domingo, 30 de octubre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 6)




6
Mi boda 

La mía fue una boda planeada. Así es como se hacían las cosas en aquellos tiempos: siempre que había boda había planes. Y no me refiero a cosas como los trajes nupciales, las flores, los banquetes y la música, aunque también teníamos todo eso. Eso está en todas las bodas, incluso ahora; me refiero a unos planes más sutiles. 
Según las antiguas normas, sólo la gente importante celebraba bodas, porque sólo la gente importante tenía herencias. Todo lo demás eran simples cópulas de diversos tipos: violaciones o seducciones, romances o aventuras de una noche, con dioses que decían ser pastores o pastores que decían ser dioses.
De vez en cuando intervenía también alguna diosa y tenía sus escarceos adoptando forma humana, pero en esos casos la recompensa que recibía el hombre era una vida corta y, a menudo, una muerte violenta. La inmortalidad y la mortalidad no se llevaban bien: eran fuego y lodo, sólo que siempre ganaba el fuego. Los dioses nunca se mostraban reacios a organizar un buen lío. De hecho les encantaba. Ver a algún mortal con los ojos friéndose en las cuencas por una sobredosis de sexo divino les hacía reír a carcajadas.
Los dioses tenían algo infantil y cruel. Ahora puedo decirlo porque ya no tengo cuerpo; estoy por encima de esa clase de sufrimiento, y de todos modos los dioses no me oyen. Que yo sepa, están durmiendo. En vuestro mundo, la gente no recibe visitas de los dioses como antes, a menos que se haya drogado. 
¿Por dónde iba? Ah, sí. Las bodas. Las bodas servían para tener hijos, y los hijos no eran juguetes ni mascotas. Los hijos eran vehículos para transmitir bienes. Esos bienes podían ser reinos, valiosos regalos de boda, historias, rencores, enemistades familiares. Mediante los hijos se forjaban alianzas; mediante los hijos se vengaban agravios. Tener un hijo equivalía a liberar una fuerza en el mundo. Si tenías un enemigo, lo mejor que podías hacer era matar a sus hijos, aunque éstos fueran recién nacidos. Si no, ellos crecían y te buscaban. Si no te sentías capaz de matarlos, podías disfrazarlos y enviarlos lejos, o venderlos como esclavos; pero mientras siguieran con vida supondrían un peligro para ti. 
Si tenías hijas en lugar de hijos, necesitabas criarlas deprisa para que te dieran nietos. Cuantos más varones dispuestos a empuñar espadas y arrojar lanzas hubiera en tu familia, mejor, porque todos los linajudos de los alrededores estaban esperando un pretexto para atacar a algún rey o a algún noble y robarle todo lo que pudieran, incluidos los seres humanos.
Una persona débil que ocupara un puesto de poder era una oportunidad para otra que ocupara otro puesto de poder, de modo que todos los reyes y nobles necesitaban toda la ayuda que pudieran conseguir.

Así pues, era evidente que cuando llegara el momento se planearía mi boda. En la corte de mi padre, el rey Icario, todavía conservaban la antigua tradición de celebrar certámenes para decidir quién se casaría con una mujer de noble cuna a la que sacaban, por decirlo así, a subasta. El vencedor de la competición se casaba con ella, y luego se esperaba que se quedara en el palacio del suegro y aportara su cuota de hijos varones. Mediante la boda,él obtenía riquezas: copas de oro, cuencos de plata, caballos, túnicas, armas, y toda esa basura que tanto se valoraba entonces, cuando yo vivía. También se esperaba que la familia del novio entregara un montón de su basura. 
Puedo usar la palabra «basura» porque sé dónde acababa gran parte de todo aquello. Acababa acumulando polvo y moho por los rincones, o se hundía en el fondo del mar, o se rompía, o se fundía. Una parte acabó en enormes palacios en los que, curiosamente, no hay reyes ni reinas. Unas procesiones interminables de gente vestida sin ninguna elegancia desfilan por esos palacios, contemplando las copas de oro y los cuencos de plata, que ya ni siquiera se usan.
Luego van a una especie de mercado que hay dentro del palacio y compran fotografías de esas cosas, o versiones en miniatura que no son de oro y plata verdaderos. Por eso digo «basura». 
La tradición dictaba que el enorme montón del reluciente botín nupcial se quedara en la familia de la novia, en el palacio de la familia de la novia. Quizá por eso mi padre se encariñó tanto conmigo después de fracasar en su intento de ahogarme en el mar: porque donde estuviera yo estaría el tesoro. 
(¿Por qué me arrojó al mar? La pregunta todavía me atormenta. Aunque no me satisface del todo la explicación del tejido del sudario, nunca he logrado dar con la respuesta correcta, ni siquiera aquí abajo. Cada vez que veo a mi padre a lo lejos, paseando entre los asfódelos, e intento alcanzarlo, él se escabulle como si no quisiera dar la cara. 
A veces pienso que quizá yo fuera un sacrificio al dios del mar, famoso por su sed de vidas humanas. Entonces aquellos patos me rescataron sin que mi padre interviniera. Supongo que mi padre podría argumentar que él había cumplido su parte del trato, si es que se trataba de un trato, y que no había hecho trampas, y que si el dios del mar no había podido llevarme al fondo y devorarme, él no tenía la culpa de su mala suerte. 
Cuanto más pienso en esta versión de los hechos, más me gusta. Tiene sentido.)
Imaginadme, pues, como una muchacha inteligente pero no excesivamente hermosa en edad de merecer (unos quince años). Supongamos que estoy mirando por la ventana de mi habitación —situada en el segundo piso del palacio— hacia el patio, donde se están reuniendo los aspirantes: un montón de jóvenes dispuestos a competir por mi mano. 
No miro abiertamente por la ventana, por supuesto. No planto los codos en el alféizar como una criada y me pongo a otear con todo descaro. No: miro con disimulo, desde detrás de mi velo y de las colgaduras. No estaría bien que todos esos jóvenes ligeros de ropa vieran mi rostro descubierto. Las mujeres del palacio me han emperifollado lo mejor que han podido, los aedos han compuesto canciones de elogio en mi honor —«radiante como Afrodita», y todas las paparruchas de costumbre—, pero yo me siento cohibida y desgraciada. Los jóvenes ríen y bromean; da la impresión de que están muy relajados, y no miran hacia arriba. 
Yo sé que no me persiguen a mí, a Penélope el Pato. Sólo persiguen lo que va conmigo: los lazos reales, el montón de basura reluciente. Ningún hombre se quitaría la vida por mi amor. Y ninguno lo hizo. Y no es que a mí me hubiera gustado inspirar ese tipo de suicidios. Yo no era ninguna devoradora de hombres, ninguna sirena; no era como mi prima Helena, a la que le encantaba hacer conquistas sólo para demostrar que podía hacerlas. En cuanto el hombre se arrastraba a sus pies, y ninguno se resistía mucho tiempo, ella se alejaba con aire despreocupado y sin mirar atrás, soltando esa risa de desdén tan suya, como si acabara de ver al enano del Palacio haciendo el pino de manera ridícula. 
Yo era una niña muy amable, más amable que Helena, o eso creía. Sabía que me convenía tener algo que ofrecer ya que no podía ofrecer belleza. Era lista, eso lo decía todo el mundo —de hecho, lo repetían tanto que me abrumaban—, pero la inteligencia es una virtud que a los hombres no les disgusta de sus esposas, siempre y cuando éstas permanezcan a cierta distancia de ellos. En las distancias cortas, si no se les ofrece nada más seductor, prefieren la amabilidad. 
El esposo más adecuado para mí habría sido el hijo pequeño de algún rey con extensas propiedades, algún hijo del rey Néstor, quizá. Ése habría sido un lazo conveniente para el rey Icario. A través de mi velo observaba a los jóvenes que se arremolinaban en el patio, intentando averiguar quién era quién y a cuál prefería; lo cual no tenía ninguna consecuencia práctica, porque no era a mí a quien correspondía elegir a mi esposo. 
Había un par de criadas conmigo: nunca me dejaban sola; yo era un riesgo hasta que estuviera casada sin percance, porque cualquier advenedizo cazador de fortunas podía intentar seducirme o agarrarme y huir conmigo. Las criadas eran mi fuente de información. Eran inagotables manantiales de frívolas habladurías: ellas podían ir y venir a su antojo por el palacio, podían examinar a los hombres desde todos los ángulos, podían escuchar sus conversaciones, podían reír y bromear con ellos cuanto quisieran: a nadie le importaba quién se deslizara entre sus piernas.
—¿Quién es aquel tan fornido? —pregunté.
—¿Aquel de allí? Bah, es Odiseo —contestó una de las criadas.
A Odiseo no lo consideraban un candidato serio para ganar mi mano, o al menos así lo juzgaban las criadas. El palacio de su padre estaba en Ítaca, un islote poblado de cabras; la ropa que llevaba era rústica; tenía los modales de un ricacho de pueblo, y ya había expuesto varias ideas complicadas que los otros encontraron extrañas. Sin embargo, decían que era listo. Es más, que se pasaba de listo. Los otros jóvenes bromeaban sobre él: «No hagas apuestas con Odiseo, el amigo de Hermes. Nunca ganarás.» Eso equivalía a afirmar que Odiseo era un tramposo y un ladrón. Su abuelo, Autólico, era famoso por esas cualidades, y se rumoreaba que jamás había ganado nada sin hacer trampas. 
—Me pregunto si correrá mucho —dije.
En algunos reinos, la competición por las novias era una lucha, en otros una carrera de cuadrigas, pero en nuestro reino consistía en correr. 
—No creo que corra mucho, con esas piernas tan cortas que tiene —contestó con crueldad una de las criadas. 
Y era verdad: Odiseo tenía las piernas muy cortas en comparación con el cuerpo. Cuando estaba sentado no se notaba, pero cuando se ponía de pie parecía un tentetieso. 
—Por mucho que corriera, seguro que a ti no te atraparía —dijo otra criada—. Supongo que no querrías despertar por la mañana y encontrarte en la cama con tu esposo y la manada de bueyes de Apolo.
—Eso era un chiste sobre Hermes, quien el mismo día de su nacimiento había protagonizado un audaz robo de ganado. 
—No, a menos que uno de los animales fuera un toro —intervino otra.
—O un chivo —dijo una tercera—. ¡Un robusto carnero! ¡Seguro que a nuestra joven pata le gustaría eso! ¡No tardaría en ponerse a gemir! 
—A mí no me importaría encontrarme un carnero en la cama —comentó una cuarta—. ¡Mejor
un carnero que los gusanitos que tanto abundan por aquí!
Todas rompieron a reír, tapándose la boca con las manos y muy alborozadas. 
Yo estaba muerta de vergüenza. Todavía no entendía los chistes más ordinarios, de modo que no sabía exactamente de qué se reían las criadas, aunque sí sabía que se reían a costa de mí. Pero no podía impedirlo.
Entonces apareció mi prima Helena, deslizándose con majestuosidad, como si fuera el cisne de largo cuello que creía ser, y exagerando aquel peculiar balanceo suyo al andar. Aunque la boda en cuestión era la mía, ella pretendía acaparar toda la atención. Estaba tan hermosa como siempre, o incluso más: estaba insoportablemente hermosa. Iba vestida a la perfección:
Menelao, su esposo, siempre se aseguraba de eso, y como le sobraba riqueza podía permitírselo. Helena ladeó la cabeza hacia mí, mirándome con gesto enigmático, como si coqueteara conmigo. Me parece que mi prima coqueteaba con su perro, con su espejo,
con su peine, con los postes de su cama. Necesitaba mantenerse entrenada. 
—Creo que Odiseo sería un buen esposo para nuestra patita —comentó—. A ella le gusta la vida tranquila, y desde luego tendrá tranquilidad si Odiseo se la lleva a Ítaca, como presume que va a hacer. Podrá ayudarlo a vigilar sus cabras. Odiseo y Penélope son tal para cual. Ambos tienen las piernas muy cortas. 
Lo dijo como de pasada, pero aquellos comentarios superficiales que hacía eran los más crueles. ¿Por qué será que las personas muy guapas creen que los demás sólo existen para que ellas se diviertan? 
Las criadas reían por lo bajo. Yo estaba muy abatida. Nunca había pensado que mis piernas fueran tan cortas, y desde luego ignoraba que Helena se hubiera fijado en ellas. Pero cuando se trataba de evaluar las gracias y los defectos físicos de los demás, pocas cosas se le escapaban. Por eso más tarde se lio con Paris; Paris era mucho más atractivo que Menelao, torpe y pelirrojo. El comentario más favorable que se hacía de Menelao, cuando éste empezó a salir en los poemas, era que tenía una voz muy potente. 
Las criadas me miraron para ver qué diría yo. Pero Helena sabía dejar a la gente sin habla, y yo no era la excepción. 
—No importa, primita —me dijo dándome unas palmadas en el brazo—. Dicen que es muy listo. Y tengo entendido que tú también lo eres. Así que podrás entender lo que dice. ¡Yo nunca lo he entendido!¡Fue una suerte para las dos que no me ganara a mí! 
Me lanzó la sonrisita condescendiente de quien ha tenido ocasión de comerse un trozo de salchicha no precisamente delicioso, pero que lo ha rechazado con asco. Era cierto que Odiseo había sido uno de los aspirantes a obtener su mano, y que como el resto de los mortales había deseado desesperadamente ganarla.
Ahora competía por una mujer que como mucho podía considerarse un segundo premio. 
Tras lanzar sus hirientes palabras, Helena se alejó a grandes zancadas. Las criadas se pusieron a hablar de su espléndido collar, de sus centelleantes pendientes, de su perfecta nariz, de su elegante peinado, de sus luminosos ojos, de la delicada cenefa bordada en su brillante túnica. Era como si yo no estuviera allí. Y era el día de mi boda. Todo aquello me puso muy nerviosa. Rompí a llorar, como iba a hacer a menudo en el futuro, y me acostaron en mi cama. 
Así pues, me perdí la carrera. La ganó Odiseo. Más tarde me enteré de que había hecho trampa. El hermano de mi padre, Tíndaro, el padre de Helena —aunque, como ya he dicho, hay quien cree que su verdadero padre era Zeus—, lo ayudó a conseguirlo.
Mezcló el vino del resto de los contendientes con una droga que los entorpeció, aunque no lo suficiente para que lo notaran; a Odiseo le hizo beber una poción que tenía el efecto contrario. Tengo entendido que estas cosas se han convertido en una tradición, y que todavía se practican en el mundo de los vivos cuando se celebran competiciones atléticas. 
¿Por qué ayudó el tío Tíndaro a mi futuro esposo? Nunca habían sido amigos ni aliados. ¿Qué esperaba ganar Tíndaro? Mi tío no habría ayudado a nadie, os lo aseguro, sólo por su bondad, algo que no le sobraba. Según cuenta una versión, yo era el pago por un servicio que Odiseo le había prestado a Tíndaro.
Cuando todos competían por Helena y el ambiente se estaba poniendo cada vez más tenso, Odiseo hizo jurar a todos los pretendientes que quienquiera que ganara la mano de Helena debería ser defendido por todos los demás en caso de que otro hombre intentara arrebatársela al ganador. De ese modo consiguió calmar los ánimos y permitió que el combate con Menelao se desarrollara sin incidentes. Odiseo debía de saber que no tenía posibilidades de ganar.
Según se rumorea, fue entonces cuando llegó a un acuerdo con Tíndaro: a cambio de haberle asegurado una apacible y muy lucrativa boda para la radiante Helena, Odiseo conseguiría a la poco agraciada Penélope.
Pero a mí se me ha ocurrido otra cosa, que es ésta: Tíndaro y mi padre Icario compartían el trono de Esparta. Se suponía que tenían que gobernar alternativamente, un año uno y al siguiente el otro, turnándose continuamente. Tíndaro quería el trono para él solo, y al final lo consiguió. Parece lógico que hubiera sondeado a los diversos pretendientes respecto a sus perspectivas y sus planes, y que se hubiera enterado de que Odiseo compartía la moderna opinión de que la esposa debía irse a vivir con la familia del esposo, no al revés. A Tíndaro debía de encantarle la idea de que me enviaran lejos, a mí y a los hijos que pudiera tener. De ese modo serían menos los acudirían a ayudar a Icario en caso de producirse un conflicto abierto. 
Fuera lo que fuese lo que había detrás, el caso es que Odiseo hizo trampas y ganó la carrera. Vi a Helena sonriendo con malicia mientras observaba los ritos matrimoniales. Ella creía que estaban entregándome a un palurdo ordinario que me llevaría a un deprimente páramo, y la idea no le disgustaba. Seguramente ella ya sabía que todo estaba amañado. 
En cuanto a mí, me costó trabajo soportar la ceremonia: los sacrificios de animales, las ofrendas a los dioses, los rociados purificadores, las libaciones, las plegarias, los interminables cantos. Estaba muy mareada. Mantenía la vista baja, de modo que lo único que veía de Odiseo era la parte inferior de su cuerpo. «Tiene las piernas cortas», pensaba, incluso en los momentos más solemnes. No era un pensamiento apropiado; era frívolo y absurdo, y me daba ganas de reír, pero debo decir en mi descargo que sólo tenía quince años.

jueves, 27 de octubre de 2016

Luis Cernuda: Soliloquio del farero



Cómo llenarte, soledad, 
Sino contigo misma.

De niño, entre las pobres guaridas de la tierra, 
Quieto en ángulo oscuro, 
Buscaba en ti, encendida guirnalda, 
Mis auroras futuras y furtivos nocturnos, 
Y en ti los vislumbraba, 
Naturales y exactos, también libres y fieles, 
A semejanza mía, 
A semejanza tuya, eterna soledad.

Fui luz serena y anhelo desbocado, 
Y en la lluvia sombría o en el sol evidente 
Quería una verdad que a ti te traicionase, 
Olvidando en mi afán 
Cómo las alas fugitivas su propia nube crean.

Y al velarse a mis ojos 
Con nubes sobre nubes de otoño desbordado 
La luz de aquellos días en ti misma entrevistos, 
Te negué por bien poco; 
Por menudos amores ni ciertos ni fingidos, 
Por quietas amistades de sillón y de gesto, 
Por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma, 
En bocas de mentira y palabras de hielo.

Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona 
Que yo fui, 
Que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones; 
Por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos, 
Limpios de otro deseo, 
El sol, mi dios, la noche rumorosa, 
La lluvia, intimidad de siempre, 
El bosque y su alentar pagano, 
El mar, el mar como su nombre hermoso; 
Y sobre todos ellos, 
Cuerpo oscuro y esbelto, 
Te encuentro a ti, tú, soledad tan mía, 
Y tú me das fuerza y debilidad 
Como al ave cansada los brazos de la piedra.

Acodado al balcón miro insaciable el oleaje, 
Oigo sus oscuras imprecaciones, 
Contemplo sus blancas caricias; 
Y erguido desde cuna vigilante 
Soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los hombres, 
Por quienes vivo, aun cuando no los vea; 
Y así, lejos de ellos, 
Ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres, 
Roncas y violentas como el mar, mi morada, 
Puras ante la espera de una revolución ardiente 
O rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo 
Cuando toca la llora de reposo que su fuerza conquista. 
Tú, verdad solitaria, 
Transparente pasión, mi soledad de siempre, 
Eres inmenso abrazo; 
El sol, el mar, 
La oscuridad, la estepa, 
El hombre y su deseo, 
La airada muchedumbre, 
¿Qué son sino tú misma?

Por ti, mi soledad, los busqué un día; 
En ti, mi soledad, los amo ahora.

lunes, 24 de octubre de 2016

Ana María Matute: La felicidad


Cuando llegó al pueblo, en el auto de línea, era ya anochecido. El regatón de la cuneta brillaba como espolvoreado de estrellas diminutas. Los árboles, desnudos y negros, crecían hacia un cielo gris azulado, transparente. El auto de línea paraba justamente frente al cuartel de la Guardia Civil. Las puertas y ventanas estaban cerradas. Hacía frío. Solamente una bombilla, sobre la inscripción de la puerta, emanaba un leve resplandor. Un grupo de mujeres, el cartero y un guardia, esperaban la llegada del correo. Al descender notó crujir la escarcha bajo sus zapatos. El frío mordiente se le pegó a la cara. Mientras bajaban su maleta de la baca, se le acercó un hombre.
—¿Es usted don Lorenzo, el nuevo médico? —le dijo.
Asintió.
—Yo, Atilano Ruigómez, alguacil, para servirle. Le cogió la maleta y echaron a andar hacia las primeras casas de la aldea. El azul de la noche naciente empapaba las paredes, las piedras, los arracimados tejadillos. Detrás de la aldea se alargaba la llanura, levemente ondulada, con pequeñas luces zigzagueando en la lejanía. A la derecha, la sombra oscura de unos pinares. Atilano Ruigómez iba con paso rápido, junto a él.
—He de decirle una cosa, don Lorenzo.
—Usted dirá.
—Ya le hablarían a usted de lo mal que andaba la cuestión del alojamiento. Y sabe que en este pueblo, por no haber, ni posada hay.
—Pero, a mí me dijeron…
—¡Sí, le dirían! Mire usted: nadie quiere alojar a nadie en casa, ni en tratándose del médico. Ya sabe: andan malos tiempos. Dicen todos por aquí que no se pueden comprometer a dar de comer… Nosotros nos arreglamos con cualquier cosa: un trozo de cecina, unas patatas… Las mujeres van al trabajo, como nosotros. Y en el invierno no faltan ratos malos para ellas. Nunca se están de vacío. Pues eso es: no pueden andarse preparando guisos y comidas para uno que sea de compromiso. Ya ni cocinar deben saber… Disculpe usted, don Lorenzo. La vida se ha puesto así. 

—Bien, pero en alguna parte he de vivir…
—¡En la calle no se va usted a quedar! Los que se avinieron a tenerle en un principio, se volvieron atrás, a última hora. Pero ya se andará…
Lorenzo se paró consternado. Atilano Ruigómez, el alguacil del Ayuntamiento, se volvió a mirarle. ¡Qué joven le pareció, de pronto, allí, en las primeras piedras de la aldea, con sus ojos redondos de gorrión, el pelo rizado y las manos en los bolsillos del gabán raído!
—No se me altere… Usted no se queda en la calle. Pero he de decirle: de momento, sólo una mujer puede alojarle. Y quiero advertirle, don Lorenzo: es una pobre loca.
—¿Loca…?
—Sí, pero inofensiva. No se apure. Lo único, que es mejor advertirle, para que no le choquen a usted las cosas que le diga… Por lo demás, es limpia, pacífica y muy arreglada.
—Pero loca… ¿qué clase de loca?
—Nada de importancia, don Lorenzo. Es que… ¿sabe? Se le ponen «humos» dentro de la cabeza, y dice despropósitos. Por lo demás, ya le digo: es de buen trato. Y como sólo será por dos o tres días, hasta que se le encuentre mejor acomodo… ¡No se iba usted a quedar en la calle, con una noche así, como se prepara!
La casa estaba al final de una callecita empinada. Una casa muy pequeña, con un balconcillo de madera quemada por el sol y la nieve. Abajo estaba la cuadra, vacía. La mujer bajó a abrir la puerta, con un candil de petróleo en la mano. Era menuda, de unos cuarenta y tantos años. Tenía el rostro ancho y apacible, con los cabellos ocultos bajo un pañuelo anudado a la nuca.
—Bienvenido a esta casa —le dijo.
Su sonrisa era dulce. La mujer se llamaba Filomena. Arriba, junto a los leños encendidos, le había preparado la mesa. Todo era pobre, limpio, cuidado. Las paredes de la cocina habían sido cuidadosamente enjalbegadas y las llamas prendían rojos resplandores a los cobres de los pucheros y a los cacharros de loza amarilla.
—Usted dormirá en el cuarto de mi hijo —explicó, con su voz un tanto apagada—.
Mi hijo ahora está en la ciudad. ¡Ya verá como es un cuarto muy bonito! Él sonrió. Le daba un poco de lástima, una piedad extraña, aquella mujer menuda, de movimientos rápidos, ágiles. El cuarto era pequeño, con una cama de hierro negra, cubierta con colcha roja, de largos flecos. El suelo, de madera, se notaba fregado y frotado con estropajo. Olía a lejía y a cal. Sobre la cómoda brillaba un espejo, con tres rosas de papel prendidas en un ángulo. La mujer cruzó las manos sobre el pecho:
—Aquí duerme mi Manolo —dijo—. ¡Ya se puede usted figurar cómo cuido yo este cuarto!
—¿Cuantos años tiene su hijo? — preguntó, por decir algo, mientras se despojaba del abrigo.
—Trece cumplirá para el agosto. ¡Pero es más listo! ¡Y con unos ojos…!
Lorenzo sonrió. La mujer se ruborizó:
—Perdone, ya me figuro: son las tonterías que digo… ¡Es que no tengo más que a mi Manuel en el mundo! Ya ve usted: mi pobre marido se murió cuando el niño tenía dos meses. Desde entonces…
Se encogió de hombros y suspiró. Sus ojos, de un azul muy pálido, se cubrieron de una tristeza suave, lejana. Luego, se volvió rápidamente hacia el pasillo: 
—Perdone, ¿le sirvo ya la cena?
—Sí, enseguida voy.
Cuando entró de nuevo en la cocina la mujer le sirvió un plato de sopa, que tomó con apetito. Estaba buena.
—Tengo vino… —dijo ella, con timidez—. Si usted quiere… Lo guardo, siempre, para cuando viene a verme mi Manuel.
—¿Qué hace su Manuel? —preguntó él. Empezaba a sentirse lleno de una paz extraña, allí, en aquella casa. Siempre anduvo de un lado para otro, en pensiones malolientes, en barrios tristes y cerrados por altas paredes grises. Allá afuera, en cambio, estaba la tierra: la tierra hermosa y grande, de la que procedía. Aquella mujer —¿loca? ¿qué clase de locura sería la suya?— también tenía algo de la tierra, en sus manos anchas y morenas, en sus ojos largos, llenos de paz.
—Está de aprendiz de zapatero, con unos tíos. ¡Y es que es más avisado!. Verá qué par de zapatos me hizo para la Navidad pasada. Ni a estrenarlos me atrevo.Volvió con el vino y una caja de cartón. Le sirvió el vino despacio, con gesto comedido de mujer que cuida y ahorra las buenas cosas. Luego abrió la caja, que despidió un olor de cuero y almendras amargas.
—Ya ve usted, mi Manolo…
Eran unos zapatos sencillos, nuevos, de ante gris.
—Muy bonitos.
—No hay cosa en el mundo como un hijo —dijo Filomena, guardando los zapatos en la caja—. Ya le digo yo: no hay cosa igual.
Fue a servirle la carne y se sentó luego junto al fuego. Cruzó los brazos sobre las rodillas. Sus manos reposaban y Lorenzo pensó que una paz extraña, inaprensible, se desprendía de aquellas palmas endurecidas.
—Ya ve usted —dijo Filomena, mirando hacia la lumbre—. No tendría yo, según todos dicen, motivos para alegrarme mucho. Apenas casada quedé viuda. Mi marido era jornalero, y yo ningún bien tenía. Solo trabajando, trabajando, saqué adelante la vida. Pues ya ve: sólo porque le tenía a él, a mi hijo, he sido muy feliz. Sí, señor: muy feliz. Verle a él crecer, ver sus primeros pasos, oírle cuando empezaba a hablar… ¿no va a trabajar una mujer, hasta reventar, sólo por eso? Pues, ¿y cuándo aprendió las letras, casi de un tirón? ¡Y qué alto, qué espigado me salió! Ya ve usted: por ahí dicen que estoy loca. Loca porque le he quitado del campo y le he mandado a aprender un oficio. Porque no quiero que sea un hombre quemado por la tierra, como fue su pobre padre. Loca me dicen, sabe usted, porque no me doy reposo, sólo con una idea: mandarle a mi Manuel dinero para pagarse la pensión en casa de los tíos, para comprarse trajes y libros. ¡Es tan aficionado a las letras! ¡Y tan presumido! ¿Sabe usted? Al quincallero le compré dos libros con láminas de colores, para enviárselos. Ya le enseñaré luego… Yo no sé de letras, pero deben ser buenos. ¡A mi Manuel le gustarán! ¡Él sacaba las mejores notas en la escuela! Viene a verme, a veces. Estuvo por Pascua y volverá para la Nochebuena. Lorenzo escuchaba en silencio, y la miraba. La mujer, junto al fuego, parecía nimbada de una claridad grande. Como el resplandor que emana a veces de la tierra, en la lejanía, junto al horizonte. El gran silencio, el apretado silencio de la tierra, estaban en la voz de la mujer.
«Se está bien aquí —pensó—. No creo que me vaya de aquí.»
La mujer se levantó y retiró los platos.
—Ya le conocerá usted, cuando venga para la Navidad.
—Me gustará mucho conocerle —dijo Lorenzo—. De verdad que me gustará.
—Loca, me llaman —dijo la mujer. Y en su sonrisa le pareció que vivía toda la sabiduría de la tierra, también—. Loca, porque ni visto ni calzo, ni un lujo me doy. Pero no saben que no es sacrificio. Es egoísmo, sólo egoísmo. Pues, ¿no es para mí todo lo que le dé a él? ¿No es él más que yo misma? ¡No entienden esto por el pueblo! ¡Ay, no entienden esto, ni los hombres, ni las mujeres!
—Locos son los otros —dijo Lorenzo, ganado por aquella voz—. Locos los demás.
Se levantó. La mujer se quedó mirando el fuego, como ensoñada.Cuando se acostó en la cama de Manuel, bajo las sábanas ásperas, como aún no estrenadas, le pareció que la felicidad —ancha, lejana, vaga— rozaba todos los rincones de aquella casa, impregnándole a él, también, como una música.
A la mañana siguiente, a eso de las ocho, Filomena llamó tímidamente a su puerta: 
—Don Lorenzo, el alguacil viene a buscarle…
Se echó el abrigo por los hombros y abrió la puerta. Atilano estaba allí, con la gorra en la mano:
—Buenos días, don Lorenzo. Ya está arreglado… Juana, la de los Guadarramas, le tendrá a usted. Ya verá cómo se encuentra a gusto.
Le interrumpió, con sequedad:
—No quiero ir a ningún lado. Estoy bien aquí. Atilano miró hacia la cocina. Se oían ruidos de cacharros. La mujer preparaba el desayuno.
—¿Aquí? Lorenzo sintió una irritación pueril.
—¡Esa mujer no está loca! —dijo—. Es una madre, una buena mujer. No está loca una mujer que vive porque su hijo vive…, sólo porque tiene un hijo, tan llena de felicidad…
Atilano miró al suelo con una gran tristeza. Levantó un dedo, sentencioso, y dijo: 
—No tiene ningún hijo, don Lorenzo. Se le murió de meningitis, hace lo menos cuatro años.

viernes, 21 de octubre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 5)


Asfódelos 

Esto está muy oscuro, como muchos han observado. «La oscura muerte», solían decir; «las tenebrosas regiones del Hades», y cosas así. Bueno, sí, está oscuro, pero eso tiene sus ventajas. Por ejemplo: si ves a alguien con quien preferirías no hablar, siempre puedes fingir que no lo has reconocido. 

Y están los prados de asfódelos, claro. Si quieres, puedes pasearte por allí. Hay más luz, y a veces encuentras a alguien bailando alguna danza insulsa, aunque esa región no es tan bonita como su nombre podría sugerir («prados de asfódelos» suena muy poético).
Pero imaginaos. Asfódelos, asfódelos, asfódelos: unas flores blancas muy bonitas, pero al cabo de un tiempo uno se cansa de ellas. Habría sido preferible introducir cierta variedad: una gama más amplia de colores, unos cuantos senderos sinuosos, miradores, bancos de piedra y fuentes. Yo habría preferido unos pocos jacintos, como mínimo, ¿y habría sido excesivo pedir algún azafrán de primavera? Aunque aquí nunca hay primavera, ni ninguna otra estación. Desde luego, el que diseñó este sitio se lució.
¿He mencionado que para comer sólo hay asfódelos? Pero no debería quejarme.
Las grutas más oscuras tienen más encanto: allí, si encuentras a algún granujilla (un carterista, un agente de Bolsa, un proxeneta de poca monta), puedes mantener conversaciones interesantes. Como muchas jóvenes modélicas, siempre me sentí secretamente atraída por hombres así. 
De todos modos, no frecuento los niveles muy profundos. Allí es donde se castiga a los verdaderamente infames, aquellos a los que no se atormentó suficiente en vida. Los gritos son insoportables. Aunque se trata de tortura psicológica, puesto que ya no tenemos cuerpo. Lo que más les gusta a los dioses es hacer aparecer banquetes —enormes fuentes de carne, montones de pan, racimos de uvas— y luego hacerlos desaparecer. Otra de sus bromas favoritas consiste en obligar a la gente a empujar rocas enormes por empinadas laderas. A veces me entran unas ganas locas de bajar allí: quizá eso me ayudara a recordar lo que era tener hambre de verdad, lo que era estar cansado de verdad. 
En ocasiones, la niebla se disipa y podemos echar un vistazo al mundo de los vivos. Es como pasar la mano por el cristal de una ventana sucia para mirar a través de él. A veces la barrera se desvanece y podemos salir de excursión. Cuando eso ocurre, nos emocionamos mucho y se oyen numerosos chillidos. Esas excursiones pueden producirse de muchas  maneras. En otros tiempos, cualquiera que quisiera consultarnos algo le cortaba el cuello a una oveja, una vaca o un cerdo y dejaba que la sangre fluyera hacia una zanja excavada en la tierra. Nosotros la olíamos e íbamos derecho hacia allí, como las moscas hacia un cadáver. Allí estábamos, gorjeando y revoloteando,
miles de nosotros, como el contenido de una papelera gigantesca girando en un tornado, mientras el supuesto héroe de turno nos mantenía apartados con la espada desenvainada, hasta que aparecía aquel a quien él quería consultar, y entonces se pronunciaban algunas profecías vagas (aprendimos a enunciarlas con vaguedad: ¿por qué contarlo todo? Necesitábamos que vinieran a buscar más, con otras ovejas, vacas, cerdos, etcétera). 
Una vez pronunciado ante el héroe el número adecuado de palabras, nos dejaban beber a todos de la zanja, y no puedo hacer grandes elogios de los modales que exhibíamos en tales ocasiones. Había codazos y empujones; sorbíamos ruidosamente y la sangre nos teñía la barbilla de rojo. Sin embargo, era fabuloso sentir la sangre circulando de nuevo por nuestras inexistentes venas, aunque sólo fuera un instante. A veces nos aparecíamos en forma de sueños, aunque eso no era tan satisfactorio. Luego estaban los que se quedaban atrapados al otro lado del río porque no les habían hecho el funeral adecuado. Vagaban muy compungidos; no estaban ni aquí ni allí, y podían causar muchos problemas. 
Y entonces, tras cientos, quizá miles de años —aquí es fácil perder la noción del tiempo, porque en realidad no existe el tiempo—, las costumbres cambiaron. Los vivos ya casi nunca descendían al mundo subterráneo, y nuestra morada quedó eclipsada por creaciones mucho más espectaculares: fosos abrasadores, gemidos y rechinamiento de dientes, gusanos que te roían, demonios con tridentes; un montón de efectos especiales. 
Pero en ocasiones todavía nos invocaban los magos y los hechiceros —personas que habían pactado con los poderes infernales—, y también otros sujetos de poca monta: videntes, médiums, espiritistas, gente de esa calaña. Todo eso era degradante (tener que aparecerse dentro de un círculo de tiza o en un salón tapizado con terciopelo sólo porque a alguien se le antojaba contemplarte embobado), pero también nos permitía estar al corriente de lo que ocurría entre los vivos. A mí me interesó mucho la invención de la bombilla, por ejemplo, y las teorías de conversión de materia en energía del siglo XX. Más recientemente, algunos de nosotros hemos podido infiltrarnos en el nuevo sistema de ondas etéreas que ahora envuelven el planeta, y viajar de ese modo, asomándonos al mundo desde las superficies planas e iluminadas que sirven de santuarios domésticos. Quizá fuera así como los dioses se las ingeniaban para ir y venir tan deprisa en otros tiempos: debían de tener algo parecido a su disposición.
A mí los magos no me invocaban mucho. Sí, era famosa —preguntad a quien queráis—, pero por algún extraño motivo no querían verme. En cambio, mi prima Helena estaba muy solicitada. Era injusto: yo no era célebre por haber hecho nada malo, y menos aún en el terreno sexual, mientras que ella tenía muy mala reputación. Helena era muy hermosa, desde luego. Decían que había salido de un huevo, pues era hija de Zeus, que había adoptado la forma de un cisne para violar a su madre. Helena se lo tenía muy creído.
No sé cuántos de nosotros se tragaban ese cuento de la violación del cisne. En aquella época circulaban muchas historias de ese tipo; por lo visto, los dioses no podían quitarles las manos, las patas o los picos de encima a las hembras mortales, y siempre estaban violando a alguna. 
En fin, los magos insistían en ver a Helena, y ella siempre estaba dispuesta a complacerlos. Ver a un montón de hombres contemplándola boquiabiertos era como volver a los viejos tiempos. A ella le gustaba aparecer con uno de sus atuendos troyanos, demasiado recargados para mi gusto, pero chacun à son goût.
Se volvía lentamente; luego agachaba la cabeza y miraba desde abajo a quien fuera que la hubiera invocado, le dedicaba una de sus características sonrisas íntimas y ya lo tenía en el bote. O adoptaba la forma en que se mostró a su ultrajado esposo, Menelao, cuando Troya ardía y él estaba a punto de clavarle la espada de la venganza. Lo único que tuvo que hacer fue descubrir uno de sus incomparables pechos, y él se arrodilló y se puso a babear y suplicar que volviera con él. 
En cuanto a mí... bueno, todos me decían que era hermosa; tenían que decírmelo porque yo era una princesa, y poco después me convertí en reina, pero la verdad es que, aunque no era deforme ni fea, tampoco era el otro mundo. Eso sí, era inteligente: muy inteligente para la época. Por lo visto, por eso me conocían: por mi inteligencia. Y por mi labor, y por la lealtad a mi esposo, y por mi prudencia. 
Si vosotros fuerais magos y estuvierais tonteando con las artes oscuras y arriesgando vuestra alma, ¿invocaríais a una esposa sencilla pero inteligente, buena tejedora, que nunca ha cometido pecado alguno, en lugar de a una mujer que ha vuelto locos de lujuria a centenares de hombres y que ha provocado que una gran ciudad arda? Yo tampoco. 
Me gustaría saber por qué Helena no recibió ningún castigo. A otros, por delitos mucho menores, los estrangulaban serpientes marinas, se ahogaban en tempestades, se convertían en arañas, les disparaban flechas. Por comerse determinada vaca. Por presumir. Por cosas así. Lo normal habría sido que Helena hubiera recibido una buena azotaina, como mínimo, después de todo el daño y sufrimiento que causó a tantísima gente. Pero no fue así. Y no es que me importe. Ni que me importara entonces. Había otras cosas en mi vida que requerían mi atención.
Lo cual me lleva al tema de mi boda.

martes, 18 de octubre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 4)



4
Coro: Llanto de las niñas (lamento) 

Nosotras también fuimos niñas. Nosotras tampoco tuvimos unos padres perfectos. Nuestros padres eran padres pobres, padres esclavos, padres campesinos, padres siervos; nuestros padres nos vendían o dejaban que nos robaran. Estos padres no eran dioses, ni semidioses, ni ninfas ni náyades. Nos ponían a trabajar en el palacio cuando todavía éramos unas crías; trabajábamos como esclavas, de sol a sol, y no éramos más que crías. Si llorábamos, nadie nos enjugaba las lágrimas. Si nos quedábamos dormidas, nos despertaban a patadas. Nos decían que no teníamos madre. Nos decían que no teníamos padre. Nos decían que éramos perezosas. Nos decían que éramos cochinas. Éramos unas cochinas. Las cochinadas eran nuestra preocupación, nuestro tema, nuestra especialidad, nuestro delito. Éramos las niñas cochinas.


Si nuestros amos o los hijos de nuestros amos o un noble que estaba de visita o los hijos de un noble que estaba de visita querían acostarse con nosotras, no podíamos negarnos. No servía de nada llorar, no servía de nada decir que estábamos enfermas. Todo eso nos pasó cuando éramos niñas. Si éramos guapas, nuestra vida era aún peor. Pulíamos el suelo de las salas donde se celebraban espléndidos banquetes de boda, y luego nos comíamos las sobras; nuestros cuerpos tenían muy poco valor. Pero nosotras también queríamos bailar y cantar, también queríamos ser felices. Cuando nos hicimos mayores, nos volvimos refinadas y esquivas, hasta dominar las artes de seducción.
Ya de niñas meneábamos las caderas, acechábamos, guiñábamos el ojo, alzábamos las cejas; quedábamos con los niños detrás de las pocilgas, tanto si eran nobles como si no. Nos revolcábamos en la paja, en el barro, en el estiércol, en los lechos de suave vellón que estábamos preparando para nuestros amos. Apurábamos el vino que quedaba en las copas. Escupíamos en las bandejas. Entre el reluciente salón y la oscura antecocina nos llenábamos la boca de carne. Por la noche, reunidas en nuestro desván, reíamos a carcajadas. Robábamos cuanto podíamos.

domingo, 16 de octubre de 2016

Bob Dylan, ¿un Nobel de literatura para un cantante?

El galardón sueco había despertado más polémicas por motivos políticos que por el género que cultiva el autor 

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Homero es tal vez el autor más leído e influyente de la historia de la cultura occidental. Los historiadores coinciden desde hace poco tiempo en que existió, esto es, en que hubo un autor único; en que posiblemente era ciego y en que no escribió una línea. Sus traductores prefieren decir que “compuso” laIliada y la Odisea y evitan cuidadosamente la palabra escritura. Sus relatos forman parte de una larguísima tradición oral que se prolongó durante toda la antigüedad hasta bien entrado el Renacimiento, donde la cultura escrita comenzó a tomar cuerpo con la imprenta. El bardo francés François Villon o el anónimo autor de El Mío Cid han forjado la literatura occidental, al igual que los cuentos infantiles, relatos orales milenarios. Se puede argumentar que Bob Dylan, cuyo premio Nobel de Literatura ha generado una intensa polémica, forma parte de esa vieja tradición de juglares.
Los Nobel, hasta ahora, habían provocado más discusiones públicas por motivos políticos que por el género literario en el que recaen. En plena Guerra Fría, el galardón a Alexandr Solzhenitsin “recibió muchas críticas no solo en la URSS, sino también en Suecia”, entonces un país neutral, como ha reconocido Peter Englund, anterior secretario permanente de la Academia Sueca. En su testamento, Alfred Nobel dejó establecido que el premio de Literatura debería ser concedido “a una persona que en el campo de la literatura haya producido una obra sobresaliente impulsada por un poderoso ideal”. No existen más indicaciones.
Como las negociaciones son secretas durante 50 años, es imposible saber cuáles son los criterios que se utilizan ahora. En una reciente visita al Museo Nobel, en Estocolmo, sus responsables explicaron que el premio era totalmente ajeno a los criterios políticos, pero que las deliberaciones revelaron que los miembros de la Academia se resistieron a darle el Nobel a Ezra Pound por sus simpatías hacia el fascismo. La inmensa mayoría de los ganadores son narradores, pero las excepciones son numerosas: el segundo premio Nobel, en 1902, fue Theodor Mommsen, el gran historiador de la Roma clásica. Ningún historiador lo volvió a ganar hasta la bielorrusa Svetlana Aleksiévich en 2015. El historiador español Ramón Menéndez Pidal —un gran experto en la lírica medieval— llegó varias veces a la recta final de las discusiones de los académicos suecos, pero nunca lo recibió.
Lo han ganado unos cuantos poetas, algún dramaturgo, pero muy pocos filósofos: solo Jean-Paul Sartre, que lo rechazó aunque figura en la lista de los Nobel porque es una decisión inapelable, y Bertrand Russell “por su defensa de la libertad de pensamiento”. Uno de los personajes clave de la historia del siglo XX, Winston Churchill, lo consiguió en 1953 no solo por sus memorias, sino también “por su brillante oratoria”. Fue también un Nobel a la oralidad. Sus palabras, discursos como el de “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”, no se las llevó el viento, sino que siguen flotando en nuestra conciencia colectiva, pese a que fueron escritas para ser escuchadas, no para ser leídas.
 http://cultura.elpais.com/

Artículo de: GUILLERMO ALTARES

sábado, 15 de octubre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Capítulo 3)




Mi infancia 

¿Por dónde empiezo? Sólo hay dos opciones: empezar por el principio o no empezar por el principio. El verdadero principio sería el principio del mundo, después de lo cual una cosa ha llevado a la otra; pero como sobre eso hay diversidad de opiniones, empezaré por mi nacimiento. Mi padre era el rey Icario de Esparta; mi madre, una náyade. En aquella época, hijas de náyades las
había a montones; uno se las encontraba por todas partes. Sin embargo, nunca va mal tener orígenes semidivinos, al menos en teoría. 
Siendo yo todavía muy pequeña, mi padre ordenó que me arrojaran al mar. Mientras viví, nunca supe por qué lo había hecho, pero ahora sospecho que un oráculo debió de predecirle que yo tejería su sudario. Seguramente pensó que si me mataba él a mí primero, ese sudario nunca llegaría a tejerse y por tanto él viviría eternamente. Ya imagino cuáles debieron de ser sus razonamientos. En ese caso, su deseo de ahogarme habría surgido de un comprensible afán de protegerse. Pero debió de oírlo mal, o quizá fuera el oráculo el que oyó mal —los dioses suelen hablar entre dientes—, porque no se trataba del sudario de mi padre, sino del de mi suegro. Si ésa era la profecía, era cierta, y desde luego, tejer ese otro sudario me vino muy bien más adelante. 
Tengo entendido que ahora ya no está de moda enseñar oficios a las niñas, pero por fortuna no ocurría lo mismo en mi época. Siempre resulta útil tener las manos ocupadas. De ese modo, si alguien hace un comentario inadecuado, puedes fingir que no lo has oído. Y así no tienes que contestar. 
Pero quizá esta idea mía de la profecía del sudario pronunciada por el oráculo sea infundada. Quizá la inventé para sentirme mejor. Se oyen tantos susurros en las oscuras cavernas y los prados, que a veces cuesta discernir si proceden del exterior o suenan dentro de tu propia cabeza. Digo «cabeza» en sentido figurado. Aquí abajo nadie tiene cabeza. 
El caso es que me arrojaron al mar. ¿Si me acuerdo de las olas cerrándose sobre mí, si me acuerdo de cómo mis pulmones se quedaban sin aire y del sonido de campanas que al parecer oyen los ahogados? No, no me acuerdo de nada. Pero me lo contaron: siempre hay alguna sirvienta, alguna esclava, alguna anciana nodriza o alguna entrometida dispuesta a obsequiar a un niño con el relato de las cosas espantosas que le hicieron sus padres cuando él era demasiado pequeño para recordarlo. Oír esta desalentadora anécdota no mejoró mi relación con mi padre. Es a ese episodio —o mejor dicho, al conocimiento de él— a lo que atribuyo mi prudencia, así como mi desconfianza respecto a las intenciones de la gente. 
Sin embargo, Icario cometió una estupidez al intentar ahogar a la hija de una náyade. El agua es nuestro elemento, un medio donde nos desenvolvemos bien. Aunque no somos tan buenas nadadoras como nuestras madres, flotamos con facilidad y tenemos buenos contactos entre los peces y las aves marinas.
Una bandada de patos salvajes vino a rescatarme y me llevó hasta la orilla. Tras un presagio así, ¿qué podía hacer mi padre? Me acogió de nuevo y me cambió el nombre: pasé a llamarme «patita». Sin duda se sentía culpable por lo que había estado a punto de hacerme, pues se volvió sumamente cariñoso conmigo. 
Me resultaba difícil corresponder a ese afecto. Imaginaos. Iba paseando de la mano de mi presuntamente afectuoso padre por el borde de un acantilado, por la orilla de un río o por un parapeto, y de pronto se me ocurría pensar que quizá él decidiera, de improviso, arrojarme al vacío o golpearme con una piedra hasta matarme. En esas circunstancias, mantener una apariencia de tranquilidad suponía todo un reto para mí. Después de esas excursiones, me retiraba a mi habitación y lloraba a mares. (También debo deciros que el llanto exagerado es una característica típica de los hijos de las náyades. Pasé como mínimo una cuarta parte de mi vida terrenal deshaciéndome en lágrimas. Afortunadamente, en mi época llevábamos velo, muy útil para disimular los ojos hinchados y enrojecidos. 
Como todas las náyades, mi madre era hermosa, pero insensible. Tenía el cabello ondulado, hoyuelos en las mejillas y una risa cantarina. Era esquiva. De pequeña, muchas veces intentaba abrazarla, pero ella tenía la costumbre de escabullirse. Me gustaría pensar que fue mi madre la que llamó a aquella bandada de patos, aunque seguramente no fue así: ella prefería nadar en el río antes que cuidar a niños pequeños, y muchas veces se olvidaba de mí. Si mi padre no me hubiera arrojado al mar, quizá lo habría hecho ella misma en un momento de distracción o enfado. Le costaba mantener la atención y cambiaba rápidamente de humor. 
Por lo que os he contado, supondréis que aprendí pronto las ventajas —si es que son tales— de la independencia. Comprendí que tendría que cuidar de mí misma, ya que no podía contar con el apoyo familiar.

miércoles, 12 de octubre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Capítulos 1 y 2)


Pica sobre la imagen para saber datos de su biografía. Un poco más sobre la escritora, premio Príncipe de Asturias en 2008.


1
Un arte menor

«Ahora que estoy muerta lo sé todo», esperaba poder decir; pero, como tantos otros de mis deseos, éste no se hizo realidad. Sólo sé unas cuantas patrañas que antes no sabía. Huelga decir que la muerte es un precio demasiado alto para la satisfacción de la curiosiodad.

Desde que estoy muerta -desde que alcancé este estado en que no existen huesos, labios, pechos- me he enterado de algunas cosas que preferiría no saber, como ocurre cuando escuchas pegado a una ventana o cuando abres una carta dirigida a otra persona. ¿Creéis que os gustaría poder leer el pensamiento? Pensadlo dos veces.
Aquí abajo todo el mundo llega con un odre, como los que se usan para guardar los vientos, pero cada uno de esos odres está lleno de palabras: palabras que has pronunciado, palabras que has oído, palabras que se han dicho sobre ti. Algunos odres son muy pequeños, y otros más grandes; el mío es de tamaño mediano, aunque muchas de las palabras que contiene se refieren a mi ilustre esposo. Cómo me engañó, dicen algunos. Ésa era una de sus especialidades: engañar a la gente. Siempre se salía con la suya. Otra de sus especialidades era escabullirse.
Era sumamente convincente. Muchos han creído que su versión de los acontecimientos era la verdadera, sin detenerse a contar con rigor el número de asesinatos, de seductoras beldades, de monstruos de un solo ojo. Hasta yo le creía, a veces. Sabía que mi esposo era astuto y mentiroso, pero no esperaba que me hiciera jugarretas ni que me contara mentiras.
¿Acaso no había sido yo fiel? ¿No había esperado y seguido esperando pese a la tentación -casi la obligación- de hacer lo contrario? ¿Y en qué me con- vertí cuando ganó terreno la versión oficial? En una leyenda edificante. En un palo con el que pegar a otras mujeres. ¿Por qué no podían ellas ser tan consideradas, tan dignas de confianza, tan sacrificadas corno yo? Ésa fue la interpretación que eligieron los rapsodas, los recitadores de historias. «No sigáis mi ejemplo», me gustaría gritaros al oído. ¡Sí, a vosotras! Pero, cuando intento gritar, parezco una lechuza.
Sí, claro que tenía sospechas: de su sagacidad, de su astucia, de su zorrería, de su ... ¿cómo explicarlo? De su falta de escrúpulos. Pero hacía la vista gorda. Mantenía la boca cerrada; y si la abría, era para elogiarlo. No lo contradecía, no le planteaba preguntas delicadas, no trataba de obtener detalles. En aquella época me interesaban los finales felices, y la mejor forma de conseguir un final feliz es mantener bien cerradas las puertas y echarse a dormir durante las refriegas.
Sin embargo, una vez pasados los principales sucesos, y cuando las cosas ya habían perdido su aire de leyenda, me di cuenta de que mucha gente se reía a mis espaldas. Se burlaban de mí y hacían chistes de todo tipo, inocentes y groseros; me estaban convirtiendo en una historia, o en varias, aunque no en la clase de historias que me habría gustado que contaran. ¿Qué puede hacer una mujer cuando se extienden por el mundo chismes escandalosos sobre ella? Si se defiende, parece que reconozca su culpabilidad. Así que decidí esperar un poco más.
Ahora que todos los demás se han quedado ya sin aliento, me toca a mí contar lo ocurrido. Me lo 
debo a mí misma. No me ha resultado fácil convencerrne de ello: la narración de cuentos es un arte menor. A las ancianas les encanta, corno a los vagabundos, a los cantores ciegos, a las sirvientas, a los niños: gente con tiempo. En otra época se habrían reído si yo hubiera intentado reconvertirrne en aedo, pues no hay nada más ridículo que un aristócrata metido a artista, pero ¿qué importa ahora la opinión pública? ¿Qué valor tiene la opinión de la gente que hay aquí abajo: la opinión de las sombras, de los ecos? Así que voy a tejer mi propia versión.

El inconveniente es que no tengo boca para hablar. No puedo hacerme entender en vuestro mundo, el mundo de cuerpos, lenguas y dedos; y la mayor parte del tiempo no hay nadie que me escuche en vuestra orilla del río. Si alguno de vosotros alcanza a oír algún susurro, algún chillido, confunde mis palabras con el ruido de los juncos secos agitados por la brisa, con el de los murciélagos al anochecer, con una pesadilla.
Pero siempre he sido una mujer decidida. Paciente, decían. Me gusta ver las cosas acabadas.

2

Coro: Canción de saltar a la cuerda

somos las criadas que mataste
las criadas traicionadas
colgadas en el aire quedamos 
agitando los desnudos pies

tú te desahogabas
con cada diosa, reina y ramera 
con que te cruzabas

nosotras ¿qué hicimos? 
mucho menos que tú 
fuiste injusto

tú tenías la fuerza de la lanza
el poder de la palabra 
de mesas y suelos de sillas y puertas
la sangre limpiamos
de nuestros amantes
de rodillas, empapadas, 
mientras tú contemplabas
nuestros pies desnudos 
fuiste injusto
saboreabas nuestro miedo
tu fuente de placer 
levantaste la mano 
nos viste caer
en el aire suspendidas 
nos dejaste
traicionadas y asesinadas