lunes, 7 de noviembre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 10)





10

Coro: El nacimiento de Telémaco (idilio)


Nueve meses navegó por los rojos mares de
la sangre de su madre
tras salir de la cueva de la temida Noche,
de un letargo
poblado de perturbadores sueños
en su frágil y oscuro barco, el barco que era
él mismo.
Por el peligroso océano de su inmensa
madre navegó
desde la lejana gruta donde las tres Moiras,
concentradas en su truculenta labor,
hilan los hilos de la vida de los mortales,
y luego los miden, y luego los cortan.
Y nosotras, las doce a las que más tarde él
daría muerte
por orden de su implacable padre,
navegábamos también, en los frágiles barcos
que éramos nosotras mismas,
por los turbulentos mares de nuestras
madres, hinchadas y con los pies
doloridos,
que no eran reinas, sino un grupo variopinto
de mujeres compradas, canjeadas,
capturadas, robadas a siervos
y desconocidos.
Tras el viaje de nueve meses alcanzamos la
orilla,
desembarcamos al tiempo que él lo hacía,
zarandeadas por un viento hostil.
Éramos bebés, igual que él; llorábamos igual
que él,
estábamos indefensas, igual que él, pero
diez veces más indefensas,
pues su nacimiento se anhelaba y fue
celebrado, mientras que los nuestros no.
Su madre dio a luz a un príncipe. Nuestras
madres simplemente
parieron, desovaron, nos echaron.
Nosotras éramos crías de animales, de las
que uno podía deshacerse a su antojo,
vender, ahogar en el pozo, canjear, utilizar,
desechar cuando ya no luciéramos.
A él lo engendraron; nosotras simplemente
aparecimos,
como los azafranes de primavera, las rosas,
los gorriones engendrados en el barro.
Nuestras vidas estaban entrelazadas con la
suya; nosotras también éramos niñas
cuando él era un niño;
éramos sus mascotas y sus juguetes, sus
hermanas de mentira, sus pequeñas
compañeras.
Crecíamos, igual que él, y reíamos y
corríamos igual que él,
aunque más sucias, más hambrientas, más
bronceadas.
Él nos consideraba suyas, para lo que se le
antojara:
para servirle y darle de comer, para lavarlo,
para distraerlo,
para mecerlo hasta que quedara dormido
en peligrosos barcos que éramos nosotras
mismas.
No sabíamos, mientras jugábamos con él
en la playa
de nuestra rocosa isla, cerca del puerto,
que apenas alcanzada la adolescencia nos
iba a matar a sangre fría.
De haberlo sabido, ¿lo habríamos ahogado
entonces?
Los niños son crueles y egoístas: todos
quieren vivir.
Doce contra uno: lo habría tenido difícil.
¿Lo habríamos hecho? En sólo un minuto,
cuando nadie mirara.
Habríamos podido hundir su pequeña
cabeza, todavía inocente, en el agua
con nuestras infantiles manos de niñera,
todavía inocentes,
y culpar de lo ocurrido al mar, ¿Nos
habríamos atrevido?
Preguntádselo a las Tres Moiras, que con sus
hilos trazan laberintos de color sangre,
y entrelazan las vidas de hombres y mujeres.
Sólo ellas saben qué rumbo habrían podido
tomar los acontecimientos.
Sólo ellas conocen nuestros corazones.
De nosotras no obtendréis respuesta.

No hay comentarios: