.Sin duda hay algo maravilloso en ser capaz de combinar la obediencia y la desobediencia en un solo acto.
No todo era una farsa absoluta. Varias criadas se enamoraron de los hombres que con tanta crueldad las habían utilizado. Supongo que era inevitable. Ellas creían que no me daba cuenta de lo que estaba pasando, pero yo lo sabía perfectamente. Sin embargo, las perdoné. Eran jóvenes e inexpertas, y no todas las esclavas de ltaca podían jactarse de ser la amante de un joven noble. Pero, estuvieran enamoradas o no, y hubiera excursiones nocturnas o no, ellas seguían transmitiéndome cualquier información útil que hubieran sonsacado a los pretendientes.
Así que, pobre de mí, me consideraba muy lista.
Ahora me doy cuenta de que mis actos eran poco meditados, y de que causaron perjuicios. Pero se me acababa el tiempo, y empezaba a desesperarme, y tenía que emplear todas las artimañas y estrategias que tuviera a mi disposición.
Cuando se enteraron del truco del sudario con que los engañaba, los pretendientes irrumpieron en mis aposentos en plena noche y me sorprendieron trabajando en mi secreta labor. Estaban furiosos, sobre todo por haberse dejado engañar por una mujer; montaron una escena terrible, y yo tuve que pasar a la defensiva. No me quedó más remedio que prometer que terminaría el sudario tan pronto pudiera, después de lo cual escogería sin falta a uno de los pretendientes como esposo.
Aquel sudario se convirtió casi de inmediato en una leyenda. «La telaraña de Penélope», lo llamaban; la gente llamaba así a cualquier tarea que continuara misteriosamente inacabada. A mí no me gustaba la palabra «telaraña». Si el sudario era una telaraña, entonces yo era la araña. Pero yo no pretendía atrapar hombres como si fueran moscas: todo lo contrario, sólo intentaba evitar verme ligada a ellos.

viernes, 18 de noviembre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 14)



14
Los pretendientes se ponen morados

El otro día -si es que podemos llamarlo día- paseaba por el prado, mordisqueando unos asfódelos, cuando me encontré a Antínoo. Normalmente va por ahí dándose aires con su manto más bonito y su mejor túnica, con broches de oro y todo, con aire agresivo y orgulloso, haciendo a un lado a empujones a los otros espíritus; pero en cuanto me ve, adopta la forma de su cadáver, con la sangre manándole a chorros y una flecha clavada en el cuello.
Antínoo fue el primer pretendiente al que mató Odiseo. Ese espectáculo de la flecha que organiza cuando me ve quiere ser un reproche, pero a mí me deja fría. Ese hombre era repugnante en vida, y sigue siendo repugnante.
-Salud, Antínoo -le dije-. ¿Por qué no te quitas esa flecha del cuello?
-Es la flecha de mi amor, divina Penélope, la más hermosa y la más inteligente de las mujeres -me contestó-. Aunque salió del famoso arco de Odiseo, en realidad el cruel arquero fue el propio Cupido. La llevo en memoria de la gran pasión que sentía por ti, y que me llevó a la tumba. - Y siguió un buen rato con esas falacias, porque cuando vivía practicaba sin descanso.
-Vamos, Antínoo -repliqué yo-. Ahora estamos muertos. Aquí abajo no hace falta que digas esas tonterías: no te van a servir de nada. No hace falta que exhibas tu característica hipocresía. Así que, por una vez, sé bueno y quítate la flecha. No consigue mejorar tu aspecto.
Me miró con gesto lúgubre, como un cachorro maltratado.
-Despiadada en vida y despiadada después de muerta.
Suspiró. Pero desaparecieron la flecha y la sangre, y la piel de Antínoo, de un blanco verdoso, recuperó algo de color.
-Gracias -dije-. Así está mejor. Ahora podemos ser amigos, y como amiga te pido que contestes esta pregunta: ¿por qué arriesgasteis la vida los pretendientes comportándoos conmigo y con Odiseo de un modo tan injurioso, y no sólo una vez, sino durante varios años? No me dirás que no os avisaron. Los oráculos predijeron vuestra muerte, y el propio Zeus envió aves de mal agüero y reveladores truenos.
Antínoo suspiró.
-Los dioses querían destruirnos -dijo.
-Ésa siempre es la excusa para comportarse mal -objeté-. Dime la verdad. No creo que fuera por mi divina belleza. Hacia el final tenía treinta y cinco años, estaba consumida por la preocupación y el llanto, y, como tú y yo sabemos, mi cintura se estaba ensanchando. Vosotros, los pretendientes, todavía no habíais nacido cuando Odiseo zarpó hacia Troya, o a lo sumo erais unos críos, como mi hijo Telémaco, o un poco mayores que él, de modo que yo habría podido ser vuestra madre. No parabais de decir que cuando me veíais se os doblaban las rodillas, y que anhelabais compartir la cama conmigo y que os diera hijos, y sin embargo sabíais perfectamente que ya hacía tiempo que yo no estaba en edad fértil.
-Seguro que aún habrías podido parir uno o dos mocosos -replicó Antínoo con crueldad. No pudo contener una sonrisita.
-Así me gusta -dije--. Prefiero las respuestas sinceras. Dime, ¿cuáles eran vuestros verdaderos motivos?
-Queríamos el tesoro, naturalmente -contestó él-. ¡Queríamos el reino! -Esta vez tuvo la insolencia de reír abiertamente-. ¿Qué joven no iba a aspirar a casarse con una viuda rica y famosa? Dicen que a las viudas las consume la lujuria, sobre todo si sus esposos llevan mucho tiempo desaparecidos
o muertos, como era tu caso. No eras tan guapa como Helena, pero eso lo podríamos haber arreglado. ¡La oscuridad lo disimula todo! Y que fueras veinte años mayor que nosotros era una ventaja: morirías antes, quizá con un poco de ayuda, y entonces, una vez que hubiéramos heredado tus riquezas, habríamos podido escoger a la joven y hermosa princesa que hubiéramos querido. No me dirás que creías que estábamos locamente enamorados de ti, ¿verdad? Quizá no fueras ninguna beldad, pero siempre fuiste inteligente.
Había dicho que prefería las respuestas sinceras, pero cuando las respuestas son tan poco halagüeñas nadie las prefiere, claro.
-Gracias por tu franqueza -dije con frialdad-. Debes de sentir un gran alivio al expresar tus verdaderos sentimientos, por una vez. Ahora ya puedes volver a clavarte la flecha. Si he de serte sincera, siento una alegría inmensa cada vez que la veo sobresaliendo de tu mentirosa e insaciable garganta.
Los pretendientes no se presentaron enseguida. Durante los nueve o diez primeros años de la ausencia de Odiseo, sabíamos dónde estaba -en Troya-, y sabíamos que seguía con vida. No, no empezaron a asediar el palacio hasta que la esperanza se fue reduciendo y estaba a punto de apagarse. Primero llegaron cinco, luego diez, luego cincuenta; cuantos más eran, a más atraían, y todos temían perderse el interminable festejo y la lotería de la boda. Eran como los buitres cuando divisan una vaca muerta: primero baja uno, luego otro, hasta que al final todos los buitres que hay en varios kilómetros a la redonda están allí disputándose los huesos.
Se presentaban cada día en el palacio, como si tal cosa, y ellos mismos se proclamaban huéspedes míos; elegían ellos mismos el ganado, sacrificaban ellos mismos los animales, asaban la carne con la ayuda de sus criados y daban órdenes a las sirvientas y les pellizcaban el trasero como si estuvieran en su propia casa. Era asombrosa la cantidad de comida que podían engullir: se atracaban como si tuvieran las piernas huecas. Cada uno comía como si se hubiera propuesto superar a todos los demás; su objetivo era vencer mi resistencia con la amenaza del empobrecimiento, de modo que montañas de carne, colinas de pan y ríos de vino desaparecían por sus gaznates como si la tierra se hubiera abierto y se lo hubiera tragado todo. Decían que seguirían haciéndolo hasta que yo eligiera a uno de ellos como nuevo esposo, así que intercalaban en sus borracheras y sus juergas absurdos discursos sobre mi deslumbrante belleza, mis virtudes y mi sabiduría.
No voy a fingir que aquello no me deleitara en cierta medida. A todo el mundo le deleita; a todos nos gusta oír cantos de alabanza, aunque no nos los creamos. Pero yo intentaba contemplar sus gracias como habría contemplado un espectáculo o las travesuras de un bufón. ¿Qué nuevos símiles emplearían? ¿Cuál de ellos fingiría, de modo muy convincente, desmayarse de emoción al verme? De vez en cuando me presentaba -acompañada de dos criadas- en el salón donde ellos se estaban dando un festín, sólo para ver cómo se superaban unos a otros. Anfínomo solía imponerse en el terreno de los buenos modales, aunque distaba mucho de ser el más enérgico. Debo admitir que a veces soñaba despierta y me ponía a pensar con cuál preferiría acostarme, si llegaba el caso.
Después las criadas me repetían los comentarios graciosos que hacían los pretendientes a mis espaldas. Ellas podían escucharlos con disimulo, pues las obligaban a ayudar a servir la carne y la bebida.
¿Oueréis saber qué decían los pretendientes sobre mí cuando estaban solos? Os pondré algunos ejemplos. Primer premio, una semana en la cama de Penélope; segundo premio, dos semanas en la cama de Penélope. Si cierras los ojos todas son iguales: imagínate que es Helena, eso endurecerá tu lanza, ¡ja, ja! ¿Cuándo va a decidirse la muy bruja? Matemos al hijo, quitémoslo de en medio ahora que todavía es joven; ese desgraciado empieza a ponerme nervioso. ¿Qué impide que uno de nosotros agarre a esa arpía y se largue con ella? No, amigos, eso sería hacer trampa. Ya sabéis cuál es el trato: hemos acordado que el que se lleve el premio hará regalos decentes a los demás, ¿no? Estamos todos en el mismo bando, vencer o morir. Si tú vences, ella muere, porque quienquiera que gane, tiene que matarla a polvos, ja, ja, ja.
A veces me preguntaba si las criadas no inventaban algunos de aquellos comentarios, quizá porque se dejaban llevar por su alborozo, o simplemente para fastidiarme. Parecían disfrutar con los informes que me traían, sobre todo cuando yo me deshacía en lágrimas y rezaba a Atenea, la diosa de ojos grises, suplicándole que me devolviera a Odiseo o pusiera fin a mis sufrimientos. Entonces ellas también se deshacían en lágrimas y sollozaban, gemían y me ofrecían bebidas reconfortantes. Eso era un alivio para sus nervios.
Euriclea era especialmente diligente con los informes de chismes maliciosos, tanto si eran ciertos como inventados: seguramente intentaba endurecer mi corazón frente a los pretendientes y sus fervientes súplicas, para que yo continuase fiel a mi esposo hasta el último momento. Siempre fue la mayor admiradora de Odiseo.
¿Qué podía hacer yo para detener a aquellos jóvenes matones aristocráticos? Estaban en la edad de la arrogancia, de modo que los llamamientos a su generosidad, los intentos de razonar con ellos y las amenazas de represalias no tenían ningún efecto. Ni uno solo se retiraría, por temor a que los otros se burlaran de él y lo llamaran cobarde. Quejarse a sus padres no habría servido de nada: sus familias esperaban beneficiarse de su comportamiento. Telémaco era demasiado joven para enfrentarse a ellos, y en cualquier caso él estaba solo y ellos eran ciento doce, o ciento ocho, o ciento veinte (había tantos que resultaba difícil contarlos). Los hombres que habrían podido ser leales a Odiseo habían zarpado con él rumbo a Troya, y de los que quedaban, los pocos que habrían podido ponerse de mi parte, intimidados por la superioridad numérica de los pretendientes, no se atrevían a defenderme.
Yo sabía que no serviría de nada intentar expulsar a aquellos pretendientes indeseados, ni atrancar las puertas para impedirles la entrada al palacio. Si lo intentaba, ellos se pondrían desagradables de verdad, arrasarían el palacio y tomarían por la fuerza lo que estaban intentando conseguir mediante persuasión. Pero yo era hija de una náyade, y recordaba el consejo de mi madre. «Haz como el agua -me decía yo-. No intentes oponer resistencia. Cuando intenten asirte, cuélate entre sus dedos. Fluye alrededor de ellos.»
Por eso fingía que me complacía su cortejo. Hasta llegué a animar a uno, y luego a otro, y a enviarles mensajes secretos. Pero antes de elegir a uno de ellos, les decía, tenía que estar completamente segura de que Odiseo nunca regresaría a Itaca.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 13)



13
Coro: El astuto capitán de barco (saloma)

Interpretada por las Doce Criadas, con trajes de marinero

El astuto Odiseo de Troya partió
de oro y de gloria colmado.
El protegido de Atenea zarpó
¡con sus trampas, sus mentiras y sus timos!
Se detuvo primero en el país de los lotófagos,
donde sus hombres la odiosa guerra olvidar
quisimos;
pero pronto en las negras naves volvieron a
embarcarnos
sin hacer caso de nuestros llantos y suspiros.
Dimos después con el cíclope aterrador,
al que cegamos cuando devorarnos intentó.
«Me llaman Nadie», mintió el capitán, para
alardear luego:
«¡Soy príncipe del engaño, me llaman
Odiseo!» Poseidón, su enemigo, lo maldijo por ello
y aún lo busca por los mares sin descanso,
desatando tempestades para enviarlo al fondo
¡a Odiseo, el marino traicionero!
Por nuestro capitán, dondequiera que esté,
brindemos.
Atrapado en un islote, bajo un árbol dormido
o de alguna ninfa del mar en brazos,
¡que es donde nos gustaría estar a todos!
Luego a los malvados lestrigones
encontramos.
Devoraron a nuestros compañeros y no
dejaron ni los huesos.
Haberles pedido algo de comer lamentó
Odiseo,
¡el más audaz, el más valiente y temerario!
En la isla de Circe nos convirtieron en
cerdos,
hasta que Odiseo con la diosa se acostó;
luego comió sus dulces y su vino se bebió:
¡durante un año fue su huésped y señor!
Dondequiera que esté, por nuestro capitán
brindemos.
La espuma del ancho mar de aquí para allá
lo ha llevado.
Seguro que no tiene prisa por llegar a casa
Odiseo,
¡el más apuesto, el más osado, el más astuto!
Descendió a continuación a la Isla de los
Muertos,
vertió sangre en una zanja y a los espíritus
contuvo
para oír del profeta Tiresias el discurso,
¡ah, Odiseo, el más ingenioso, el más bribón
y desenvuelto!
Más tarde, al dulce canto de las sirenas se
enfrentó.
Hacia una tumba de plumas intentaban
arrastrarlo.
Despotricaba y deliraba al mástil atado,
¡pero sólo Odiseo el enigma descifró!
El remolino de Caribdis a nuestro hombre
no atrapó,
ni Escila, el monstruo de seis cabezas,
cogerlo pudo.
Odiseo su nave entre malignos escollos
deslizó
¡sin amedrentarse ante vorágines y rugidos!
Al desobedecer sus órdenes, sus hombres
mal hicimos,
como la deliciosa carne de las vacas del Sol
comernos.
En una tempestad todos perecimos,
pero nuestro capitán la isla de Calipso
alcanzó.
Tras siete largos años que allí pasó gozando
huyó en una balsa y a la deriva navegó.
Hasta que desnudo en la playa lo hallaron
las doncellas de Nausícaa ¡y cómo estaba de
mojado!
Narró sus aventuras, pero en la manga se
guardó
cientos de desgracias y un sinfín de tormentos,
pues lo que le depararán las Parcas nadie
puede saberlo
¡ni siquiera ese genio del disfraz, Odiseo!
Dondequiera que esté, por nuestro capitán
brindemos.
Si camina por tierra o navega por mar es
indistinto.
Sabed que no está en el Hades, como todos
nosotros,

1pero basta, nada más os diremos!