martes, 22 de noviembre de 2016

Margaret Atwood: Penélope y las doce criadas (Cap. 16 y 17/29)


16
Pesadillas

Allí empezó el peor período de mi suplicio. Lloraba tanto que temí convertirme en un río o una fuente, como en las historias antiguas. Por mucho que rezara y ofreciera sacrificios y buscara presagios, mi esposo seguía sin regresar a Ítaca. Por si fuera poca mi desgracia, Telémaco ya tenía edad para empezar a darme órdenes. Yo llevaba veinte años dirigiendo los asuntos del palacio prácticamente sin ayuda de nadie, pero ahora él quería imponer su autoridad como hijo de Odisea y tomar las riendas. Empezó a montar escenas en el salón, plantándoles cara a los pretendientes con una impetuosidad que habría podido costarle la vida. Era evidente que cualquier día se
embarcaría en al guna descabellada aventura, como suelen hacer los varones jóvenes.
Y efectivamente, se marchó a escondidas en un barco para ir en busca de noticias de su padre, sin consultarlo siquiera conmigo. Eso era un grave insulto, pero yo no podía pensar demasiado en ello, porque mis criadas favoritas me trajeron la noticia de que los pretendientes, tras enterarse de la osada
aventura emprendida por mi hijo, pensaban enviar uno de sus barcos para que estuviera al acecho, le tendiera una emboscada y lo matara en su viaje de regreso.
Es cierto que el heraldo Medonte me reveló también a mí esa conspiración, cómo lo relatan las canciones. Pero yo ya lo sabía por las criadas. Sin embargo, tuve que fingir que la noticia me sorprendía, para que Medonte -que no estaba ni en un bando ni en otro- no supiera que yo tenía mis propias fuentes de información.
Pues bien, como es lógico, me tambaleé, me derrumbé en el umbral, lloré' y gemí, y todas mis criadas -mis doce favoritas y las demás- se unieron a mis lamentos. Les reproché que no me hubieran informado de la partida de mi hijo y que no le hubieran impedido marchar, hasta que Euriclea, la vieja entrometida, confesó que ella era la única que lo había
ayudado y encubierto. Explicó que el único motivo por el que habían mantenido la partida de mi hijo en secreto era que no querían preocuparme. Pero al final todo saldría bien, añadió, porque los dioses eran justos.
Me abstuve de manifestar que hasta entonces había visto escasas pruebas de la justicia de los dioses.
• • •
Afortunadamente, cuando las cosas se ponen demasiado
negras, y cuando ya he llorado todo lo posible sin convertirme en un estanque, siempre puedo dormir. Y cuando duermo, sueño. Aquella noche tuve un montón de sueños, sueños que no han quedado registrados en ningún sitio, porque nunca se los conté a nadie. En uno de ellos, el cíclope le rompía la cabeza a Odiseo y se comía sus sesos; en otro, Odiseo
saltaba al agua desde su barco y nadaba hacía las sirenas,
que cantaban con una cautivadora dulzura, igual que mis criadas, mientras estiraban sus garras de ave para desgarrarlo; en otro, Odíseo disfrutaba haciendo el amor con una hermosa diosa. Entonces la diosa se convertía en Helena, que me miraba por encima del hombro desnudo de mi esposo esbozando una sonrisita maliciosa. Esta última pesadilla era tan desagradable que desperté y recé para que fuera un sueño
falso enviado desde la cueva de Morfeo a través de la puerta de marfil, y no un sueño verdadero enviado a través de la puerta de cuerno.
Volví a dormirme, y al final conseguí tener un sueño reconfortante. Ése sí lo expliqué; quizá lo hayáis oído. Mí hermana Iftime -que era mucho mayor que yo y a la que apenas conocía porque se había casado y se había ido a vivir lejos- entró en mi habitación y se quedó de pie junto a mi cama. Me dijo que la enviaba la propia Atenea, porque los dioses no querían que yo sufriera. Su mensaje era que Telémaco regresaría sano y salvo, pero cuando le pregunté siOdisea estaba vivo o muerto, ella se negó a contestar
y desapareció.
Menos mal que los dioses no querían verme sufrir. Son todos unos falsos. Mi tormento podría compararse con el de un perro callejero, acribillado a pedradas o con la cola en llamas para divertir a los dioses. Lo que a los inmortales les encanta saborear no son la grasa y los huesos de animales, sino nuestro sufrimiento.

17
Coro: Naves del sueño (balada)

El sueño es nuestro único solaz;
sólo dormidas hallamos paz:
los suelos no nos hacen pulir ni fregar,
ni nos hacen la mugre rascar.
No nos persiguen por el salón
ni nos revuelcan por el suelo,
todos los nobles tarados
ansiosos de un buen bocado.
Y cuando dormimos nos gusta soñar.
Soñamos que vamos por el mar,
surcando las olas en naves doradas,
y que somos libres, felices y honradas.
En sueños deseables estamos
con nuestros vestidos encarnados;
con nuestros amantes dormimos
y de besos los cubrimos.
Ellos convierten en festines nuestros días,
de canciones llenamos sus noches nosotras,
los llevamos en nuestras naves doradas
y vamos todo el año a la deriva.
Y todo es alegría y bondad,
de dolor no hay lágrimas;
pues las leyes que imponemos son piadosas
en nuestro reino de tranquilidad.
Pero llega la mañana y nos despierta:
hemos de volver a trabajar,
recogernos la falda cada vez que nos lo ordenan,
y dejarlos hacer sin rechistar.

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