viernes, 2 de octubre de 2020


El gatito

Eran dos hermanitos, niño y niña, llamados Vasia y Katia. Ellos tenían una gata. Al llegar la primavera, la gata desapareció. Los niños la buscaron por todas partes, pero no lograron encontrarla. Una buena mañana, los chicos estaban jugando cerca del granero y oyeron sobre sus cabezas unos maullidos muy finos. Vasia subió la escalera al techo del granero. Katia le preguntaba sin cesar desde abajo: "La has encontrado? ¿La has encontrado?" 
Vasia no le respondía. Pero, por fin, gritó: -¡La encontré! Es nuestra gata...Tiene gatitos. Son preciosos. ¡Sube enseguida! 
Katia fue a casa en una corrida, tomó un platillo de leche y llevó a la gata. 
Los gatitos eran cinco. Cuando crecieron un poco y salían ya debajo del ángulo del techo en que habían nacido, los chicos eligieron a uno de ellos, pardo con calzas blancas, y lo llevaron a casa. La madre repartió entre las vecinas los demás gatitos y consistió que los chicos se quedaran con el gatito pardo. Los niños le daban de comer, jugaban con él y, cuando se acostaban, lo subían a la cama. 
El viento arrastraba la paja que había en el camino, el gatito jugaba con ella, y los chicos lo contemplaban muy regocijados. Luego encontraron cerca del camino acederas, se pusieron a recogerlas y se olvidaron del gatito. 
De pronto oyeron que alguien gritaba muy fuerte: "¡Atrás, atrás!" y vieron que se acercaba al galope un cazador precedido por dos perros , que habían visto al gatito y querían atraparlo. Pero el tontuelo del gatito, en vez de escapar, se agazapó, arqueó el lomo y se puso a mirar a los perros. Katia se asustó de los canes y, dando un grito, se alejó corriendo. Pero Vasia se lanzó a correr hacia el gatito y llegó a donde se había agazapado al mismo tiempo que los perros. Estos querían atrapar al gatito, pero Vasia se echó sobre él y lo tapó con su cuerpo. Llegó al galope el cazador y espantó a los perros. Vasia llevó el gatito a casa y no volvió a sacarlo al campo.

La niña y las setas

Dos niñas iban a casa llevando setas. 
Tenían que cruzar la vía del tren. Creyeron que la máquina estaba lejos, escalaron el talud y empezaron a atravesar los raíles. 
Entonces se oyó el retumbo del tren. La mayor de las niñas volvió atrás corriendo, y la pequeña atravesó la vía. 
La mayor se puso a gritar a su hermana: 
–¡Quédate donde estás! 
Pero el tren llegaba tan cerca y armaba tanto ruido que la pequeña no entendió: creía que le mandaban volver. Se metió entre los raíles, dio un tropezón, las setas se le cayeron y se puso a recogerlas. 
El tren se echaba encima, y el maquinista hizo sonar el silbato con todas sus fuerzas. 
La niña mayor gritaba: 
–¡Deja las setas! –pero la pequeña entendió que le mandaban recoger las setas, y se arrastraba por la vía. 
El maquinista no pudo frenar. La máquina se acercó, silbando con toda su fuerza, y atropelló a la niña. 
Su hermana chillaba y lloraba. Los pasajeros se asomaron a las ventanillas de los vagones, y el revisor fue corriendo al extremo del tren para ver qué había sido de la niña. 
Cuando el tren pasó, todos la vieron, echada entre los raíles, boca abajo e inmóvil. 
Después, cuando el tren estaba ya lejos, la niña alzó la cabeza; se puso, dando un brinco, de rodillas, recogió las setas y corrió hacia su hermana.

El hueso de la ciruela

Una madre compró ciruelas para darlas de postre a sus hijos. Las frutas estaban en un plato. Vania nunca las había comido y no hacía más que olerlas. Le gustaron mucho su color y su aroma y sintió deseos de probarlas. Todo el tiempo andaba rondando las ciruelas. Y cuando quedó solo en la habitación, no pudo contenerse, tomó una y la comió. Antes del almuerzo la madre contó las ciruelas y vio que faltaba una. Se lo dijo al padre. Durante el almuerzo, el padre preguntó: 
-Díganme, hijitos, ¿no han comido ninguno de ustedes una ciruela? 
-No -contestaron todos. 
Vania se puso rojo como la grana y dijo también: 
-Yo tampoco lo he hecho. 
Entonces el padre dijo: 
-Uno de ustedes ha sido, y eso no está bien. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que las ciruelas tienen huesos, y si alguien no sabe comerlas y se traga uno, se muere al día siguiente, eso es lo que temo. 
Vania se puso pálido y dijo: 
-El hueso lo arrojé por la ventana. 
Todos se echaron a reír, pero Vania estalló en sollozos.

El pajarito

Era el día del santo de Seriozha, y le hicieron muchos regalos: peonzas, caballitos, cromos,…Pero el mejor regalo se lo hizo a Seriozha su tío: una trampa para cazar pájaros. Era una trampa muy ingeniosa: consistía en una red sujeta a un marco de madera, en el que encajaba una tablilla. El marco con la red se levantaba, se echaba alpiste sobre la tablilla, y cuando un pajarito se posaba en ella, la red caía y lo atrapaba. Seriozha se alegró mucho y corrió a enseñar la trampa a su madre. Esta le dijo: 
- No me gusta ese juguete. ¿Qué falta pueden hacerte los pájaros? ¿Por qué has de martirizarlos? 
- Los meteré en una jaula. Ellos cantarán. Y yo les daré de comer. 
Tomó Seriozha un puñado de alpiste, lo esparció en la tablilla y puso la trampa en el jardín. El chico esperaba a que acudieran los pájaros. Pero los pájaros le tenían miedo y no volaban a la trampa. Seriozha se fue a comer y dejó la trampa en el jardín. Después de la comida se acercó, vio que la red había caído y que bajo ella se debatía un pajarito. Muy contento, Seriozha atrapó el pajarito y lo llevó a la casa. 
- ¡Mira, mamá, he cazado un pajarito! ¡Seguro que es un ruiseñor! ¡Cómo le late el corazón! 
La madre le dijo: 
- Es un pardillo. No lo martirices. Lo mejor que podrías hacer es soltarlo. 
- No, le daré de comer y de beber. 
Seriozha metió el pajarito en la jaula y dos días seguidos le echó alpiste, le puso agua y le limpió la jaula. Pero al tercer día se olvidó de cambiarle el agua. La madre le dijo: 
- ¿Ves? Te has olvidado de tu pajarito. Suéltalo. 
- No. No me olvidaré más; ahora le cambiaré el agua y le limpiaré la jaula. 
Seriozha metió la mano en la jaula para limpiarla, pero el pajarito se asustó y se golpeó contra los alambres. Seriozha limpió la jaula y fue por agua. La madre vio que se había olvidado de cerrar la jaula y le gritó: 
- ¡Seriozha, cierra la jaula que el pajarito puede escaparse y se matará! 
Antes de que hubiera acabado de decir esto, el pajarito encontró la puerta, se alegró, extendió sus alitas y cruzó volando la habitación hacia la ventana, pero no vio el cristal, se golpeó contra él y cayó sobre el poyo. 
Seriozha se acercó corriendo, tomó el pajarito y lo llevó a la jaula. El pajarito estaba vivo todavía, pero yacía sobre la pechuga, extendidas las alitas, y respiraba fatigosamente. Seriozha lo miró y rompió a llorar. 
- ¡Mamá! ¿Qué voy a hacer ahora? 
- Ahora ya no se puede hacer nada. 
Seriozha no se apartó en todo el día de la jaula y miraba todo el tiempo al pajarito, pero este seguía yaciendo sobre la pechuga y respiraba entrecortadamente. Cuando Seriozha se acostó, el pajarito vivía aún. Seriozha estuvo largo rato sin poder dormirse; cada vez que cerraba los ojos se imaginaba al pajarito tendido sobre la pechuga y respirando con dificultad. Por la mañana, cuando Seriozha se acercó a al jaula, vio que el pajarito yacía de espaldas, con las patitas agarrotadas, y estaba ya yerto. Desde entonces, Seriozha no ha vuelto a cazar pajaritos. 

El embustero

Un niño cuidaba de unas ovejas y, de pronto, como si hubiera visto un lobo, se pueso a gritar: "¡Socorro, un lobo!" Los hombres se acercaron y vieron que era mentira. Después que el chico hubo repetido su pesada broma unas tres veces, apareció de verdad un lobo. El chico se puso a gritar: "¡Socorro, socorro, un lobo!" Los hombres creyeron que quería engañarlos como siempre, y no le hicieron caso. El lobo vio que no tenía que temer nada y degolló a todas las ovejas del rebaño.

Dos camaradas

Iban por el bosque dos camaradas, cuando salió a su encuentro un oso. Uno echó a correr, trepó a un árbol y se ocultó entre las ramas. El otro se quedó en medio camino. Viendo que no tenía escapatoria, se echó al suelo y se fingió muerto. 
El oso le olió la cara, creyó que estaba muerto y se alejó. 
Cuando el oso se hubo marchado, el otro amigo bajó del árbol y preguntó entre risas: 
- ¿Qué te ha dicho ese oso al oído? 
- Me ha dicho que los que abandonan a sus camaradas en los instantes de peligro son muy malas personas.

El gorrión y las golondrinas

En cierta ocasión estaba yo en el patio mirando un nido que unas golondrinas habían hecho bajo el alero del tejado. Las dos golondrinas se alejaron volando, y el nido quedó vacío. 
Mientras las golondrinas estaban ausentes, un gorrión voló del tejado al nido, miró entorno, sacudió sus alitas y se metió en el nido; luego, asomó la cabeza y se puso a piar. 
Al poco regresaba una de las golondrinas. Quiso entrar en el nido, pero, cuando vio allí al intruso, dejó escapar un lastimero piido, agitó las alas y luego levantó el vuelo. 
El gorrión seguía en el nido, sin dejar de piar. 
De pronto llegó una bandada de golondrinas. Todas ellas se acercaban al nido, como si quisieran ver al gorrión y de nuevo se alejaban. 
El gorrión, sin dejarse intimidar, volvía la cabeza a un lado y a otro, y piaba. 
Las golondrinas se acercaban de nuevo al nido, hacían allí algo, y volvían a marcharse. 
Las golondrinas no se acercaban al nido en vano: cada una llevaba en el pico un pegotito de barro, y poco a poco iban cerrando el orificio del nido. 
Las golondrinas acudían y se marchaban, cada vez con un pegotito de barro cada una, y el agujero era cada vez más pequeñito. 
Al principio se veía el cuello del gorrión, luego no se distinguía más que la cabecita, luego el pico y, por fin, el gorrión dejó de verse; las golondrinas lo habían encerrado en el nido y luego se alejaron y se pusieron a revolotear alrededor de la casa.

Los cisnes

Una bandada de cisnes volaba de las tierras frías a los países cálidos. Volaba sobre el mar. Llevaba ya volando dos días con sus noches sobre el mar, sin descanso alguno. En el cielo lucía la luna llena, y los cisnes veían lejos, muy abajo, el lago azul. Todos los cisnes estaban cansados de batir sus alas, pero no se detenían y seguían volando. Delante volaban los cisnes viejos, los cisnes fuertes, y detrás volaban los más jóvenes y débiles. Un joven cisne volaba detrás de todos. Sus fuerzas se agotaban. Batió las alas y vio que no podía seguir volando. Entonces, extendió las alas y planeó abajo. Cada vez estaba más cerca del agua, y sus hermanos blanqueaban a cada instante más lejos, envueltos en la luz de la luna. El cisne se posó en el agua. Y plegó sus alas. El mar oscilaba bajo él y lo mecía. La bandada de cisnes era ya una rayita blanca en el claro cielo. Y en medio del silencio se oía apenas el batir de sus alas. Cuando la bandada se hubo perdido de vista, el cisne torció atrás el cuello y cerró los ojos.. No se movía, pero el mar, alzándose y bajando en anchas ondas, lo alzaba y bajaba con él. Poco antes del amanecer, una ligera brisa rizó el mar. Y el agua acariciaba el blanco pecho del cisne. El cisne abrió los ojos. En Oriente la aurora teñía de rosa el cielo, y la luna y las estrellas habían palidecido. El cisne aspiró profundamente, estiró el cuello, batió las alas, despegó del agua y echó a volar, rozando con sus plumas la superficie del mar. Iba ascendiendo más y más, y cuando el agua estaba ya lejos, debajo de él, voló adelante, en dirección de los países cálidos. Volaba solo sobre las enigmáticas aguas hacia donde habían volado sus hermanos.

El elefante

Un hindú tenía un elefante. El hindú daba mal de comer al elefante y lo hacía trabajar mucho. Un día el elefante se enojó y pisó a su amo. El hindú se murió. Entonces, la mujer del hindú rompió a llorar, llevó a sus hijos a donde estaba el elefante, los echó ante las patas del animal y dijo a este: "Elefante, tú que has matado al padre, mata también a los hijos". El elefante miró a los niños, asió con la trompa al mayor, lo levantó blandamente y lo sentó en su cuello. El elefante, desde aquel día, obedecía al chico y trabajaba para él.

El águila

Un águila hizo su nido junto a una carretera, lejos del mar, y allí nacieron sus aguiluchos. 
Un día en que un grupo de gente trabajaba cerca del árbol, el águila llegó al nido llevando en sus garras un gran pescado. La gente, al ver el pescado, se puso a dar gritos y arrojar piedras al águila. 
El águila dejó caer el pescado, y la gente lo levantó y se marchó. 
El águila se posó en el borde del nido, y los aguiluchos levantaban sus cabezas y pedían lastimeramente de comer. 
El águila estaba cansada y no podía volar otra vez al mar; se metió en el nido, cubrió a los aguiluchos con sus alas, los acariciaba, alisándoles las plumaritas, y parecía pedirles que esperaran un poco. Pero cuanto más los acariciaba, más fuerte se quejaban los aguiluchos. 
Entonces, el águila salió del nido y se posó en la rama más alta del árbol. 
Los aguiluchos redoblaron sus quejas. 
El águila dejó escapar un fuerte grito, extendió las alas y voló pesadamente en dirección al mar. 
Regresó muy avanzada la tarde; volaba despacio y bajo, y en sus garras llevaba otra vez un gran pescado. 
Cuando se acercaba al árbol, el águila miró en torno para ver si había gente cerca, y, al no descubrir a nadie, plegó rápidamente las alas y se posó en el borde del nido. 
Los aguiluchos levantaron la cabeza y abrieron la boca, y el águila despedazó el pescado y les dio de comer.

El tiburón

Nuestro barco había anclado ante la costa de África. El día estaba muy hermoso, y del mar soplaba una fresca brisa, pero al atardecer el tiempo cambió: la atmósfera se caldeó como un horno, se había levantado el tórrido viento del Sahara, y apenas dejaba respirar. 
Antes del ocaso, el capitán salió a cubierta y gritó. "¡A bañarse!" Los marineros saltaron al agua en un santiamén, bajaron una vela, la ataron e hicieron con ella algo así como una pileta. 
Iban con nosotros en el barco dos chicos. Ellos fueron los primeros en saltar al agua, pero se sentían estrechos en la vela y se les ocurrió medir sus fuerzas en el mar. 
Ágiles como lagartijas, braceaban con toda su fuerza hacia el barril que flotaba sobre el ancla. 
Uno de los chicos adelantó a su amigo, pero luego fue quedando a la zaga. 
El padre del chico, un viejo artillero, observaba con orgullo desde cubierta a su hijo. Cuando el chico comenzó a quedar rezagado, el padre le gritó: "¡No te entregues! ¡Aprieta!" 
De pronto alguien gritó en cubierta: "¡Un tiburón!", y todos vimos en el agua el lomo del monstruo marino. 
El tiburón nadaba derecho hacia los chicos. 
"¡Atrás! ¡Volved atrás! ¡Un tiburón!", gritó el artillero. Pero los chicos no le oyeron y seguían nadando, entre risas y gritos, más fuertes y alegres cada vez. 
Petrificado, blanco como una pared. el artillero miraba a los chicos. 
Los marineros botaron una lancha y, remando con tanta fuerza que doblaba los remos, volaron hacia donde estaban los chicos; pero les faltaba un buen trecho para alcanzarlos, mientras que el tiburón se encontraba ya a unos veinte pasos de ellos. 
Al principio, los chicos no oían lo que les gritaban y no veían el tiburón. Pero, luego, uno de ellos volvió la cabeza, todos oímos un agudo alarido, y los chicos nadaron en distintas direcciones. 
El alarido aquel pareció despertar al artillero. El hombre salió corriendo hacia los cañones. Hizo girar una de las piezas, se pegó a ella, tomó puntería y asió la mecha. 
Todos los que nos encontrábamos en el barco quedamos paralizados de miedo, esperando a ver qué ocurría. 
Tronó el disparo, y vimos que el artillero se desplomaba al lado del cañón, tapándose la cara con las manos. No vimos lo que había ocurrido al tiburón y a los niños, porque el humo nos cegó por unos instantes. 
Pero, cuando el humo se hubo disipado sobre el agua, se oyó por todos lados un leve rumor que fue cobrando fuerza hasta convertirse en un grito de júbilo. 
El viejo artillero se quitó las manos de la cara, se levantó y miró al mar. 
En las olas se mecía el amarillo vientre del tiburón, muerto ya. Al cabo de unos minutos la lancha llegó a donde estaban los chicos y los trajo al barco.

El salto

Un barco regresaba al puerto después de dar la vuelta al mundo; el tiempo era bueno y todos los tripulantes se hallaban en cubierta. Entre la gente, iba y venía una mona grande haciendo reír a todos. La mona bailoteaba, brincaba, hacía graciosas muecas, imitaba a la gente y, al parecer se daba cuenta de que los hombres se divertían y redoblaba por ello sus travesuras. 
Súbitamente se acercó de un salto al hijo del capitán del barco, niño de unos doce años, le quitó el sombrero, se lo encasquetó ella misma y trepó rápida por uno de los palos. Todos se echaron a reír; pero el chico se había quedado sin su sombrero y no sabía si imitar a los demás o si echarse a llorar. 
La mona se sentó en la primera verga, se quitó el sombrero y se puso a destrozarlo con manos y dientes. Al parecer, quería que el chico rabiase, pues le señalaba con el dedo y hacía muecas. 
El chico la amenazó con el puño y le dio unos gritos; pero la mona no hizo más que redoblar la furia con la que destrozaba el sombrero. 
Los marinos reían ya a mandíbula batiente. Pero el chico, todo arrebolado, se quitó la blusa y se dispuso a atrapar a la mona. En un santiamén trepó por un estay a la primera verga, pero la mona, más ágil y rápida que él, subió más arriba en el mismo instante en que el chico creía que iba a arebatarle el sombrero. 
-¡No te escaparás! -gritó el chico, y siguió trepando. 
La mona lo dejó acercarse y, luego, ascendió más alto, pero el chico, lanzado a la persecución, no quedaba a la zaga. En cosa de unos instantes la mona y el chico llegaron a lo alto del palo. Una vez allí la mona se estiró cuanto pudo y, asiéndose con una mano trasera al estay, colgó el sombrero de la punta de la última verga, se subió a la cima del mástil y, bailoteando, mostraba los dientes, muy contenta. Del palo a la punta de la verga en que colgaba el sombrero habría cosa de metro y medio. Por ello, para alcanzar el sombrero había que soltar el palo. 
Pero el chico ya no se daba cuenta de nada. Soltó el mástil y dio un paso por la verga. 
En cubierta todos miraban y se reían de lo que hacían la mona y el hijo del capitán, pero, cuando vieron que el chico soltaba la cuerda y avanzaba por la verga, manteniendo el equilibrio con los brazos extendidos, todos enmudecieron de espanto. 
Si el chico daba un paso en falso, se estrellaría contra la cubierta. Pero incluso si no daba un paso en falso, llegaba a la punta de la verga y lograba coger el sombrero, le sería muy difícil dar la vuelta y volver hasta el palo. 
Todos lo miraban esperando a ver qué sucedía. 
De pronto alguien horrorizado dejó escapar un ¡ay! 
Aquel grito hizo que el chico volviera en sí. Miró abajo y se tambaleó. 
En aquel mismo instante, su padre, el capitán del barco, salía de su camarote. Llevaba en las manos un rifle con el que se disponía a matar gaviotas. Al ver al hijo en lo alto del palo, le apuntó con el rifle y le gritó: 
-¡Al agua!...¡Salta enseguida al agua! ¡Si no, te mato!... 
El chico se tambaleó pero no había entendido al padre. 
-¡Salta o te pego un tiro!... ¡Una, dos!... 
Apenas el padre hubo gritado: 
-¡Tres!... -el chico saltó cabeza abajo. 
El cuerpo del chico cayó al mar como un proyectil de artillería, y apenas las aguas se hubieron cerrado sobre él, cuando veinte bravos marineros saltaban ya del barco a las olas. Unos cuarenta segundos después -a todos parecieron infinitamente largos- emergió el cuerpo del niño. los marineros lo asieron y lo llevaron al barco. A los pocos minutos, el agua fluía ya de la boca y la nariz del niño, que comenzó a respirar. 
Cuando el capitán vio esto, dejó escapar un grito, como si algo lo estrangulara, y corrió a su camarote, para que nadie lo viera llorar.
 
El león y el perrito

En un parque de Londres mostraban fieras salvajes, cobrando por ello dinero o tomando perros y gatos que servían de alimento a las fieras. 
Un hombre quiso ver las fieras, atrapó un perrito en la calle y lo llevó al parque. Le dejaron pasar, y el perrito se lo echaron al león para que se lo comiera. 
El perrito se encogió en un ángulo de la jaula, el rabo entre las piernas. El león se acercó y lo olfateó. 
El perrito se tendió de espaldas, levantó las patitas y agitó la cola. 
El león le dio la vuelta con una pata. 
El perrito se levantó y se alzó de manos ante el león. 
El león miró al perrito, volvió la cabeza a un lado y a otro y no tocó al chucho. 
Cuando el dueño de las fieras echó al león carne, este arrancó un pedazo y dejó el resto al perrito. 
Al anochecer, cuando el león se acostó, el perrito se tendió a su lado y descansó la cabeza en una pata del león. 
Desde entonces, el perrito vivía en la jaula con el león. Este no tocaba al chucho; comían y dormían juntos y, a veces, jugaban. 
En cierta ocasión un señor fue al parque y reconoció a su perrito; dijo al dueño del parque que el perrito era suyo y pidió que se lo devolvieran. El dueño quiso devolverlo, pero, cuando se pusieron a llamar al perrito para sacarlo de la jaula, el león, erizada la melena, rugió furioso. 
En fin, el león y el perrito vivieron todo un año en una misma jaula. 
Al cabo del año, el perrito enfermó y se murió. El león dejó de comer y no hacía más que oler al perrito, lamerlo y tocarlo con la pata. 
Cuando el león comprendió que el perrito estaba muerto, dio de pronto un salto y, erizado el pelo, se golpeó los costados con la cola, se arrojó contra la pared de la jaula y se puso a roer los cerrojos y el piso. 
El león estuvo todo el día agitándose en la jaula y rugiendo y, luego, se tendió al lado del perrito muerto, pero el león no dejó que se le acercara nadie. 
El dueño creyó que el león olvidaría su pena si se le daba otro perrito y metió en la jaula un chucho vivo, pero el león lo despedazó al instante. Luego abrazó entre sus patas al perrito muerto y no se movió en cinco días. 
Al sexto día, el león se murió.

Editorial progreso, Moscú

Pueden descargar el libro completo desde esta dirección: https://es.scribd.com/doc/61413406/LEON-TOLSTOI-CUENTOS-PARA-NINOS

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