jueves, 6 de diciembre de 2018

Luisa Carnés: La chivata


-I-

¿Quién era? No podía ser la madre del niño recién nacido, de aquel niño de piel rosada, llena de arrugas, cuyos puñitos apretados eran los únicos puños que podían cerrarse ante las miradas agudas de las celadoras. No podía ser la madre recién llegada, cuyo hijo acababa casi de abrir los ojos a la luz de aquellas galerías, cuya claridad no descubría graciosos pájaros, ni iluminaba un solo árbol, un árbol siquiera, que pudiera contar el paso de las estaciones con su desgranar de capullos en cada rama o su crujir de hojas secas bajo los invisibles dedos del viento. No podía ser aquella madre nueva, cuyos labios pálidos sellaban el camino de la libertad del marido («Podéis matarme, pero no diré por dónde se fue»).
Su cabello apretado en rueda sobre la nuca todavía no encanecía. Sus manos alzaban al hijo para que recibiera el rayo de sol que paseaba despacio, de doce a una, por el patio, para que recibiera el aire delgado que a las oscuras celdas no quería pasar. No podía ser tampoco la madre del niño doliente, que no sabía lo que era un caballo, ni menos aún conocía la leche de la vaca mugidora, e ignoraba que dos hileras de casas formaban una calle, y varias casas puestas en rueda forman una plaza. El niño de piernas de alambre, que desconocía otras aves que no fueran aquellas que cruzaban por encima del penal, con un ruido que hacía temblar todos sus pequeños huesos.
No podía ser tampoco la maestra. La maestra no era joven ni bella. Sus manos se habían deformado con ropas ajenas. Había lavado en lavaderos públicos, en pilas frías, por las cuales pasaban ropas de todas partes, pero sobre todo señaladas con un signo (USA) que la maestra conocía muy bien; en lavaderos de hospitales, oscuros, húmedos, acompañada a veces de algún cadáver, en espera de la noche para ser rescatado por la tierra. Así se enclavijaron los dedos de sus manos, mientras los niños españoles no sabían que dos y dos son cuatro. Cuando en las batas tiesas de un hospital aparecieron unas hojitas en contra de Franco y de los yanquis, la maestra fue puesta en cautiverio. Y ahora sus dedos torcidos apenas pueden sostener el pedazo de lápiz que escribe, para los hijos de las presas, cuántos días tiene un año sin leche, sin pájaros, sin juguetes, y con aquellas grandes alas de metal norteamericano traspasando los aires… No podía ser tampoco la maestra.
No podía ser la anciana de los zuecos (otro beso de amor sobre un camino). Le preguntaban «¿Dónde está tu hijo?», y ella respondía «¡Sábelo Dios!». Y ahora estaba allí, en el día eterno de la cárcel, con sus viejos zuecos, que nadie podía arrancarle de los pies y que producían durante todo el día un ruido seco por las galerías y el patio, añorando las viejas piedras de la aldea. No podía ser tampoco la vieja de los zuecos
¿Pues quién entonces?, ¿quién era? ¿Carlota, la de los ataques; Jacinta, la Madrileña; Pepa, la Tuerta (culpa fue del vergajazo de la funcionaria); Maruja, la Liviana (flaca como un perro flaco, saltarina y ligera como un alambre azotado por el vendaval); Filo, la Asturiana; Carmen; Amparo…? ¿Quién de ellas? ¿Cuál de todas aquellas sombras de mujer era «ella»?
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jueves, 1 de noviembre de 2018

miércoles, 10 de octubre de 2018

Mapa conceptual sobre La literatura del Neoclasicismo y la Ilustración








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NOTA: Las respuestas a todas las preguntas están en el archivo de audio, pero puedes apoyarte también en en el mapa conceptual para contestarlas.





martes, 25 de septiembre de 2018

Mapa conceptual sobre El texto. La lengua y sus niveles. Unidad y variedad de la lengua


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Niveles de la lengua. Ejercicio

Los niveles del lenguaje. Actividades

Niveles de la lengua

 Ejercicios interactivos sobre las variedades de la lengua (en Ciceros)

Variedades de la Lengua o registros

lunes, 3 de septiembre de 2018

Oscar Wilde: El príncipe feliz



Dominando la ciudad, sobre una alta columna, se elevaba la estatua del Príncipe Feliz. Era toda dorada, cubierta de tenues hojas de oro fino; tenía, por ojos, dos brillantes zafiros, y un gran rubí rojo centelleaba en el puño de su espada. Todo esto le hacía ser muy admirado.

—Es tan hermoso como una veleta —observaba uno de los concejales de la ciudad, que deseaba granjearse una reputación de hombre de gusto artístico—; sólo que no es tan útil, —añadía, temiendo que le tomasen por hombre poco práctico, lo que realmente no era.
—Me alegro de que haya alguien en el mundo completamente feliz —murmuraba un desengañado, contemplando la maravillosa estatua.
—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? —preguntaba una madre sentimental a su hijito, que lloraba pidiendo la luna—. Al Príncipe Feliz nunca se le ocurre llorar por nada.
—¿En qué lo conocéis? —replicaba el profesor de matemáticas. —Nunca visteis ninguno.
—Tiene todo el aspecto de un ángel —decían los niños del Hospicio al salir de la Catedral, con sus brillantes capas escarlatas y sus limpios delantales blancos.
Una noche voló sobre la ciudad una pequeña golondrina.
—¡Oh, los hemos visto en sueños! —contestaban los niños; y el profesor de matemáticas fruncía el entrecejo y tomaba un aire severo, pues no podía aprobar que los niños soñasen.

domingo, 1 de julio de 2018

Mitología: Apolo y Dafne




En la mitología griega Apolo era el dios de la poesía y de la música, de la profecía y de la luz, además del dios de los arqueros, lo que indica que debía ser muy hábil con el arma. Figuraos hasta que punto era bueno que él solito logró matar  a la temible serpiente Pitón que se escondía en el monte Parnaso. 
Pitón era una bestia terrible que andaba buscando sangre a todas horas. Un monstruo enorme que se dedicaba a matar rebaños de ovejas, vacas, pastores e incluso a bellas ninfas que correteaban por el campo. La población estaba absolutamente desesperada, necesitaban alguien que les ayudase. Y así, suplicando a los dioses, bajó Apolo y se deshizo de la bestia con una lluvia de flechas.
El problema estuvo que tras la hazaña Apolo se volvió terriblemente orgulloso. Se pasaba la vida hablando de sí mismo y presumiendo de su valentía. Su actitud era tan presuntuosa que lo único que hacía durante todo el día era repetir las siguientes palabras:

-Soy el mejor arquero del mundo. Nadie puede conmigo.

La cosa llegó a tal punto que ya no sólo era engreído y arrogante sino que se dedicaba a burlarse y despreciar a los demás. En estas andaba cuando un día paseando por el bosque se encontró con Eros, el dios del amor, y, como no podía ser de otra forma, Apolo se metió con él y acabaron discutiendo.
Eros, pese a ser un dios, tenía la apariencia de un niño inocente, un pequeño angelito que volaba de un sitio a otro con sus alitas, su diminuto arco y sus flechas dispuestas a enamorar a todo el mundo. Cuando le vio Apolo no pudo dejar de pensar en lo ridícula que era su imagen, en especial el arco que le parecía de juguete. Así, que entre risas, le dijo:

- ¿Qué haces con esas armas? Sólo yo, el dios de los arqueros, soy digno de llevarlas. 

Eros, cansado como el resto de los dioses de la nueva actitud de Apolo, le contestó:

- No te burles de los demás que algún día tus burlas te pasarán factura. Tal vez mis flechas no hayan matado a ninguna serpiente pero no dudes de que con ellas he conseguido grandes hazañas pues han logrado llevar el amor tanto a dioses como a hombres.

La conversación cada vez se iba complicando más y más, pues la actitud de Apolo no podía ser más pedante e insoportable. Así que Eros, cansado e irritado le dijo:

- Toda tu vida recordarás este momento. Juro, por tu padre Zeus, que tendrás tu merecido.

Eros cumplió su amenaza utilizando su mejor arma: el amor. Aquel mismo día Eros lanzó dos flechas: una de oro y otra de hierro. La de oro con punta de diamante servía para enamorar a la gente, en cambio, la de hierro que tenía la punta de plomo provocaba lo contrario, un rechazo absoluto al amor. Eros mandó la flecha de oro directa al corazón de Apolo y este de inmediato cayó perdidamente enamorado de Dafne, una de las ninfas más bellas de la región. Pero, ¿os imagináis dónde fue a parar la de hierro? Exacto, en Dafne.
Hasta ese momento Apolo no había sentido el menor interés por la bella ninfa, pero a partir de ese día no se la podía quitar de la cabeza. Se pasaba el día pensando en ella hasta tal punto que abandonó sus aficiones favoritas. Lo único que le apetecía era pasarse el día viendo a su bella amada.
Por contra Dafne, no quería saber nada de Apolo, es más, cada vez que le veía echaba a correr o se escondía entre los árboles porque le ponía nerviosa lo pesado que era. Pero claro, tanto esquivar, tanto esquivar… no siempre es posible y un día se encontró con él de frente.  Apolo aprovechó la ocasión para pedirle que se casará con él pero la respuesta de Dafne no dejó ni un resquicio de duda:

- No me casaré jamás.

Apolo no lo entendía… pero si él era un dios… cómo le despreciaba así… ¿era poco para ella? Dafne en un alarde de sinceridad le sacó de dudas.

- No desprecio tu amor, Apolo. Lo que me ocurre es que no quiero el amor de nadie. Nací libre y quiero seguir siendo libre.
A pesar de las palabras de Dafne, Apolo, cabezota como buen enamorado, no perdió la esperanza. Es más ni se enfadó con ella. ¿Cómo se iba a enfadar con el amor de su vida? Lo único que quería era abrazarla, estar con ella, quererla… Pero cuando Dafne se dio cuenta de la obsesión que Apolo sentía hacía ella, le dio miedo y decidió huir al bosque.

Y así comenzó una carrera, o más exactamente, una persecución en toda regla en la que Apolo iba tras la ninfa. Dafne estaba muy asustada, tanto que cuando creyó que Apolo le iba alcanzar se acercó al río Peneo, que en realidad era su padre, y le pidió ayuda.
Peneo, pese a estar un poco enfadado con su hija, no entendía la obsesión de Dafne con no casarse y no darle nietos… con lo feliz que a él le harían. Cuando la vio tan desesperada decidió ayudarla. 
De repente Dafne dejó de correr. Su cuerpo se volvió rígido como una piedra. Una fina costra cubrió su pecho y endureció su vientre, sus brazos se convirtieron en ramas, su cabellera se transformó en copa… Peneo pensó que la mejor manera de ayudar a su hija era despojarle de su forma humana y convertirla en árbol, en el primer laurel que hubo en la tierra.
Cuando Apolo vio lo que había pasado rompió a llorar. No podía creérselo. Ya no había ninguna posibilidad de que su amor por Dafne fuese correspondido, así que roto de dolor se acercó al árbol, se abrazó a él y decidió que ya que no iba a ser su esposa, sería su árbol sagrado, lo adoptó como símbolo y con sus ramas hizo una corona.
A partir de ese día el laurel, palabra que en griego significa Dafne, se convirtió en símbolo de gloria; de ahí que sus hojas sirvan para coronar a los generales victoriosos y honrar a los más destacados atletas y poetas.

domingo, 24 de junio de 2018

Miguel Hernández: Elegía primera


(A Federico García Lorca)

Atraviesa la muerte con herrumbrosas lanzas,
y en traje de cañón, las parameras
donde cultiva el hombre raíces y esperanzas,
y llueve sal, y esparce calaveras.
Verdura de las eras,
¿qué tiempo prevalece la alegría?
El sol pudre la sangre, la cubre de asechanzas
y hace brotar la sombra más sombría.
El dolor y su manto
vienen una vez más a nuestro encuentro.
Y una vez más al callejón del llanto
lluviosamente entro.
Siempre me veo dentro
de esta sombra de acíbar revocada,
amasado con ojos y bordones,
que un candil de agonía tiene puesto a la entrada
y un rabioso collar de corazones.
Llorar dentro de un pozo,
en la misma raíz desconsolada
del agua, del sollozo,
del corazón quisiera:
donde nadie me viera la voz ni la mirada,
ni restos de mis lágrimas me viera.
Entro despacio, se me cae la frente
despacio, el corazón se me desgarra
despacio, y despaciosa y negramente
vuelvo a llorar al pie de una guitarra.
Entre todos los muertos de elegía,
sin olvidar el eco de ninguno,
por haber resonado más en el alma mía,
la mano de mi llanto escoge uno.
Federico García
hasta ayer se llamó: polvo se llama.
Ayer tuvo un espacio bajo el día
que hoy el hoyo le da bajo la grama.
¡Tanto fue! ¡Tanto fuiste y ya no eres!
Tu agitada alegría,
que agitaba columnas y alfileres,
de tus dientes arrancas y sacudes,
y ya te pones triste, y sólo quieres
ya el paraíso de los ataúdes.
Vestido de esqueleto,
durmiéndote de plomo,
de indiferencia armado y de respeto,
te veo entre tus cejas si me asomo.
Se ha llevado tu vida de palomo,
que ceñía de espuma
y de arrullos el cielo y las ventanas,
como un raudal de pluma
el viento que se lleva las semanas.
Primo de las manzanas,
no podrá con tu savia la carcoma,
no podrá con tu muerte la lengua del gusano,
y para dar salud fiera a su poma
elegirá tus huesos el manzano.
Cegado el manantial de tu saliva,
hijo de la paloma,
nieto del ruiseñor y de la oliva:
serás, mientras la tierra vaya y vuelva,
esposo siempre de la siempreviva,
estiércol padre de la madreselva.
¡Qué sencilla es la muerte: qué sencilla,
pero qué injustamente arrebatada!
No sabe andar despacio, y acuchilla
cuando menos se espera su turbia cuchillada.
Tú, el más firme edificio, destruido,
tú, el gavilán más alto, desplomado,
tú, el más grande rugido,
callado, y más callado, y más callado.
Caiga tu alegre sangre de granado,
como un derrumbamiento de martillos feroces,
sobre quien te detuvo mortalmente.
Salivazos y hoces
caigan sobre la mancha de su frente.
Muere un poeta y la creación se siente
herida y moribunda en las entrañas.
Un cósmico temblor de escalofríos
mueve temiblemente las montañas,
un resplandor de muerte la matriz de los ríos.
Oigo pueblos de ayes y valles de lamentos,
veo un bosque de ojos nunca enjutos,
avenidas de lágrimas y mantos:
y en torbellino de hojas y de vientos,
lutos tras otros lutos y otros lutos,
llantos tras otros llantos y otros llantos.
No aventarán, no arrastrarán tus huesos,
volcán de arrope, trueno de panales,
poeta entretejido, dulce, amargo,
que al calor de los besos
sentiste, entre dos largas hileras de puñales,
largo amor, muerte larga, fuego largo.
Por hacer a tu muerte compañía,
vienen poblando todos los rincones
del cielo y de la tierra bandadas de armonía,
relámpagos de azules vibraciones.
Crótalos granizados a montones,
batallones de flautas, panderos y gitanos,
ráfagas de abejorros y violines,
tormentas de guitarras y pianos,
irrupciones de trompas y clarines.
Pero el silencio puede más que tanto instrumento.
Silencioso, desierto, polvoriento
en la muerte desierta,
parece que tu lengua, que tu aliento,
los ha cerrado el golpe de una puerta.
Como si paseara con tu sombra,
paseo con la mía
por una tierra que el silencio alfombra,
que el ciprés apetece más sombría.
Rodea mi garganta tu agonía
como un hierro de horca
y pruebo una bebida funeraria.
Tú sabes, Federico García Lorca,
que soy de los que gozan una muerte diaria.

lunes, 28 de mayo de 2018

Pícaros: los bajos fondos en la España del Siglo de Oro

En una España que vivía de rentas y despreciaba el trabajo manual medraron pícaros y delincuentes, retratados en las 
novelas de los siglos XVI y XVII. Sevilla fue, 
con Madrid, su principal campo de acción

La voz "pícaro" –derivada del verbo picar o de la pica del soldado (una lanza larga)– comenzó a usarse a finales del siglo XVI. La expresión se extendió hacia 1580, cuando en toda Castilla proliferaban mendigos y vagabundos, hasta el punto de alarmar al poder. Eran jóvenes que vivían al margen del sistema, fuera del entorno familiar, robando y evitando con astucia caer en manos de la justicia.


Gentes de Sevilla

El almuerzo, pintado por Diego Velázquez mientras residía en Sevilla, presenta de forma realista a tipos populares de la ciudad. Hacia 1618. Hermitage, San Petersburgo.

La eclosión del pícaro tuvo que ver con el progresivo empobrecimiento de la población española y europea desde principios del siglo XVI. El crecimiento demográfico expulsaba del campo a la gente joven, que marchaba a unas ciudades entonces florecientes gracias al auge del comercio y las manufacturas; pero muchas veces esos jóvenes caían en la indigencia y recurrían a todo tipo de artimañas para subsistir. No es casualidad, por tanto, que Miguel Giginta, en 1583, utilizara por primera vez el término "picarismo" para aludir a la otra cara de la pobreza y el vagabundeo en su Exhortación a la compasión. A diferencia de los verdaderos pobres, el pícaro era un personaje desarraigado, al margen de todo, sin patria y sin expectativas de tenerla, sin amores que lo atasen y lo vinculasen, obsesionado con sobrevivir sin valorar moralmente medios para conseguirlo, casi siempre perseguido por la ley, vagabundo de un lado a otro.


La capital de la picaresca

En la página anterior, vista de Sevilla; a la izquierda, el puente de barcas sobre el Guadalquivir que unía la ciudad y el arrabal de Triana. Pintura de 1726. Ayuntamiento de Sevilla.

Aunque el pícaro estaba en el punto de mira de la autoridad establecida, no tenía espíritu de anarquía o de protesta. Rozando el cinismo y la egolatría, nada le interesaba seriamente a excepción de su propia suerte. Considerado por sus coetáneos y por Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua –el primer diccionario general del castellano– como alguien que nada tiene y que nada desea porque es un holgazán, dañoso y malicioso, astuto y taimado, el pícaro formaría parte del hampa o estaría al borde de introducirse en ella; en todo caso, se encontraba fuera del orden social. Estos rasgos eran tan nítidos que dieron lugar a la novela picaresca, el género literario que consagró este tipo humano como un personaje característico de la época.


Niño de la España pícara

Niño retratado por el pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo. Hacia 1655-1656. Hermitage, San Petersburgo.

La novela del pícaro

En 1599 se publicó con inusitado éxito la Vida del pícaro Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, la obra que acuñó definitivamente el término "pícaro". Su estructura narrativa remitía al Lazarillo de Tormes: al igual que Lázaro –que comienza sus andanzas de niño, como criado de un ciego–, el pícaro abandona su hogar y sale de su tierra natal. El recurso técnico para contar su biografía es ponerlo al servicio de distintos amos, que representan modelos sociales criticados por el autor.





Ciudad de riquezas

Moneda de dos escudos de oro acuñada por Felipe II en Sevilla. En el Guzmán de Alfarache se llama a esta ciudad "tierra de Jauja" debido a la riqueza que circula por ella.

El género se extendió y se popularizó muy pronto con La pícara Justina, atribuida a Francisco López de Úbeda (1605); Rinconete y Cortadillo (1613), de CervantesLa vida del Buscón (1626), de Quevedo; Las aventuras del bachiller Trapaza (1637), una alegre sucesión de bromas y travesuras escrita por Alonso del Castillo Solórzano, y el Simplicius Simplicissimus (1668), de Grimmelshausen, novela alemana deudora de los textos hispánicos que la precedieron.














Frontispicio del Guzmán de Alfarache
La obra de Mateo Alemán en la edición de 1681.

Para escribir el Guzmán, Mateo Alemán partió de su profundo conocimiento de Sevilla, su ciudad natal, sin la cual no se entiende el alcance de su obra. Sevilla y Madrid eran los grandes focos de atracción de la picaresca española. Pero, a diferencia de Madrid, sede de la corte, Guzmán "hallaba en Sevilla un olor de ciudad, otro no sé qué, otras grandezas […]porque había grandísima suma de riquezas"; allí "corría la plata en el trato de la gente, como el cobre por otras partes". Y es que la populosa Sevilla era el corazón del tráfico comercial con América, lo que la convertía en el escenario ideal para situar el inicio de las peripecias y andanzas de cualquier género de pícaro.











El corazón de Sevilla

El Arenal, escenario de la vida social sevillana, se extendía desde el puente de barcas de Triana hasta la torre del Oro, edificada a orillas del Guadalquivir en el siglo XIII. Al fondo, la catedral, presidida por la Giralda.

Pero la picardía no sólo nace en un ambiente de trasiego de personas y riquezas. Necesita el acicate de la holgazanería propia y de la simpleza y la credulidad ajena. El pícaro no trabaja. Bajo el esplendor de la sociedad mercantil hervía en Sevilla un variopinto inframundo al acecho de cualquier oportunidad para explotar la ingenuidad de la gente, hasta el extremo de transformar la metrópoli en Babel del Engaño. El pícaro, sea de baja estofa o de altos vuelos, hace fortuna en medio del exceso de confianza y utiliza la simulación y la mentira como herramientas de su oficio.


Músico ciego y su lazarillo, óleo por Francisco Herrera el Viejo. 1640.
Los oficios del pícaro

Los pícaros se dedicaban a multitud de ocupaciones, de las que malvivían cuando carecían de otros recursos y les servían de tapadera para actividades sospechosas. Servían, por ejemplo, de ganapanes o esportilleros, gente que llevaba cargas y con ello podía entrar en domicilios particulares... o evaporarse con los bienes que se le habían confiado. El estudioso alemán Ludwig Pfandl los retrató así: "Fauna abigarrada en encrucijadas y callejones, formada por mendigos, caldereros, pregoneros, mozos de mulas..., traficantes, buhoneros, inválidos, vendedores, arrieros y titiriteros, músicos ambulantes y prestidigitadores". Había oficios que no eran de pícaros, pero guardaban una estrecha relación con este submundo, como los jiferos o matarifes de Sevilla. De ellos habla Cervantes en su novela El coloquio de los perros (1613): "Son aves de rapiña carniceras: mantiénense ellos y sus amigas de lo que hurtan. [...] antes que amanezca, están en el Matadero gran cantidad de mujercillas y muchachos, todos con talegas, que, viniendo vacías, vuelven llenas de pedazos de carne [...]. Estos jiferos con la misma facilidad matan a un hombre que a una vaca [...]. Por maravilla se pasa día sin pendencias y sin heridas, y a veces sin muertes; todos se pican de valientes, y aun tienen sus puntas de rufianes


O rentista, o pillo

En una España donde se ponía la honra en huir del trabajo cabían dos salidas: el vivir de las rentas o su imitación fraudulenta, la picardía, fuese alta o ruin, velada o explícita. Y en Sevilla abundaban quienes, no teniendo rentas, vivían a la sombra de quienes sí gozaban de ellas. Eran lo que Cervantes, en El celoso extremeño (1613), llamaba "gente de barrio": "Gente ociosa y holgazana", "baldía, atildada y meliflua", de cuyo modo de vida "había mucho que decir". Gente como don Lope Ponce de León, prototipo de fanfarrón protegido por ciertos elementos de la nobleza más poderosa de la ciudad, capaz de cometer todo un ramillete de fechorías gratuitas y caprichosas.


Un tipo popular

Detalle del cuadro El sentido del olfato, óleo por José de Ribera. Siglo XVII.

Hijo espurio del vicario de Carmona (localidad próxima a Sevilla), don Lope terminó sus días en la horca el año 1594 no por un crimen, que sí confesó haberlo cometido, sino por el rapto de una mujer casada quien consentía con él engañando y robando a su esposo. La historia de los últimos días de este mozo de veintitantos años, camarada de bravuconerías del entonces marqués de Peñafiel, con quien recorría las calles de Sevilla junto a otros jóvenes de alta cuna haciendo de las suyas, la contó en sus memorias de la cárcel Real Pedro de León, un jesuita confesor de condenados y presos.


La Sevilla pícara: el Arenal. Óleo de finales del siglo XVI.

Barrio de Sevilla y puerto del Guadalquivir al mismo tiempo, el Arenal acabó siendo el centro de la vida social y económica de Sevilla, y por eso mismo atrajo a gentes de la picaresca y el hampa. Allí, por donde entraban en Europa las riquezas de las Indias, se congregaban gentes de todas las naciones; allí coincidían marineros, cargadores, capitanes y soldados, funcionarios reales y ladronzuelos, prostitutas y caballeros; allí había tabernas y garitos donde se comía, bebía y jugaba, y no faltaban los burdeles. El Arenal también acogía la prostitución homosexual de alto nivel: hombres ricos y bien situados citaban y elegían a sus jóvenes amantes en las casas de juego, donde era fácil distinguirlos porque iban pintados, apuestos y galanes; estas relaciones exigían gran discreción, pues la homosexualidad estaba castigada con la muerte. Por todo lo dicho, no resulta extraño que Miguel de Cervantes situara en el Arenal la casa de Monipodio, centro de la sociedad de maleantes que describe en su Rinconete y Cortadillo. Sin duda, el escritor conocía la realidad de la que hablaba, ya que entre 1597 y 1598 estuvo preso en la cárcel Real.

Lope Ponce estaba preso por el rapto de la mujer, pero cuatro años antes había sido investigado y no condenado por el crimen que cometió en la persona de don Jorge de Portugal. Al no probársele el delito, amparado por tan influyentes amigos, "con un destierro se pasó el negocio entre renglones" apuntaba el jesuita. Pero se hallaba tan cómodamente instalado en la cárcel que no quiso salir al destierro porque con el favor del marqués de Peñafiel "dejábanle entrar y salir libremente y salía a cuantas bellaquerías él quería [...] y cuando se le antojaba se volvía a la cárcel adonde tenía una tabla de juegos para presos y libres que jugaban sin temor a la justicia [...] y su aposento era una cueva de malhechores, pues todos los valentones, rufianes y gentes de mal vivir de la ciudad eran sus amigos y se atrevía a cuanto quería y nadie a él y de todos hacía burla".


Miguel de Cervantes

El autor del Quijote (abajo) plasmó el mundo de la picaresca sevillana, que conocía de primera mano, en varias de sus Novelas ejemplares.

Hasta que llegó a Sevilla un juez imparcial, el alcalde Velarde, que a denuncia y petición del marido de la mujer raptada por don Lope intervino, sustanció el proceso y lo sentenció a muerte en la horca, cosa "muy bien recibida en Sevilla y en haz y en paz de toda ella, porque todos le traían entre ojos y era muy mal quisto". Aunque la vida de Ponce de León se aparte del rígido modelo picaresco de baja estirpe, líbrese el lector de pensar que se trata de un caso raro y excepcional.


"La buenaventura", óleo por G. De la Tour, 1632-1635.

Hurtos y robos
El pícaro se distinguía del hampón en que no tenía malos instintos: no era perverso, sino cínico y amoral; si robaba, cogía lo indispensable para comer, y más que robar practicaba el hurto. Por el contrario, la profesión del rufián era la de ladrón y matón, y podía llegar al asesinato. En 1617, el doctor García mencionaba en su novela picaresca La desordenada codicia de los bienes ajenos (subtitulada Antigüedad y nobleza de los ladrones) hasta doce categorías de maleantes, de las que algunas se encontrarían entre la picaresca y el hampa, como éstas: las cigarreras, "que se llevan de un tijeretazo la mitad de una capa o de una basquiña"; los mayordomos, "que roban provisiones y embaucan a los mesoneros"; los cortabolsas, cuyo nombre ya dice a las claras su especialidad, y que "son los más numerosos en el país"; los duendes, "ladrones subrepticios", o los capeadores, "que se apoderan por la noche de las capas o van con librea de lacayos a casas de diversión, de donde roban lo que pueden, saludando a cuantos encuentran".

Los niños abandonados

Si contemplamos la gran ciudad del Guadalquivir en sus capas sociales más humildes, las sombras que se proyectan oscurecen el esplendor. El pícaro por excelencia nace y se hace en un medio hostil abundante de miserias, como les sucede a algunos de los protagonistas novelescos. En el mundo de la infancia está la respuesta a las incógnitas. Un observador alarmado escribía por el invierno de 1593 que veía por Sevilla "andar los niños de siete y ocho años desamparados, rotos y aún en cueros por los rincones y poyos de la ciudad donde se quedan a dormir, que en este tiempo aún los muy arropados y abrigados lo pasan con dificultad y trabajo". La imagen se repetía una y otra vez: "Grandísimo número de niños y niñas huérfanos y forasteros y sin tener quien los ampare y gobiernen andan vagando ociosos, aprendiendo vicios como jurar, jugar, blasfemar y aún hurtar y cometer otros graves delitos y las niñas ser deshonestas, y las unas y los otros acaban por perderse y lo menos dañoso que hacen es pedir limosnas por las puertas todos los días". Fatídica era la frontera entre el niño inocente y el niño pícaro.





La catedral sevillana era punto de reunión de la picaresca de la ciudad
Pordioseros de profesión
Las puertas de templos como la catedral de Sevilla eran coto de caza de mendigos profesionales que fingían llagas, lepra, hinchazón de piernas... Sobre ellos escribía Quevedo: "El manco, pudiendo aprender el [oficio] de tejedor, y el cojo el de sastre, etc., compran muleta, estudian la lamentona y la plañidera y otras acciones de pordiosero [...] El que tiene llaga, la refresca y afeita para el día siguiente [...] y se ensayan, como los comediantes".

Entre los años 1584 y 1592, la Hermandad del Santo Niño Perdido recogió a más de mil niños abandonados de edades entre dos y catorce años y sin oficio conocido. Carecían de educación, padres, parientes o amos, estaban desnudos, enfermos de tiña o de lepra; y los adolescentes estaban a las puertas de la delincuencia. Era fácil encontrarlos, como lo hiciera Cervantes, en lugares que después la novela picaresca recreará: el puerto y el Arenal, las plazas del Salvador y del Pan, las Gradas, sitios de trajín de gente con dinero donde parecía fácil robar, pedir limosna, o situarse bajo la protección de un pícaro adulto gracias a cuya enseñanza se convertían en ladrones de oficio. Rinconete y Cortadillo, a pesar de ser forasteros, constituyen un modelo de niños educados así.

La forja de un pícaro

En la novela Pedro de Urdemalas (1615), también obra de Cervantes, la biografía literaria del pícaro coincide con la de los niños perdidos sevillanos: abandonado al nacer y acogido por una casa de expósitos, pasa después a la Casa de la Doctrina, una institución sevillana semejante a un correccional que los mantiene "con dieta y azotes", les viste y calza, les enseña a leer, a escribir, las oraciones diarias, la doctrina cristiana, pero también a hurtar la limosna y "disculparme y mentir". Liberado o huido, el niño hecho pícaro en el mismo seno de la institución actúa fuera de ella al ritmo que marca la necesidad, solo o en grupo y a merced del destino.


Mujeres en la ventana

Quizás una prostituta y su alcahueta. Óleo por Murillo. Hacia 1660. Galería Nacional de Arte, Washington.


Un destino que para muchas niñas ya estaba escrito: engrosar el extraordinario número de prostitutas –más de tres mil, al parecer– que a tantos viajeros sorprendía y que constituía otro rasgo singular de la marginalidad hampesca sevillana del Siglo de Oro. Muchas de esas pequeñas irían a parar a la mancebía, la zona donde las prostitutas ejercían su oficio, extramuros de la ciudad, en el barrio del Arenal. A finales del siglo XVI, el jesuita Martín de Roa, hablando de la mancebía, explicaba cómo se explotaba "la miseria y desamparo de muchas niñas a quien o la pobreza o la necesidad de sus padres o la orfandad traía por la ciudad a sus aventuras. Acogíanlas [las prostitutas] en sus casas servíanse de ellas y como criadas en tal escuela salían maestras de pestilencia".
Como sucedía con las muchachas sin familia, cuando los niños criados en la calle o en la Doctrina se convertían en adultos les esperaban los bajos fondos, las cofradías de malhechores y rufianes, la violencia callejera.

Tiempo de violencia

Entre 1578 y 1616 fueron condenadas a muerte en Sevilla 309 personas por delitos comunes, según el jesuita Pedro de León; en realidad, la cifra debió de ser mayor y estar en torno al medio millar. Gran parte de los ejecutados lo fueron por haber cometido uno o más asesinatos. La irritabilidad social era característica de una urbe donde se daban cita el poder del dinero, el miedo a la pobreza, la frustración de las expectativas de felicidad de quienes aspiraban a una vida mejor y la cólera de aquellos a quienes todo se les negaba. ¿Cómo podríamos explicar, si no, que la mayor parte de los heridos en el abdomen o en las espaldas por arma blanca que ingresaron para morir en el hospital del Cardenal fuesen inmigrantes venidos desde los puntos más lejanos de Castilla y Portugal en busca de una fortuna que se tornó en muerte?


Una arma de la época

Espada del último tercio del siglo XVI. Museo Naval, Madrid.

En mal estado se hallaba el madrileño Pascual de Medina cuando fue a morir de una herida en la cabeza y otra en la garganta en 1602. Duros fueron los meses de la primavera y el verano del año 1622: marzo vio morir a Francisco Afanador, de Béjar, herido de dos estocadas; a Pedro de los Reyes, indiano de Monterrey, de una en el pecho, y de manera similar a dos portugueses de Braga. En julio y septiembre declararon sus últimas voluntades por la misma causa un francés criado de un clérigo, un portugués, un extremeño de la Serena y un asturiano de Amieba. Eran gente de fuera, buscavidas en una ciudad de competencia y desacomodo.


Almadrabas de Cádiz. Grabado de Civitates Orbis Terrarum

La vida de almadraba

Las almadrabas de Zahara y Conil (en la actual provincia de Cádiz) eran famosas por su relación con los pícaros. El trabajo en las almadrabas –las redes para la pesca de los atunes– comenzaba a principios de la primavera y ocupaba a más de un millar de personas. Entre ellas había muchos pícaros, gentes sin ocupación fija que aprovechaban este trabajo estacional y acudían a las almadrabas (propiedad del duque de Medina-Sidonia) desde diferentes ciudades, en especial desde Sevilla, foco de la picaresca española. Durante los meses de actividad se concentraban allí prostitutas, jugadores, hampones... En La ilustre fregona, dice Cervantes del protagonista, Diego de Carriazo, que: "Pasó por todos los grados de pícaro hasta que se graduó de maestro en las almadrabas de Zahara, donde es finibusterrae de la picaresca. ¡Oh pícaros de cocina, sucios, gordos y lucios, pobres fingidos, tullidos falsos [...]. ¡Bajad el toldo, amainad el brío, no os llaméis pícaros si no habéis cursado dos cursos en la academia de la pesca de los atunes!". [...] Aquí se canta, allí se reniega, acullá se ríe, acá se juega, y por todo se hurta".

Penas y castigos

El peligro que suponía vivir en Sevilla era real. Las cofradías de ladrones y matones no eran una parodia cervantina. Robos y asesinatos estaban a la orden del día, las penas que se aplicaron a los ladrones eran de una desproporción inhumana y se multiplicaron en tiempos de incertidumbres y quiebra.







Naipes españoles del siglo XVII

En las almadrabas se bebía y jugaba, había pasión por el juego. Los tahúres usaban cartas marcadas llamadas hechizos, naipes falsos o hechos.

La mayoría de los testimonios son de esas fechas, y algunos casos fueron espectaculares y famosos. El 27 de enero de 1604, unos ladrones forzaron las puertas de la casa de don Juan Antonio del Alcázar, uno de los hombres más ricos de la ciudad, y después de descerrajar nueve cofres le sustrajeron más de 12.000 ducados en dineros y piezas de oro, plata y brillantes. En la primavera de 1629 y en la estrecha calle del Agua, detrás del corral de doña Elvira, tres individuos mataron a un alférez de galeones para robarle el dinero, la capa y la espada. Uno de los autores era criado de la víctima y para no levantar sospechas en su amo se había puesto de acuerdo con una mujerzuela que lo atrajo hasta el callejón. Detenidos con prontitud por la justicia, el criado y uno de sus compinches fueron ahorcados en poco más de una semana y al primero se le cortó la mano para ser expuesta como público ejemplo en el lugar del crimen.

Éste era el trasfondo de la picaresca: un tiempo y un lugar donde, como dice el protagonista del Guzmán, "todos vivimos en asechanzas los unos de los otros, como el gato para el ratón", donde "todos roban, todos mienten, todos trampean; ninguno cumple con lo que debe, y es lo peor, que se precian de ello".



Fuente:  www.nationalgeographic.com

La mitad invisible, de RTVE