domingo, 30 de octubre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 6)




6
Mi boda 

La mía fue una boda planeada. Así es como se hacían las cosas en aquellos tiempos: siempre que había boda había planes. Y no me refiero a cosas como los trajes nupciales, las flores, los banquetes y la música, aunque también teníamos todo eso. Eso está en todas las bodas, incluso ahora; me refiero a unos planes más sutiles. 
Según las antiguas normas, sólo la gente importante celebraba bodas, porque sólo la gente importante tenía herencias. Todo lo demás eran simples cópulas de diversos tipos: violaciones o seducciones, romances o aventuras de una noche, con dioses que decían ser pastores o pastores que decían ser dioses.
De vez en cuando intervenía también alguna diosa y tenía sus escarceos adoptando forma humana, pero en esos casos la recompensa que recibía el hombre era una vida corta y, a menudo, una muerte violenta. La inmortalidad y la mortalidad no se llevaban bien: eran fuego y lodo, sólo que siempre ganaba el fuego. Los dioses nunca se mostraban reacios a organizar un buen lío. De hecho les encantaba. Ver a algún mortal con los ojos friéndose en las cuencas por una sobredosis de sexo divino les hacía reír a carcajadas.
Los dioses tenían algo infantil y cruel. Ahora puedo decirlo porque ya no tengo cuerpo; estoy por encima de esa clase de sufrimiento, y de todos modos los dioses no me oyen. Que yo sepa, están durmiendo. En vuestro mundo, la gente no recibe visitas de los dioses como antes, a menos que se haya drogado. 
¿Por dónde iba? Ah, sí. Las bodas. Las bodas servían para tener hijos, y los hijos no eran juguetes ni mascotas. Los hijos eran vehículos para transmitir bienes. Esos bienes podían ser reinos, valiosos regalos de boda, historias, rencores, enemistades familiares. Mediante los hijos se forjaban alianzas; mediante los hijos se vengaban agravios. Tener un hijo equivalía a liberar una fuerza en el mundo. Si tenías un enemigo, lo mejor que podías hacer era matar a sus hijos, aunque éstos fueran recién nacidos. Si no, ellos crecían y te buscaban. Si no te sentías capaz de matarlos, podías disfrazarlos y enviarlos lejos, o venderlos como esclavos; pero mientras siguieran con vida supondrían un peligro para ti. 
Si tenías hijas en lugar de hijos, necesitabas criarlas deprisa para que te dieran nietos. Cuantos más varones dispuestos a empuñar espadas y arrojar lanzas hubiera en tu familia, mejor, porque todos los linajudos de los alrededores estaban esperando un pretexto para atacar a algún rey o a algún noble y robarle todo lo que pudieran, incluidos los seres humanos.
Una persona débil que ocupara un puesto de poder era una oportunidad para otra que ocupara otro puesto de poder, de modo que todos los reyes y nobles necesitaban toda la ayuda que pudieran conseguir.

Así pues, era evidente que cuando llegara el momento se planearía mi boda. En la corte de mi padre, el rey Icario, todavía conservaban la antigua tradición de celebrar certámenes para decidir quién se casaría con una mujer de noble cuna a la que sacaban, por decirlo así, a subasta. El vencedor de la competición se casaba con ella, y luego se esperaba que se quedara en el palacio del suegro y aportara su cuota de hijos varones. Mediante la boda,él obtenía riquezas: copas de oro, cuencos de plata, caballos, túnicas, armas, y toda esa basura que tanto se valoraba entonces, cuando yo vivía. También se esperaba que la familia del novio entregara un montón de su basura. 
Puedo usar la palabra «basura» porque sé dónde acababa gran parte de todo aquello. Acababa acumulando polvo y moho por los rincones, o se hundía en el fondo del mar, o se rompía, o se fundía. Una parte acabó en enormes palacios en los que, curiosamente, no hay reyes ni reinas. Unas procesiones interminables de gente vestida sin ninguna elegancia desfilan por esos palacios, contemplando las copas de oro y los cuencos de plata, que ya ni siquiera se usan.
Luego van a una especie de mercado que hay dentro del palacio y compran fotografías de esas cosas, o versiones en miniatura que no son de oro y plata verdaderos. Por eso digo «basura». 
La tradición dictaba que el enorme montón del reluciente botín nupcial se quedara en la familia de la novia, en el palacio de la familia de la novia. Quizá por eso mi padre se encariñó tanto conmigo después de fracasar en su intento de ahogarme en el mar: porque donde estuviera yo estaría el tesoro. 
(¿Por qué me arrojó al mar? La pregunta todavía me atormenta. Aunque no me satisface del todo la explicación del tejido del sudario, nunca he logrado dar con la respuesta correcta, ni siquiera aquí abajo. Cada vez que veo a mi padre a lo lejos, paseando entre los asfódelos, e intento alcanzarlo, él se escabulle como si no quisiera dar la cara. 
A veces pienso que quizá yo fuera un sacrificio al dios del mar, famoso por su sed de vidas humanas. Entonces aquellos patos me rescataron sin que mi padre interviniera. Supongo que mi padre podría argumentar que él había cumplido su parte del trato, si es que se trataba de un trato, y que no había hecho trampas, y que si el dios del mar no había podido llevarme al fondo y devorarme, él no tenía la culpa de su mala suerte. 
Cuanto más pienso en esta versión de los hechos, más me gusta. Tiene sentido.)
Imaginadme, pues, como una muchacha inteligente pero no excesivamente hermosa en edad de merecer (unos quince años). Supongamos que estoy mirando por la ventana de mi habitación —situada en el segundo piso del palacio— hacia el patio, donde se están reuniendo los aspirantes: un montón de jóvenes dispuestos a competir por mi mano. 
No miro abiertamente por la ventana, por supuesto. No planto los codos en el alféizar como una criada y me pongo a otear con todo descaro. No: miro con disimulo, desde detrás de mi velo y de las colgaduras. No estaría bien que todos esos jóvenes ligeros de ropa vieran mi rostro descubierto. Las mujeres del palacio me han emperifollado lo mejor que han podido, los aedos han compuesto canciones de elogio en mi honor —«radiante como Afrodita», y todas las paparruchas de costumbre—, pero yo me siento cohibida y desgraciada. Los jóvenes ríen y bromean; da la impresión de que están muy relajados, y no miran hacia arriba. 
Yo sé que no me persiguen a mí, a Penélope el Pato. Sólo persiguen lo que va conmigo: los lazos reales, el montón de basura reluciente. Ningún hombre se quitaría la vida por mi amor. Y ninguno lo hizo. Y no es que a mí me hubiera gustado inspirar ese tipo de suicidios. Yo no era ninguna devoradora de hombres, ninguna sirena; no era como mi prima Helena, a la que le encantaba hacer conquistas sólo para demostrar que podía hacerlas. En cuanto el hombre se arrastraba a sus pies, y ninguno se resistía mucho tiempo, ella se alejaba con aire despreocupado y sin mirar atrás, soltando esa risa de desdén tan suya, como si acabara de ver al enano del Palacio haciendo el pino de manera ridícula. 
Yo era una niña muy amable, más amable que Helena, o eso creía. Sabía que me convenía tener algo que ofrecer ya que no podía ofrecer belleza. Era lista, eso lo decía todo el mundo —de hecho, lo repetían tanto que me abrumaban—, pero la inteligencia es una virtud que a los hombres no les disgusta de sus esposas, siempre y cuando éstas permanezcan a cierta distancia de ellos. En las distancias cortas, si no se les ofrece nada más seductor, prefieren la amabilidad. 
El esposo más adecuado para mí habría sido el hijo pequeño de algún rey con extensas propiedades, algún hijo del rey Néstor, quizá. Ése habría sido un lazo conveniente para el rey Icario. A través de mi velo observaba a los jóvenes que se arremolinaban en el patio, intentando averiguar quién era quién y a cuál prefería; lo cual no tenía ninguna consecuencia práctica, porque no era a mí a quien correspondía elegir a mi esposo. 
Había un par de criadas conmigo: nunca me dejaban sola; yo era un riesgo hasta que estuviera casada sin percance, porque cualquier advenedizo cazador de fortunas podía intentar seducirme o agarrarme y huir conmigo. Las criadas eran mi fuente de información. Eran inagotables manantiales de frívolas habladurías: ellas podían ir y venir a su antojo por el palacio, podían examinar a los hombres desde todos los ángulos, podían escuchar sus conversaciones, podían reír y bromear con ellos cuanto quisieran: a nadie le importaba quién se deslizara entre sus piernas.
—¿Quién es aquel tan fornido? —pregunté.
—¿Aquel de allí? Bah, es Odiseo —contestó una de las criadas.
A Odiseo no lo consideraban un candidato serio para ganar mi mano, o al menos así lo juzgaban las criadas. El palacio de su padre estaba en Ítaca, un islote poblado de cabras; la ropa que llevaba era rústica; tenía los modales de un ricacho de pueblo, y ya había expuesto varias ideas complicadas que los otros encontraron extrañas. Sin embargo, decían que era listo. Es más, que se pasaba de listo. Los otros jóvenes bromeaban sobre él: «No hagas apuestas con Odiseo, el amigo de Hermes. Nunca ganarás.» Eso equivalía a afirmar que Odiseo era un tramposo y un ladrón. Su abuelo, Autólico, era famoso por esas cualidades, y se rumoreaba que jamás había ganado nada sin hacer trampas. 
—Me pregunto si correrá mucho —dije.
En algunos reinos, la competición por las novias era una lucha, en otros una carrera de cuadrigas, pero en nuestro reino consistía en correr. 
—No creo que corra mucho, con esas piernas tan cortas que tiene —contestó con crueldad una de las criadas. 
Y era verdad: Odiseo tenía las piernas muy cortas en comparación con el cuerpo. Cuando estaba sentado no se notaba, pero cuando se ponía de pie parecía un tentetieso. 
—Por mucho que corriera, seguro que a ti no te atraparía —dijo otra criada—. Supongo que no querrías despertar por la mañana y encontrarte en la cama con tu esposo y la manada de bueyes de Apolo.
—Eso era un chiste sobre Hermes, quien el mismo día de su nacimiento había protagonizado un audaz robo de ganado. 
—No, a menos que uno de los animales fuera un toro —intervino otra.
—O un chivo —dijo una tercera—. ¡Un robusto carnero! ¡Seguro que a nuestra joven pata le gustaría eso! ¡No tardaría en ponerse a gemir! 
—A mí no me importaría encontrarme un carnero en la cama —comentó una cuarta—. ¡Mejor
un carnero que los gusanitos que tanto abundan por aquí!
Todas rompieron a reír, tapándose la boca con las manos y muy alborozadas. 
Yo estaba muerta de vergüenza. Todavía no entendía los chistes más ordinarios, de modo que no sabía exactamente de qué se reían las criadas, aunque sí sabía que se reían a costa de mí. Pero no podía impedirlo.
Entonces apareció mi prima Helena, deslizándose con majestuosidad, como si fuera el cisne de largo cuello que creía ser, y exagerando aquel peculiar balanceo suyo al andar. Aunque la boda en cuestión era la mía, ella pretendía acaparar toda la atención. Estaba tan hermosa como siempre, o incluso más: estaba insoportablemente hermosa. Iba vestida a la perfección:
Menelao, su esposo, siempre se aseguraba de eso, y como le sobraba riqueza podía permitírselo. Helena ladeó la cabeza hacia mí, mirándome con gesto enigmático, como si coqueteara conmigo. Me parece que mi prima coqueteaba con su perro, con su espejo,
con su peine, con los postes de su cama. Necesitaba mantenerse entrenada. 
—Creo que Odiseo sería un buen esposo para nuestra patita —comentó—. A ella le gusta la vida tranquila, y desde luego tendrá tranquilidad si Odiseo se la lleva a Ítaca, como presume que va a hacer. Podrá ayudarlo a vigilar sus cabras. Odiseo y Penélope son tal para cual. Ambos tienen las piernas muy cortas. 
Lo dijo como de pasada, pero aquellos comentarios superficiales que hacía eran los más crueles. ¿Por qué será que las personas muy guapas creen que los demás sólo existen para que ellas se diviertan? 
Las criadas reían por lo bajo. Yo estaba muy abatida. Nunca había pensado que mis piernas fueran tan cortas, y desde luego ignoraba que Helena se hubiera fijado en ellas. Pero cuando se trataba de evaluar las gracias y los defectos físicos de los demás, pocas cosas se le escapaban. Por eso más tarde se lio con Paris; Paris era mucho más atractivo que Menelao, torpe y pelirrojo. El comentario más favorable que se hacía de Menelao, cuando éste empezó a salir en los poemas, era que tenía una voz muy potente. 
Las criadas me miraron para ver qué diría yo. Pero Helena sabía dejar a la gente sin habla, y yo no era la excepción. 
—No importa, primita —me dijo dándome unas palmadas en el brazo—. Dicen que es muy listo. Y tengo entendido que tú también lo eres. Así que podrás entender lo que dice. ¡Yo nunca lo he entendido!¡Fue una suerte para las dos que no me ganara a mí! 
Me lanzó la sonrisita condescendiente de quien ha tenido ocasión de comerse un trozo de salchicha no precisamente delicioso, pero que lo ha rechazado con asco. Era cierto que Odiseo había sido uno de los aspirantes a obtener su mano, y que como el resto de los mortales había deseado desesperadamente ganarla.
Ahora competía por una mujer que como mucho podía considerarse un segundo premio. 
Tras lanzar sus hirientes palabras, Helena se alejó a grandes zancadas. Las criadas se pusieron a hablar de su espléndido collar, de sus centelleantes pendientes, de su perfecta nariz, de su elegante peinado, de sus luminosos ojos, de la delicada cenefa bordada en su brillante túnica. Era como si yo no estuviera allí. Y era el día de mi boda. Todo aquello me puso muy nerviosa. Rompí a llorar, como iba a hacer a menudo en el futuro, y me acostaron en mi cama. 
Así pues, me perdí la carrera. La ganó Odiseo. Más tarde me enteré de que había hecho trampa. El hermano de mi padre, Tíndaro, el padre de Helena —aunque, como ya he dicho, hay quien cree que su verdadero padre era Zeus—, lo ayudó a conseguirlo.
Mezcló el vino del resto de los contendientes con una droga que los entorpeció, aunque no lo suficiente para que lo notaran; a Odiseo le hizo beber una poción que tenía el efecto contrario. Tengo entendido que estas cosas se han convertido en una tradición, y que todavía se practican en el mundo de los vivos cuando se celebran competiciones atléticas. 
¿Por qué ayudó el tío Tíndaro a mi futuro esposo? Nunca habían sido amigos ni aliados. ¿Qué esperaba ganar Tíndaro? Mi tío no habría ayudado a nadie, os lo aseguro, sólo por su bondad, algo que no le sobraba. Según cuenta una versión, yo era el pago por un servicio que Odiseo le había prestado a Tíndaro.
Cuando todos competían por Helena y el ambiente se estaba poniendo cada vez más tenso, Odiseo hizo jurar a todos los pretendientes que quienquiera que ganara la mano de Helena debería ser defendido por todos los demás en caso de que otro hombre intentara arrebatársela al ganador. De ese modo consiguió calmar los ánimos y permitió que el combate con Menelao se desarrollara sin incidentes. Odiseo debía de saber que no tenía posibilidades de ganar.
Según se rumorea, fue entonces cuando llegó a un acuerdo con Tíndaro: a cambio de haberle asegurado una apacible y muy lucrativa boda para la radiante Helena, Odiseo conseguiría a la poco agraciada Penélope.
Pero a mí se me ha ocurrido otra cosa, que es ésta: Tíndaro y mi padre Icario compartían el trono de Esparta. Se suponía que tenían que gobernar alternativamente, un año uno y al siguiente el otro, turnándose continuamente. Tíndaro quería el trono para él solo, y al final lo consiguió. Parece lógico que hubiera sondeado a los diversos pretendientes respecto a sus perspectivas y sus planes, y que se hubiera enterado de que Odiseo compartía la moderna opinión de que la esposa debía irse a vivir con la familia del esposo, no al revés. A Tíndaro debía de encantarle la idea de que me enviaran lejos, a mí y a los hijos que pudiera tener. De ese modo serían menos los acudirían a ayudar a Icario en caso de producirse un conflicto abierto. 
Fuera lo que fuese lo que había detrás, el caso es que Odiseo hizo trampas y ganó la carrera. Vi a Helena sonriendo con malicia mientras observaba los ritos matrimoniales. Ella creía que estaban entregándome a un palurdo ordinario que me llevaría a un deprimente páramo, y la idea no le disgustaba. Seguramente ella ya sabía que todo estaba amañado. 
En cuanto a mí, me costó trabajo soportar la ceremonia: los sacrificios de animales, las ofrendas a los dioses, los rociados purificadores, las libaciones, las plegarias, los interminables cantos. Estaba muy mareada. Mantenía la vista baja, de modo que lo único que veía de Odiseo era la parte inferior de su cuerpo. «Tiene las piernas cortas», pensaba, incluso en los momentos más solemnes. No era un pensamiento apropiado; era frívolo y absurdo, y me daba ganas de reír, pero debo decir en mi descargo que sólo tenía quince años.

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